Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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«¿Y Disneylandia? ¿A ti qué te parece? ¿Los cayos de Florida? ¿Y los Everglades? Nos queda tanto por ver en el Nuevo Mundo, tantas cosas en las que ni siquiera hemos soñado… ¿No crees que es esto? ¿No es esto lo que dicen las cartas?»

La Muerte estaba entonces en todas las cartas, la Muerte y el Hombre Negro, que ya habían empezado a ser una sola y misma cosa. Huíamos de él y él nos seguía, metido en una caja de madera de sándalo.

A manera de antídoto yo leía a Jung y a Hermann Hesse y así me instruía acerca del inconsciente colectivo. La adivinación es un procedimiento para decirnos lo que ya sabemos. Lo que tememos. Los demonios no existen, sólo hay un conjunto de arquetipos que todas las civilizaciones tienen en común. El miedo a la pérdida: la Muerte. El miedo al desalojo: la Torre. El miedo a la transitoriedad: el Carro.

Pero mi madre murió.

Dejo con ternura las cartas en su caja perfumada. Adiós, madre. Aquí termina nuestro viaje. Aquí es donde nos quedamos, dispuestas a hacer frente a lo que puedan depararnos los vientos. No volveré a leer las cartas.

13

Domingo, 23 de febrero

Bendígame, padre, porque he pecado. Sé que me oye, mon père, y no hay nadie más a quien quiera confesarme. Por supuesto que no me confesaría con el obispo, tan protegido en su remota diócesis de Burdeos. Y la iglesia me parece enormemente vacía. Me siento estúpido cuando me pongo al pie del altar y levanto los ojos para contemplar a Nuestro Señor sumido en su remordimiento y en su agonía -los dorados se han empañado con el humo de los cirios y las manchas oscuras le dan un aire taimado y de disimulo-, y la oración, que en otro tiempo fuera un consuelo tan grande, tal fuente de alegría, se ha transformado ahora en una carga, un grito al pie de una desolada montaña que en el momento más impensado podría desencadenar una avalancha sobre mí.

¿Es eso la duda, mon père? Ese silencio dentro de mí, esa incapacidad de rezar, de purificarme, de humillarme… ¿es culpa mía? Miro la iglesia, que es mi vida, e intento sentir amor por ella. Amar esas efigies con el amor que usted sentía por ellas: san Jerónimo con su nariz rota, la Virgen sonriente, Juana de Arco con su estandarte, san Francisco con sus palomas pintadas. Personalmente detesto los pájaros. Debo de cometer un pecado contra mi tocayo pero no lo puedo remediar. Esos graznidos que lanzan, toda esa porquería que dejan… en la misma puerta de la iglesia, las paredes encaladas recorridas por los regueros verdosos de sus excrementos. Y el alboroto que arman en el momento del sermón… Si enveneno a las ratas que infestan la sacristía y roen las vestiduras que allí se guardan, ¿por qué no puedo envenenar también a las palomas, que interfieren de esa forma en el cumplimiento de mis deberes? La verdad es que lo he intentado, mon père, aunque no sirve de nada. Quizá san Francisco las protege.

¡Si por lo menos mis méritos fueran mayores! Pero mi indignidad me desalienta, mi inteligencia -muy superior a la de mis feligreses- sólo me sirve para ver más claramente mi debilidad, lo endeble de la vasija que Dios ha elegido para que lo sirva. ¿Éste es mi destino? Yo había soñado cosas más grandes, sacrificios, el martirio y, en lugar de eso, malgasto el tiempo en angustias indignas de mí, indignas de usted.

Peco de mezquino, mon père. Por esto Dios guarda silencio en su casa. Lo sé, aunque no sepa curar al enfermo. He aumentado la austeridad de mis ayunos de cuaresma e incluso he optado por continuarlos cuando ya se permite una relajación de la disciplina. Hoy mismo, sin ir más lejos, he vertido en las hortensias la libación que me permito los domingos y he notado que se me elevaba el espíritu de forma evidente. A partir de ahora las únicas bebidas que acompañarán mis comidas serán el agua y el café y éste me lo tomaré solo y sin azúcar, para potenciar su sabor amargo. Hoy he comido una ensalada de zanahorias con aceitunas… raíces y bayas en tierras desiertas. La verdad es que se me va un poco la cabeza, pero no es una sensación desagradable. Siento un cierto remordimiento al pensar que hasta esa privación puede producirme placer, por lo que resuelvo ponerme a merced de la tentación. Me quedaré cinco minutos delante de la rôtisserie observando cómo se van asando los pollos ensartados en su espetón. Y si Arnauld me provoca, tanto mejor. Dicho sea de paso, tendría que cerrar en cuaresma.

En cuanto a Vianne Rocher… apenas he pensado en ella estos últimos días. Paso por delante de su tienda con la cabeza vuelta hacia el otro lado. Ha prosperado pese a la época y a la desaprobación de los elementos bienpensantes de Lansquenet, pero yo atribuyo el éxito a la novedad de la tienda. Con el tiempo declinará. ¿Cómo van a subvencionar nuestros feligreses una tienda como ésta, más propia de una gran ciudad, si a duras penas consiguen cubrir sus necesidades diarias más perentorias?

La Céleste Praline. Hasta el nombre parece un insulto premeditado. Pienso ir en autobús a Agen y presentar una queja en la agencia inmobiliaria. En primer lugar, no habrían debido autorizar a esa mujer a alquilar la tienda. Su situación estratégica es garantía de prosperidad, incita a la tentación. Habría que informar del asunto al obispo. Quizás él podría beneficiarse de una influencia que yo no tengo. Le escribiré hoy mismo.

A veces la veo por la calle. Lleva un impermeable amarillo con margaritas verdes, una prenda infantil salvo por la longitud, más bien indecente en una mujer adulta. Lleva la cabeza descubierta aunque llueva y los cabellos le relucen tan suavemente que parecen piel de foca. Y así que llega al toldo de su tienda se los escurre como si fueran de tela. Debajo del toldo siempre hay gente esperando, resguardándose de la lluvia interminable y observando el escaparate. Ahora ha puesto en la tienda un radiador eléctrico, lo bastante cerca del mostrador para caldear el ambiente pero no tanto que estropee la mercancía que vende; pero con los taburetes, las cloches de vidrio llenas de pasteles y tartas y las chocolateras de plata que tiene sobre las repisas, el sitio parece más un café que una tienda. Algunos días he visto a diez personas o más en el interior, algunas de pie, otras apoyadas en el mostrador de superficie almohadillada, enzarzadas en conversación. Los domingos y los miércoles por la tarde el olor de repostería inunda la humedad del aire mientras ella, asomada a la puerta, con los brazos enharinados hasta los codos, incita a entrar a los viandantes haciéndoles oportunas observaciones. Me sorprende que conozca a tantas personas por su nombre -yo tardé seis meses en conocer a todos mis feligreses- y parece que tenga siempre a flor de labios una pregunta o un comentario sobre sus vidas y sus problemas. Que si la artritis de Blaireau, que si el hijo soldado de Lambert, que si Narcisse y sus orquídeas galardonadas con premios. Incluso sabe cómo se llama el perro de Duplessis. ¡Es astuta! Es imposible no percatarse de su presencia. O reaccionas o pasas por grosero. Incluso yo debo sonreírle y saludarla con la cabeza aunque por dentro esté que eche chispas. Y su hija lleva el mismo camino que ella, siempre correteando como una loca por Les Marauds con una pandilla de chicos y chicas mayores que ella. La mayoría tienen ocho o nueve años y no digo que no la traten con afecto, es como si para ellos la niña fuera una hermanita más pequeña o una mascota. Siempre van juntos, corriendo, gritando, moviéndose de aquí para allá con los brazos abiertos como si fueran bombarderos que se disparasen entre sí, cantando y armando bulla. Jean Drou también se ha sumado a la panda, lo que despierta las preocupaciones de su madre. En una o dos ocasiones ha intentado prohibírselo, pero el chico está cada día más imposible y, si lo encierra en casa, incluso salta por la ventana. Pero a mí, mon père, me afectan preocupaciones más serias que las provocadas por el comportamiento levantisco de unos cuantos mocosos ingobernables. Hoy, al pasar por Les Marauds antes de la misa, he visto amarrada a un costado del Tannes una casa flotante del tipo que usted y yo conocemos tan bien. Se trata de un habitáculo verdaderamente miserable, pintado de verde pero muy descascarillado, con una pequeña chimenea que vomita unos humos negros y ponzoñosos y un tejadillo ondulado como esos de las chabolas de cartón que se ven en los bidonvillesde Marsella. Usted y yo sabemos de qué hablo. Y qué anuncia. En la franja de tierra húmeda que bordea la carretera ya asoman sus corolas los primeros dientes de león de la primavera. Cada año intentan lo mismo, remontan el río desde las ciudades o barrios de chabolas o, peor aún, desde lugares más lejanos, como Argelia o Marruecos. Buscan trabajo. Buscan un sitio donde instalarse y empezar a criar… Esta mañana he predicado un sermón contra ellos, pero sé que, pese a esto, algunos de mis feligreses -entre ellos Narcisse- los acogerán aunque sólo sea para desafiarme. Son vagabundos. No tienen ningún respeto a nadie ni tampoco disponen de valores morales. Son gitanos de río y no hacen más que propagar enfermedades, robar, engañar a la gente y hasta asesinar si se tercia. Como dejemos que se queden, arrumbarán todo lo que hemos conseguido, père. Incluso con la educación que nosotros impartimos. Y sus hijos corretearán con los nuestros hasta demoler todo cuanto hicimos por ellos. Les sacarán de la cabeza todo lo que les hemos inculcado. Les enseñarán a odiar y a faltar al respeto a la Iglesia. Harán de ellos unos vagos y unos irresponsables. Los convertirán en delincuentes y los iniciarán en los placeres de las drogas. ¿Se han olvidado ya de lo que ocurrió aquel verano? ¿Serán tan incautos que no vean que aquello puede repetirse?

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