Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– ¿Por qué no va a verlo a su casa? -le pregunto llena de curiosidad-. ¿Por qué no sale con él, no habla con él, no se hacen amigos?

Armande ha hecho un gesto negativo con la cabeza.

– Caro y yo no nos tratamos -de pronto su voz se ha vuelto quejumbrosa; al desaparecer la sonrisa de su rostro, la había abandonado también aquella sensación ilusoria de juventud y de pronto me pareció horriblemente vieja-. Se avergüenza de mí. Sabe Dios qué le habrá contado al chico -hace unos movimientos disuasorios con la cabeza-. No, es demasiado tarde. Lo veo por la cara del chico… siempre tan educado él… y tan educadas también esas felicitaciones de Navidad que no quieren decir nada. Un chico con tan buenas maneras… -su sonrisa era amarga-… tan educado y con tan buenas maneras…

Se vuelve hacia mí, ahora con una sonrisa deslumbrante.

– Si por lo menos yo supiera lo que hace… -dice-… supiera qué lee, qué equipos apoya, quiénes son sus amigos, qué rendimiento tiene en la escuela. Si pudiera saber todo esto…

– ¿Qué?

– Ya sé que podría engañarme… -veo por espacio de un segundo que está al borde de las lágrimas. Después se calla, hace un esfuerzo, como si tratara de hacer acopio de voluntad-. ¿Sabe que me parece que me tomaría otro de esos chocolates especiales que usted prepara? ¿Me tomo otro? -lo dice como una baladronada, lo que ha provocado en mí una indecible admiración.

Me gustaba que, a pesar de la pena que sentía, todavía pudiera dárselas de rebelde y que, al apoyar los codos en el mostrador para sorber el chocolate, mostrara aquella especie de jactancia en sus movimientos.

– Sodoma y Gomorra sorbidas a través de una paja. Mmmmm. Es como si me acabara de morir y fuera directa al cielo. De todos modos, no me falta mucho.

– Si usted quisiera, yo podría encargarme de darle noticias de Luc y de transmitirle las de usted.

Armande considera esta posibilidad en silencio. Me doy cuenta de que me observa por debajo de los párpados. Y que está de acuerdo.

Por fin habla.

– A todos los jóvenes les gustan las golosinas, ¿verdad? -hablaba como sin dar importancia a lo que decía, pero yo asiento-. Y supongo que sus amigos vienen por la tienda, ¿no?

Le digo que no estaba demasiado segura de conocer a sus amigos, pero que la mayoría de los niños del pueblo entraban y salían regularmente de la tienda.

– Yo podría volver aquí -decide Armande-. Me gusta su chocolate, pese a que sus taburetes son terribles. Incluso podría convertirme en una cliente habitual.

– Aquí será siempre bienvenida -le digo.

Se produce otro silencio. He comprendido que Armande Voizin hace las cosas a su manera y cuando se le antoja, que se niega a que la presionen o le den consejos. Así pues, le dejo tiempo para pensar.

– Mire… ahí tiene.

Había tomado la decisión y no había vuelta de hoja. Con un gesto brioso, golpea el mostrador con un billete de cien francos.

– Pero yo…

– Si lo ve, déle una caja de lo que más le guste. Y no le diga que la he pagado yo.

Yo tomo el billete.

– Y no deje que su madre la sonsaque. Probablemente ya está al acecho, ya está propalando chismes con ese aire de superioridad que gasta. Hija única y tenía que convertirse en una de las Hermanas del Ejército de Salvación de Reynaud -se le fruncen los ojos en un gesto malicioso que forma unos curiosos hoyuelos en sus redondas mejillas-. Ya circulan algunos rumores sobre usted -dice-. Ya puede imaginárselos. Si se relaciona conmigo no hará más que empeorar las cosas.

Me echo a reír.

– Saldré del paso.

– Seguro que sí -me mira de pronto de manera abierta; el tono burlón había desaparecido de su voz-. Hay algo en usted… -murmura con voz suave-… algo que me resulta familiar. No creo que nos conociéramos ya el día que nos encontramos en Les Marauds, ¿verdad?

Lisboa, París, Florencia, Roma. ¡Tanta gente! ¡Tantísimas vidas que se entrecruzan con la nuestra, con las que coincidimos un momento fugaz, barrido por la enloquecedora trama de nuestro itinerario! Pero no creo que nos conociéramos.

– Y ese olor… esa especie de olor a quemado, ese rastro que deja el rayo diez segundos después de descargarse un día de verano. Ese perfume que dejan las tormentas de estío, los campos de trigo después de la lluvia -su rostro estaba arrobado, sus ojos parecían buscar los míos-. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que es lo que he dicho? ¿Verdad que usted es lo que es?

Otra vez aquella palabra.

Se echa a reír con aire divertido y me coge la mano. Su piel era fría, aquello no era carne, eran hojas. Me da la vuelta a la mano para examinarme la palma.

– ¡Lo sabía! -ha recorrido con el dedo la línea de la vida, la línea del corazón-. ¡Lo supe en cuanto la vi! -y, como hablando consigo misma, con la cabeza baja y con voz apenas audible, un simple hálito sobre mi mano, dice-: Lo sabía, lo sabía. Pero jamás hubiera imaginado encontrármela aquí, en este pueblo.

De pronto levanta los ojos y me dirige una mirada cargada de desconfianza.

– ¿Reynaud lo sabe?

– No estoy segura.

Le he dicho la verdad. Que no sabía de qué hablaba. Pero también yo podía olerlo: olor a vientos cambiantes, aquel aire de revelación. Un aroma lejano de fuego y ozono. El chirrido de mecanismos que han estado mucho tiempo ociosos, la máquina infernal de la sincronía. O quizá Joséphine tenía razón y Armande estaba loca. Después de todo, veía a Pantoufle.

– Que Reynaud no lo sepa -me ha dicho con un centelleo de sus ávidos ojos-. Ya sabe quién es, ¿verdad?

La he mirado fijamente. Debía de haber imaginado lo que me diría entonces. O tal vez nuestros sueños se habían tocado un momento en aquellas noches en que estábamos en fuga.

– «Es el Hombre Negro.»

Reynaud es como una carta mala. Una y otra vez. Risas en las bambalinas.

Mucho después de haber acostado a Anouk me pongo a leer las cartas de tarot de mi madre por primera vez desde su muerte. Las tengo guardadas en una caja de madera de sándalo y son suaves al tacto, impregnadas del perfume de su recuerdo. Las aparto de mí un momento sin decidirme a leerlas, turbada por la cascada de asociaciones que me trae su aroma: Nueva York, puestos de perritos calientes sobre los que aletea una nube de vapor, el Café de la Paix y sus camareros de inmaculado atuendo, una monja comiendo un helado fuera de la catedral de Notre-Dame, habitaciones de hoteles donde pasamos una noche, porteros desabridos, gendarmes suspicaces, turistas curiosos… Y por encima de todas estas cosas, ese algo innombrable, ese algo implacable de lo que huíamos.

Pero yo no soy mi madre. Yo no soy una fugitiva. Sin embargo, esa necesidad de ver y de saber es tan poderosa que me empuja a sacar las cartas de la caja donde las guardo y a desplegarlas, tal como ella hacía, a la vera de la cama. Echo una mirada atrás para comprobar que Anouk duerme. No querría que advirtiese mi inquietud. Las barajo, corto, barajo de nuevo, vuelvo a cortar hasta que me quedan cuatro cartas: Diez de espadas, muerte. Tres de espadas, muerte. Dos de espadas, muerte. El Carro, muerte.

El Ermitaño. La Torre. El Carro. Muerte.

Pero estas son las cartas de mi madre. No tienen nada que ver conmigo, me digo, pese a que me cuesta muy poco identificar al Ermitaño. Pero ¿y la Torre? ¿Y el Carro?

¿Y la Muerte?

La carta de la Muerte, me dice por dentro la voz de mi madre, no siempre pronostica la muerte física de la persona, sino que puede presagiar también la muerte de una forma de vida. Un cambio. Un giro del viento. ¿Será esto lo que significa?

No creo en las artes adivinatorias. Por lo menos no en la forma en que ella las practicaba, como una manera de rastrear los fortuitos caminos que vamos a recorrer. No como excusa de la inacción, una muleta cuando las cosas van de mal en peor, un intento de racionalizar el caos que llevamos dentro. Oigo ahora su voz; suena igual que entonces en el barco, la fuerza de mi madre transformada en pura cabezonería, su buen humor en aciaga desesperación.

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