Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– ¿Tengo a quien acudir? -dicho con su voz equivalía a admitir su derrota.

No respondí. Que se responda ella misma.

Me miró un momento. Los ojos le centelleaban con las luces del río que se reflejaban desde Les Marauds. Me sorprendió de nuevo pensar que, con sólo operar en ella un ligerísimo cambio, podría transformarse en una hermosa mujer.

– Buenas noches, Joséphine.

No me volví a mirarla, pero sé que ella se quedó observándome mientras yo subía cuesta arriba y que incluso ha permanecido en el sitio después de que yo hubiera doblado la esquina y ya me hubiera perdido de vista.

15

Miércoles, 25 de febrero

Sigue esta lluvia interminable. Cae como si se desplomara un pedazo de cielo para volcar tristeza en la vida de acuario que prolifera debajo. Los niños, como rutilantes patitos de plástico con sus impermeables y sus botas de lluvia, graznan y chapotean en la plaza y parece que sus gritos rebotaran en las nubes bajas. Yo estoy trabajando en la cocina pero no pierdo de vista a los niños que juegan en la calle. Esta mañana he desmontado el escaparate, he retirado la bruja, la casa de pan de jengibre y todos los animales de chocolate apostados a su alrededor, que parecían contemplarlo todo con sus caritas relucientes y expectantes. Anouk y sus amigos se han repartido las figuras entre una y otra excursión a las aguas estancadas que la lluvia ha formado detrás de Les Marauds. Jeannot Drou me observaba en la cocina, con un trozo de dorado pain d’épices en cada mano y los ojos relucientes. Anouk estaba detrás de él y los demás detrás de ella, todo un muro de ojos y cuchicheos.

– ¿Y ahora qué pondrás? -su voz parece la de un chico con más años de los que tiene, su aire es descarado y lleva la barbilla sucia de chocolate-. ¿Qué vas a poner ahora? Quiero decir en el escaparate.

Me encojo de hombros.

– Es un secreto -digo mientras voy removiendo la crème de cacao en un cuenco esmaltado donde preparo la cobertura fundida.

– No, ahora en serio -insiste-. Ahora tendrías que hacer algo de Pascua. Ya sabes. Huevos y todas esas cosas. Gallinas y conejos de chocolate, cosas así. Como hacen en las tiendas de Agen.

Recuerdo escaparates de mi infancia, chocolateries de París con sus cestas de huevos envueltos en papel de aluminio, estantes llenos de conejitos y gallinas, campanas, frutas de mazapán y marrons glacés, amourettes y nidos de filigrana llenos de petits fours y caramelos y mil y una epifanías más de viajes en alfombras mágicas de algodón de azúcar, más propias de un harén arábigo que de las solemnidades de la Pasión.

– Recuerdo que mi madre me hablaba de los huevos de Pascua.

Nunca había dinero para comprar esas exquisiteces, pero a mí nunca me faltó mi cornet-surprise, un cucurucho de papel con regalos de Pascua, monedas, flores de papel, huevos duros pintados de vivos colores, una caja de gallinitas, conejitos, niños sonrientes que asomaban entre ranúnculos, todo en papier-mâché pintado de colores. Todos los años lo mismo, cuidadosamente guardado para el año siguiente y, entremezclado con todo, un minúsculo paquete de uvas pasas de chocolate envueltas en celofán, que yo saboreaba larga y despaciosamente en las horas perdidas de aquellas extrañas noches entre una ciudad y otra, con los destellos de neón de los nombres de los hoteles parpadeando entre las persianas y la pausada respiración de mi madre, en cierto modo eterna, en el umbroso silencio.

– Solía decirme que en la víspera de Viernes Santo, en lo más secreto de la noche, las campanas abandonan los chapiteles y campanarios de las iglesias y, con alas mágicas, salen volando hacia Roma.

El chico hace un gesto de asentimiento con esa cara de sabérselas todas y de incredulidad que es típica de los adolescentes.

– Todas las campanas se alinean delante del Papa, vestido de blanco y oro, con su mitra y su báculo dorado, las campanas grandes y las campanas pequeñas, las clochettes y los pesados bourdons, los carillones y los cimbalillos y los do-si-do-mi-soles, todas esperando pacientemente a que el Papa las bendiga.

Mi madre estaba inmersa en ese acervo popular infantil, todo aquel absurdo le ponía brillo en los ojos. Todos los cuentos la deleitaban por igual, tanto los que hacían referencia a Jesús como a Eostre o a Alí Babá, y trabajaba con denuedo el tejido casero del folklore hasta convertirlo una vez y otra en la rica tela del hecho histórico. La curación por medio del cristal, los viajes astrales, las abducciones por obra de alienígenas y las combustiones espontáneas eran cosas en las que mi madre creía o fingía creer.

– Y el Papa las bendice todas, una por una, hasta muy entrada la noche, mientras millares y millares de campanarios de Francia quedan vacíos esperando su regreso, silenciosos hasta la mañana de Pascua.

Y entretanto yo, su hija, escuchaba con ojos muy abiertos todas aquellas fascinantes historias apócrifas, además de las de Mitra y de Baldur el Hermoso, de Osiris y de Quetzacóatl, entrelazadas todas con cuentos de bombones voladores y de alfombras mágicas y de la Triple Diosa y de la cueva de cristal de Aladino y de aquella desde la cual se elevó Jesús a los tres días, amén, abracadabra, amén.

– Y las bendiciones se transforman en bombones de todas las formas y tipos posibles y las campanas se vuelven boca arriba para llevárselos con ellas y seguidamente se pasan la noche entera volando y el domingo de Pascua, cuando llegan a sus torres y campanarios, vuelven a ponerse boca abajo y comienzan a tocar y tocar y a cimbrearse locas de alegría…

Campanas de París, de Roma, de Colonia, de Praga. Campanas matutinas, campanas que doblan a muerto, campanas que van señalando los cambios que se producen a lo largo de los años que duró nuestro exilio. Campanas de Pascua cuyo tañido resuena con tal fuerza en la memoria que hasta duele oírlo.

– Y los bombones vuelan por encima de campos y ciudades. Y caen en el aire mientras suenan las campanas. Algunos van a dar en el suelo y se rompen en mil pedazos. Pero los niños construyen nidos y los colocan en lo alto de los árboles para recoger huevos, pralinés, gallinas y conejos, guimauves y almendras de chocolate…

Jeannot se vuelve hacia mí con entusiasmo y con una sonrisa que se va ensanchando por momentos.

– ¡Bien!

– Ésta es la historia que explica por qué hay tanto chocolate en Pascua

– ¡Anda, hazlo! ¡Hazlo, por favor! -me dice de pronto apremiándome, aunque también con respeto.

Me vuelvo rápidamente para rebozar una trufa con cacao en polvo.

– ¿Que haga qué?

– ¡Que hagas eso! Lo de la historia de Pascua. Sería estupendo… lo de las campanas y el Papa y todo… y podrías hacer un festival del chocolate… y que durase una semana… y nosotros pondríamos los nidos… y buscaríamos los huevos de Pascua… y… -se interrumpe muy excitado y me tira de la manga con gesto autoritario-. Madame Rocher… por favor…

Detrás de él Anouk me observa con atención. Una docena de caritas sucias profieren tímidas súplicas desde un segundo plano.

– Sería un Grand Festival du Chocolat.

Me quedo pensando en la idea. Dentro de un mes florecerán las lilas. Yo siempre hago un nido para Anouk, con un huevo y su nombre escrito en él con alcorza plateada. Podría ser nuestro carnaval particular, la celebración de vernos aceptadas en este pueblo. No es una idea nueva para mí, pero escucharla de boca de ese niño es casi verla convertida en realidad.

– Necesitaríamos hacer algunos carteles -digo fingiendo que titubeo.

– ¡Los haremos nosotros!

Anouk ha sido la primera en brindarse, su rostro resplandece de excitación.

– Y banderitas… colgaduras…

– Banderines…

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