Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– Tenemos la agenda muy apretada -intervino la chica, con aire burlón.

Le sonrío.

– Pues miren de encontrar un hueco -apunto.

Otra vez la misma mirada precavida y desconfiada.

– Quizá…

Los observé mientras bajaban en dirección a Les Marauds y Anouk venía corriendo hacia mí desde el pie de la colina, con el impermeable rojo aleteando como las alas de un pájaro exótico.

– ¡Maman, maman! ¡Mira, las barcas!

Nos hemos quedado un momento admirándolas, las barcazas planas, las altas viviendas flotantes con sus tejados ondulados, los tubos de las chimeneas, las pinturas, las banderas multicolores, los lemas y divisas que advierten contra accidentes y naufragios, los botes, las cañas de pescar, las latas para atrapar cangrejos que colocan por la noche en la línea de la marea, astrosos paraguas parapetados en las cubiertas a manera de protección, preparativos de hogueras en los braseros de hierro a la orilla del río. Olía a madera quemada, a petróleo y a pescado frito, llegaba de lejos el sonido distante de la música que resbalaba sobre el agua, el fantasmagórico lamento melodioso y humano de un saxofón. En medio del Tannes se dibujaba apenas la figura de un hombre pelirrojo, de pie en la cubierta de una de aquellas casas flotantes pintada totalmente de negro. Mientras lo observaba vi que levantaba el brazo. Le devuelvo el saludo. Era casi de noche cuando emprendimos el camino de vuelta a casa. En Les Marauds, ha quedado, alguien que se ha sumado al saxofón con el tambor, cuyo retumbar resuena con fuerza sobre el agua. Pasé por delante del Café de la République sin volver la cabeza para mirar al interior del establecimiento.

Había llegado casi a lo alto de la colina cuando noté una presencia humana, tan próxima que me rozó el codo. Al volverme descubrí a Joséphine Muscat, ahora sin chaqueta pero con un pañuelo atado a la cabeza que le cubría media cara. En aquella semioscuridad tenía un aire espectral, parecía una criatura nocturna.

– Ve corriendo a casa, Anouk, y espérame allí.

Anouk me miró llena de curiosidad, pero se dio la vuelta y, obediente, echó a correr colina arriba. Los faldones del impermeable le golpeaban ruidosamente el cuerpo.

– Ya me he enterado de lo que ha hecho -dijo Joséphine con voz ronca y queda-. Sé que ha dado la cara por la gente del río.

Asentí.

– Naturalmente.

– Paul-Marie estaba furioso -pese al tono no podía ocultar la admiración-. Tendría que haber oído lo que ha dicho.

Me eché a reír.

– Afortunadamente no tengo obligación de escuchar lo que pueda decir Paul-Marie -declaro en tono tajante.

– Parece que ya no puedo hablar con usted -continúa-. Dice que usted es una mala influencia para mí -hizo una pausa mientras me observaba con curiosidad nerviosa-. A él no le gusta que yo tenga amigos.

– Creo que ya sé demasiadas cosas acerca de lo que Paul-Marie quiere y deja de querer -comenté con voz tranquila-. No me interesa nada que guarde relación con él. Usted, en cambio -le rozo apenas el brazo-, me interesa mucho.

Se puso colorada y desvió la mirada, como si esperase descubrir a alguien apostado tras ella.

– Usted no lo comprende -balbuceó.

– Creo que sí -paso las yemas de los dedos por el pañuelo con que se cubría la cara.

– ¿Por qué lleva ese pañuelo? -le pregunté bruscamente-. ¿Me lo dirá?

Me miró con una mezcla de esperanza y pánico, y negó con la cabeza. Tiré suavemente de él.

– Usted es bien parecida -comenté al retirarle el pañuelo-, sería guapa si quisiera.

Debajo del labio inferior tenía una magulladura reciente que estaba adquiriendo un tono azulado con la escasa luz reinante. Abrió la boca a punto de soltar automáticamente la mentira oportuna. Pero la interrumpí.

– No, no es verdad -dije.

– ¿Cómo lo sabe? -exclamó con viveza-. Todavía no he dicho nada.

– No es preciso.

Silencio. Por encima del agua, entre los golpes del tambor, llegaban las notas desperdigadas de una flauta. Cuando habló por fin, su voz dejaba traslucir todo el desprecio que sentía hacia sí misma.

– Es una estupidez, ¿no le parece? -sus ojos eran como minúsculas medias lunas-. Yo nunca se lo echo en cara. En serio que no. A veces incluso consigo olvidar lo que ha ocurrido -una profunda aspiración, como el submarinista antes de sumergirse en el agua-. Me he dado contra una puerta. Me he caído escaleras abajo. He tropezado con un rastrillo -estaba a punto de echarse a reír; bajo la superficie de sus palabras bullía la histeria-. Soy propensa a los accidentes, eso dice él, que soy propensa a los accidentes.

– ¿Cuál ha sido el motivo esta vez? -le pregunté con voz suave-. ¿La gente del río?

Asintió con un gesto de la cabeza.

– No tienen mala intención. Yo quería servirles lo que pidieran -su voz, por un momento, subió de tono-. ¡No entiendo por qué tenemos que hacer siempre lo que manda esa zorra de la Clairmont! Tenemos que estar todos unidos -imitaba su voz, ridiculizándola-, es por el bien de la comunidad. Debemos hacerlo por nuestros hijos, madame Muscat… -y volviendo a su propia voz después de tomar aliento-: ¡Y pensar que en circunstancias normales ni siquiera me saluda cuando nos encontramos por la calle! ¡No me daría ni la mierda que pisa! -toma aliento de nuevo, tratando de dominarse con un esfuerzo-. Él siempre dice que si Caro esto o que si Caro aquello. Ya me he fijado cómo la mira en la iglesia. ¿Por qué no puedes ser como Caro Clairmont? -ahora la que imitaba era la voz de su marido, enronquecida por la cerveza. Imitaba incluso sus gestos, aquella manera de avanzar la barbilla, aquel pavoneo, aquella actitud agresiva-. A su lado eres una cerda. Ella tiene estilo, tiene clase. Y además, un hijo inteligente, que saca provecho de la escuela. ¿Y tú qué tienes? ¿Quieres decírmelo?

– ¡Joséphine!

Se ha vuelto hacia mí con expresión angustiada.

– Lo siento. Por un momento casi he olvidado donde…

– Lo sé.

Sentía que la indignación me hormigueaba en los dedos.

– Debe de pensar que soy una estúpida por continuar a su lado después de tantos años -tenía la voz apagada, los ojos ensombrecidos por el pesar.

– No, no lo pienso.

Finge que no ha oído la respuesta.

– Pues lo soy -declaró-. Soy estúpida y débil. No quiero a mi marido, no recuerdo haberlo querido nunca… pero cuando pienso en abandonarlo… -se interrumpió, presa de confusión-… lo que se dice dejarlo… -repite en voz baja, sumida en un mar de dudas-. No, es inútil -levanta los ojos para mirarme; su rostro era inescrutable, estaba cerrado-. Por eso no puedo volver a hablar con usted -termina con tranquila desesperación-, pero tampoco quiero que piense lo que no es… usted se merece algo mejor. Pero las cosas son así.

– No -le respondo-, no tienen por qué ser así.

– Son así -se defiende amargamente, desesperadamente, de la posibilidad de encontrar consuelo-. ¿No lo comprende? Yo soy mala. Robo. Aquella vez le mentí. Me dedico a robar. ¡Lo hago habitualmente!

– Sí, ya lo sé -le dije con voz suave.

La evidencia de la realidad se ha puesto a girar entre las dos como un adorno del árbol de Navidad.

– La situación puede mejorar -le digo finalmente-. Paul- Marie no es el amo del mundo.

– Igual podría serlo -replicó Joséphine con obstinación.

Sonreí. Si esta obstinación que dirige hacia adentro la dirigiera hacia afuera, ¡cuántas cosas conseguiría! Percibo sus pensamientos, los noto muy cerca, invitándome a abrirles paso. Sería tan fácil dirigirla… pero aparto con impaciencia la idea. No tengo ningún derecho a forzar sus decisiones.

– Antes no tenía usted a quien acudir -le digo-, ahora sí.

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