Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– No, no hace falta -le respondí con toda amabilidad-. Después de todo, se trata de un asunto que no me incumbe -me doy cuenta de que sus ojos se empequeñecían al registrar la pulla. Será beata, pero de tonta no tiene un pelo.

– Me refiero a que… -se esfuerza unos momentos en proseguir. De pronto me ha parecido ver brillar una chispa de humor en sus ojos, aunque es posible que sólo fueran imaginaciones mías-… a que mi madre no siempre sabe lo que le conviene -de nuevo volvía a ser dueña de la situación y su sonrisa estaba tan lacada como su cabello-. Esta tienda, por ejemplo.

La aliento a proseguir con un gesto.

– Mi madre es diabética -explicó Caroline-. El médico le ha dicho repetidas veces que evite el azúcar, pero ella hace oídos sordos. Se niega a someterse a tratamiento -echó una mirada de soslayo a su hijo con aire de triunfo-. ¿Le parece normal, madame Rocher? ¿Le parece una forma normal de comportarse? -al decir esto levanta la voz, que se ha vuelto chillona y petulante. Su hijo parecía vagamente azorado y no paraba de echar ojeadas al reloj.

– Maman, llegaré tarde -dijo con voz neutra y educada y, dirigiéndose a mí, añadió-: Perdone, madame, pero tengo que ir a la es-escuela.

– Mira, ahí tienes uno de mis pralinés especiales. Regalo de la casa -se lo di, envuelto en una espiral de celofán.

– Mi hijo no come chocolate -intervino Caroline con voz perentoria-. Es un niño hiperactivo. Una cuestión patológica. Él sabe que no le conviene.

Miré al niño y no me pareció ni de lejos hiperactivo ni patológico; más bien tuve la impresión de que estaba aburrido y de que era bastante tímido.

– Ella piensa mucho en ti -le dije-. Me refiero a tu abuela. Quizá podrías pasarte por aquí un día y saludarla. Es una clienta habitual de la casa.

Debajo del lacio flequillo de cabellos castaños sus ojos centellearon un momento.

– Quizá -dijo sin el menor entusiasmo.

– Mi hijo no anda tan sobrado de tiempo como para perderlo en las confiterías -dijo Caroline con cierta altivez-. Mi hijo es un niño comprensivo que sabe muy bien qué debe a sus padres -había cierta amenaza en sus palabras, algo así como un reflejo de la seguridad que sentía. Se dio la vuelta para pasar por delante de Luc, que ya estaba en la puerta balanceando la mochila.

– Luc -se lo he dicho en voz baja pero incitante.

Se volvió hacia mí de mala gana y, sin habérmelo propuesto, me encontré a su lado tratando de penetrar aquel rostro cortés e impenetrable, tratando de ir más allá…

– ¿Te gustó Rimbaud? -se lo he dije sin pensar, con la cabeza poblada de imágenes.

Por un momento el chico me miró con ojos de remordimiento.

– ¿Cómo?

– Rimbaud. Ella te regaló un libro de poemas de Rimbaud el día de tu cumpleaños, ¿no es verdad?

– Sss… sí -la voz era apenas audible.

Sus ojos, de una tonalidad gris verdosa intensa, se levantaron hasta los míos y capté un leve estremecimiento de la cabeza, como si se pusiera en guardia.

– Pero no los he leído -terminó levantando más la voz-. No soy… aficionado a la poesía.

Un libro con las esquinas dobladas, previsoramente escondido en el fondo de una cómoda. Un niño murmurando en voz baja, sólo para él y con especial orgullo, las fascinantes palabras. Ve, por favor, he dicho sin decirlo. Por favor, hazlo por Armande.

En sus ojos brilló una luz.

– Ahora me tengo que marchar.

Caroline esperaba, impaciente, en la puerta.

– Coge esto, por favor -le dije tendiéndole el minúsculo paquete: tres pralinés de chocolate metidos en un rollo de papel de plata.

El chico tiene sus secretos. He notado que pugnaba por escapar. Con destreza, saliendo de la línea de visión de su madre, cogió el paquete y sonrió. Más que oírlas, casi he imaginado las palabras que decía al alejarse:

– Dígale que iré -murmuró a media voz-. Dígale que el miércoles, el día que mamá va a la peluquería.

Y desapareció.

Hoy, cuando vino Armande, la puse al corriente de la visita de sus parientes. Con muchos movimientos de cabeza y mondándose de risa, escuchó la descripción que le hice de mi conversación con Caroline.

– ¡Ja, ja, ja! -repantigada en su sillón y con un tazón de mocha en esa delicada garra que es su mano, me pareció más que nunca una muñeca con cara de manzana-. ¡Pobre Caro! No le gusta que le refresquen la memoria, ¿verdad? -iba sorbiendo el líquido con delectación-. Pero ¿dónde quiere ir a parar? -preguntó, irritada-. ¡Mira que decirle a usted lo que tengo que hacer y lo que no tengo que hacer! ¿Que soy diabética? Eso querría el medicucho ese que creyéramos todos -refunfuñaba-. Bueno, de momento todavía sigo viva, ¿no es verdad? Yo me cuido, pero esto a ellos no les basta. Quieren meter las narices en todas partes -acompañó las palabras con unos movimientos de la cabeza-. ¡Pobre niño! Es tartamudo, ¿no se ha fijado?

Asentí.

– La culpa la tiene su madre -dijo Armande con desdén-. ¡Si por lo menos lo dejara en paz! Pero no, siempre corrigiéndolo, siempre queriéndolo conducir… y lo único que consigue es empeorar las cosas, quiere que piense que lo hace todo mal -profirió en tono de burla-. El chico no tiene nada incurable, si lo dejaran vivir a su aire -declaró de forma tajante-. Que lo dejen correr y no se preocupen de si se va a caer o no. Que lo dejen tranquilo. Que lo dejen respirar.

Le he respondido que era normal que una madre se mostrase protectora con sus hijos, pero Armande me lanzó una mirada sarcástica.

– ¿A eso le llama protección? -dijo-. Pues así protege el muérdago al manzano -se rió con sorna-. Yo antes tenía manzanos en mi jardín y el muérdago acabó con todos, uno tras otro. Una planta que es tan poca cosa, tan discreta ella, con esas bayas tan monas, una planta que por sí sola no tiene fuerza alguna. ¡Pero santo Dios! ¡Vaya planta invasora! -tomó otro sorbo-. Envenena lo que toca -hizo unos movimientos de asentimiento con la cabeza, como quien conoce el paño-. Así es mi Caro -concluyó-, así.

Después de comer volví a ver a Guillaume. No se paró a saludarme; me dijo simplemente que iba a recoger sus revistas. Guillaume es adicto a las revistas de cine, aunque no pisa nunca el local, y todas las semanas recibe un paquete de publicaciones sobre el tema: Vidéo, Ciné-Club, Télérama y Film Express. Es el único habitante del pueblo que tiene antena parabólica y en su casa, parcamente amueblada, tiene una gran pantalla de televisión y un aparato de vídeo Toshiba, grabador y reproductor, montado en la pared sobre una estantería atiborrada de cintas de vídeo. Me fijé en que volvía a llevar en brazos a Charly; el perro tenía los ojos empañados y un aire apático en brazos de su amo. Guillaume le acariciaba a cada momento la cabeza con aquel gesto suyo habitual de ternura que ahora tenía algo de irrevocable.

– ¿Cómo está? -le preguntó por fin.

– Tiene sus días buenos -respondió Guillaume-. Todavía tiene mucha vida.

Siguieron su camino, el hombrecito pulcro y aseado y, en sus brazos, agarrado con tanta fuerza como si le fuera la vida en ello, el perro pardo y triste.

Vi pasar por delante de la tienda a Joséphine Muscat, pero no se paró. Me disgustó que no entrase, porque tenía ganas de volver a charlar con ella. Se limitó a lanzarme una mirada de soslayo al pasar con las manos hundidas en los bolsillos. Observé que tenía el rostro abotargado y los ojos convertidos en una simple rendija, pensé que quizá los entrecerraba para protegerse de la lluvia insidiosa que estaba cayendo. Pero tenía los labios prietos como si estuvieran cerrados con cremallera. Llevaba atado a la cabeza un pañuelo grueso de color indefinido, ceñido como un vendaje. La llamé, pero no contestó y apretó el paso como huyendo de un inminente peligro.

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