Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Esta tarde he ido a visitar la casa flotante. Ya se le habían juntado otras dos, una roja y otra negra. No llovía y habían instalado una hilera de ropa tendida entre las dos embarcaciones recién llegadas; he visto ropa de niño colgada fláccidamente de la cuerda. En la cubierta de la embarcación negra un hombre sentado de espaldas a mí estaba ocupado en pescar. Llevaba la larga y roja cabellera atada con un trozo de tela y tenía tatuajes de henna a la altura de los hombros desnudos. Me he quedado mirando las barcas. Me maravillaba ser testigo de tanta miseria, esa pobreza desafiante. ¿Qué bien se procura esta gente? Este país es próspero. Somos una potencia europea. Seguro que tiene que haber trabajo para ellos, actividades útiles, viviendas decentes… ¿Por qué deciden, entonces, vivir de esta manera, hacer el vago, chapotear en la miseria? ¿Será posible que sean tan gandules? El pelirrojo que estaba sentado en la cubierta de la embarcación negra ha abierto los dedos a manera de signo protector contra mí y ha seguido pescando.

– No pueden quedarse aquí -le he gritado desde la orilla-. Esto es propiedad privada. Tienen que marcharse.

Oí sus risas y las burlas que salían del interior de las barcazas. Pese a que notaba un fuerte latido en las sienes, procuré conservar la calma.

– Podemos hablar -he insistido-. Soy sacerdote. Quizá podamos encontrar una solución.

En las puertas y ventanas de las tres barcazas asomaron varias caras. He visto cuatro niños, una mujer joven con un niño en brazos y tres o cuatro personas de edad, todos envueltos en esas ropas incoloras y grisáceas que los caracterizan y con esas caras de expresión aviesa y desconfiada. He visto cómo se volvían hacia el Pelirrojo, como si esperasen que les dijera lo que tenían que hacer. Me dirigí a él.

– ¡Eh, usted!

Adoptó una actitud de atención pero de irónica deferencia.

– ¿Por qué no se acerca y hablamos? Así podré explicarme mejor en lugar de tener que hablarle a gritos desde la orilla -le digo.

– Explíquese -me respondió. Hablaba con un acento marsellés tan marcado que a duras penas entendía sus palabras-. Yo le oigo muy bien.

Los que estaban en las demás barcazas se daban codazos y se reían. Esperé pacientemente a que se callaran.

– Esto es propiedad privada -repetí-. Siento decirles que aquí no se pueden quedar. Aquí viven otras personas -les indiqué las casas que bordean el río a lo largo de la Avenue des Marais. La verdad es que la mayor parte de estas casas actualmente están desocupadas, se encuentran muy deterioradas a causa de la humedad y del abandono, pero algunas todavía están habitadas.

El Pelirrojo me lanzó una mirada cargada de desdén.

– Estas barcas también están habitadas -me dijo señalando las embarcaciones.

– Lo comprendo, pero de todos modos… -él me interrumpió.

– No se preocupe, no vamos a quedarnos mucho tiempo -su tono era perentorio-. Necesitamos hacer reparaciones, recoger suministros. Y esto no lo podemos hacer en pleno campo. Vamos a quedarnos un par de semanas, quizá tres. Supongo que podrá soportarlo, ¿verdad?

– A lo mejor un pueblo más grande… -noto que su insolencia me saca de quicio, pero procuro conservar la calma-. Quizás una ciudad como Agen…

Me contestó muy seco:

– No, ese sitio no. Precisamente venimos de allí.

No me extraña. Sé que en Agen son muy duros con los vagabundos. Ojalá nosotros tuviéramos en Lansquenet un cuerpo de policía propio.

– Tengo el motor averiado. Llevo varios kilómetros perdiendo aceite. Tengo que hacer la reparación antes de seguir adelante.

Entonces me puse firme.

– No creo que encuentre aquí lo que busca -le dije.

– Cada uno que piense lo que quiera -respondió como dando la cuestión por zanjada, casi como si le divirtiera decirlo.

Una de las viejas soltó una risa cascada.

– Hasta los curas tienen derecho a pensar lo que quieran -comentó.

Más risas, pese a lo cual conservé la dignidad. Esa gente no se merece que sus palabras me ofendan.

Ya me había dado la vuelta dispuesto a marcharme cuando alguien me interpeló.

– ¡Vaya, vaya, M’sieur le curé! -la voz estaba detrás mismo de mí y, a mi pesar, retrocedí-. Nervioso, ¿verdad? -continuó en tono malévolo-. No es para menos. Aquí no está en su territorio, ¿verdad? ¿Qué misión tiene ahora? ¿Convertir a los paganos?

– Madame -pese a la insolencia, le dediqué un gesto de cortesía-, espero que se encuentre bien de salud.

– ¿Lo espera en serio? -dijo mientras en sus negros ojos chisporroteaba la risa-. Habría jurado que se moría de ganas de darme la extremaunción.

– En absoluto, madame -le respondí con fría dignidad.

– Pues me parece muy bien, porque esta oveja descarriada y vieja no piensa volver al redil -declaró-. O sea que usted tendría mucho trabajo. Recuerdo que su madre decía…

La corté con más brusquedad de la que era mi intención.

– Lamento no tener tiempo para charlar, madame. Esas personas… -hice un gesto en dirección a los gitanos del río-… esas personas deben resolver su situación antes de que el asunto se nos escape de las manos. Tengo que proteger los intereses de mi rebaño.

– ¡Qué cosas dice usted! -observó Armande hablando muy lentamente-. ¡Los intereses de su rebaño! Todavía me acuerdo de cuando usted era niño y jugaba a indios en Les Marauds. ¿Le enseñaron alguna otra cosa en la ciudad que no sean todos estos remilgos y a tanto darse importancia?

La miré fijamente. Es la única persona de Lansquenet que se regodea recordándome cosas que prefiero olvidar. Supongo que, cuando muera, esos recuerdos morirán con ella, lo que no deja de complacerme.

– Tal vez a usted no le importe ver que los vagabundos invaden Les Marauds -le dije con viveza-, pero hay algunas personas… entre ellas la hija de usted, que piensan que, como se les deje poner un pie en la puerta…

Armande tuvo un acceso de risa.

– Sí, claro, ella habla como usted -repuso-. Son esas tonterías que se oyen en el púlpito y demás estupideces nacionalistas. Yo no veo que esta gente nos haga ningún daño. ¿Por qué tenemos, pues, que emprender una cruzada y echarlos si, por otra parte, no tardarán en marcharse por propia voluntad?

Me encogí de hombros.

– Veo claramente que no entiende el asunto -la corté.

– Yo ya se lo he dicho a Roux, aquí presente -hizo un gesto vago con la mano en dirección al hombre de la barcaza negra-. Le he dicho que tanto él como sus amigos eran bienvenidos siempre que sólo se quedasen el tiempo necesario para reparar el motor y aprovisionarse de comida -me lanzó una mirada disimulada y triunfante-. O sea que no puede decir que se hayan propasado. Están aquí, delante de mi casa, y en lo que a mí toca estoy encantada.

Puso un énfasis especial en la última palabra, como si quisiera burlarse de mí.

– Y también con sus amigos cuando vengan -me dedicó otra de sus miradas insolentes-, todos sus amigos.

Bueno, habría debido esperármelo. Que lo haría aunque sólo fuera por despecho. Esa mujer disfruta con la notoriedad que esto le proporciona, sabiendo como sabe que el hecho de ser la habitante más vieja del barrio la autoriza a permitirse ciertas licencias. De nada serviría discutir con ella, mon père. Eso ya lo sabemos. Disfrutaría si nos peleásemos, de la misma manera que disfruta del contacto que tiene con esta gente, con sus historias, con sus vidas. No es extraño que ya sepa sus nombres. No voy a darle la satisfacción de tenerle que pedir las cosas por favor. No, tengo que enfocar el asunto de otra manera.

Gracias a Armande Voizin me he enterado de una cosa: vendrán más con seguridad. Tenemos que esperar para ver cuántos. Pero es lo que yo me temía. Hoy han llegado tres. ¿Cuántos vendrán mañana?

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