Joanne Harris - Chocolat
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Al venir hacia aquí he pasado por casa de Clairmont. Él se encargará de propagar las noticias. Espero que se produzca alguna resistencia, aunque Armande sigue teniendo amigos y es posible que Narcisse necesite que ejerzan sobre él cierta labor de persuasión. Pero en términos generales espero cooperación. En este pueblo sigo siendo alguien. Mi buena opinión tiene cierto peso. También he visto a Muscat. Él ve a mucha gente en su café. Es el jefe del Comité de Residentes. Un hombre recto, pese a sus fallos, y un buen feligrés. Y si hiciera falta actuar con mano dura, por mucho que yo deplore la violencia, como no puede ser de otra manera por otra parte, no se sabe nunca qué hacer cuando uno tiene que habérselas con esta gente… Bueno, en cualquier caso estoy seguro de que podría contar con Muscat.
Armande lo llamó cruzada y su intención era insultarme, lo sé de sobra, pero aun así… siento como un arrebato de exaltación al pensar en este conflicto. ¿Será posible que esta sea la tarea para la que Dios me ha elegido?
Para eso vine a Lansquenet, mon père. Para luchar por mi gente. Para salvarlos de la tentación. Y cuando Vianne Rocher vea el poder de la Iglesia, la influencia que tengo sobre todas y cada una de las almas de esta comunidad, sabrá que ha perdido la partida. Cualesquiera que sean sus esperanzas, sus ambiciones, comprenderá que no puede quedarse. Que no puede luchar y esperar ganar.
Porque seré yo quien gane.
14
Lunes, 24 de febrero
Caroline Clairmont entró después de la misa. Iba acompañada de su hijo, que llevaba la mochila con los libros colgada de la espalda. Es un chico alto, pálido y de rostro impasible. Ella llevaba en la mano un fajo de tarjetas amarillas escritas a mano.
Los recibí con una sonrisa.
La tienda estaba prácticamente vacía. Eran las ocho y media y los habituales acostumbran a llegar alrededor de las nueve. Anouk estaba sentada delante del mostrador con un cuenco de leche a medio terminar y con un pain au chocolat. Echó una mirada interesada al chico, agitó el bollo en el aire con un gesto vago de saludo y volvió al desayuno.
– ¿Puedo servirla en algo?
Caroline echó un vistazo a su alrededor con una expresión en que la envidia se mezclaba con la desaprobación. El chico tenía la mirada fija al frente, pero me he dado cuenta de que sus ojos porfiaban por posarse en Anouk. Lo observaba todo con mirada educada pero hosca y, aunque tenía un brillo en los ojos, éstos eran inescrutables debajo del largo flequillo.
– Sí -me respondió con una voz que dejaba traslucir una falsa cordialidad y con una sonrisa dulce y fría como el hielo que tenía la particularidad de resultar particularmente irritante-. Estoy distribuyendo estas tarjetas -dijo mostrándome el taco que llevaba- y me he dicho que seguramente no le importará exponer una en su escaparate -me la muestra-. Todo el mundo se ha brindado -añadió como si bastara con esta frase para forzar mi decisión.
Estaban escritas en letras mayúsculas de palo con tinta negra sobre el fondo amarillo del papel:
PROHIBIDA LA ENTRADA A VENDEDORES AMBULANTES,
VAGABUNDOS Y MENDIGOS. R ESERVADO EL DERECHO
DE ADMISIÓN A CUALQUIER HORA
– ¿Y por qué he de poner el letrero? -le he dicho entre sorprendida y contrariada-. ¿Por qué tengo que impedir la entrada de nadie en mi establecimiento?
Caroline me dirigió una mirada en la que la conmiseración que yo le inspiraba se mezclaba con el desprecio.
– Claro, como usted es nueva en el pueblo, no está enterada -me responde con sonrisa almibarada-, pero en otros tiempos tuvimos problemas. De todos modos, se trata simplemente de una medida de prudencia. Dudo mucho que esa clase de gente le haga ninguna visita. Pero mejor asegurarse que tener que lamentarlo después, ¿no le parece?
Como yo seguía sin entender nada, le pregunté:
– ¿Por qué tendría que lamentarlo?
– Pues bueno, son gitanos. Son gente que vive en el río -había una nota de impaciencia en su voz-. Han vuelto y querrán hacer… -compuso una discreta y elegante moue de asco-… las cosas que tienen por costumbre hacer.
– ¿Y qué? -la insté a seguir.
– Pues que tendremos que demostrarles que no pensamos consentírselo -Caroline empezaba a ponerse nerviosa-. Nos pondremos de acuerdo en no servir a esa gente y haremos que vuelvan al sitio de donde han venido.
– ¡Ah! -me quedé pensando en lo que acababa de decir-. Pero ¿podemos negarnos a servirlos? -inquirí llena de curiosidad-. Si llevan el dinero y quieren gastárselo en lo que sea, ¿podemos negarnos?
– ¡Naturalmente que podemos! -exclamó, impaciente-. ¿Quién nos lo puede impedir?
Me quedé un momento pensativa y después le devolví la tarjeta amarilla. Caroline clavó sus ojos en mí.
– ¿No quiere? -la voz le subió una octava; en el proceso había perdido una buena parte de la entonación propia de una persona educada.
Me encogí de hombros.
– A mí me parece que si alguien se quiere gastar aquí su dinero, yo no soy quién para prohibírselo -le dije.
– Pero es que la comunidad… -insistió Caroline-. A buen seguro que usted no querrá que venga aquí gente de esa calaña… vagabundos, ladrones, árabes… ¡por el amor de Dios!
Un fogonazo de instantáneas guardadas en la memoria: porteros ceñudos de Nueva York, señoronas de París, turistas del Sacré-Coeur cámara en ristre, volviendo la vista para otro lado para no ver a aquella niña pordiosera con un vestido tan corto que dejaba al descubierto sus piernas larguiruchas… Pese a haberse criado en un ambiente rural, Caroline Clairmont sabe qué importancia tiene contar con la modiste adecuada. El discreto pañuelo que le rodea el cuello ostenta una etiqueta Hermès y el perfume que la envuelve es de Coco Chanel. Mi respuesta es más desagradable de lo que me había propuesto.
– Pues que la comunidad se ocupe de sus asuntos -le respondí con acritud-. No es cosa mía, ni de nadie, decidir cómo tiene que vivir esa gente.
Caroline me lanzó una mirada cargada de veneno.
– ¡Ah, muy bien, si usted piensa así…! -dijo con las cejas exageradamente levantadas y dirigiéndose hacia la puerta-… entonces no quiero apartarla de sus asuntos -puso especial énfasis en la última palabra y lanzó una mirada desdeñosa a los asientos vacíos-. Espero que no tenga que lamentar su decisión, no le digo más.
– ¿Por qué tendría que lamentarla?
Se encogió de hombros con aire petulante.
– Por si hay problemas o pasa algo -por el tono de voz me he dado cuenta de que la conversación había llegado a su punto final-. Esas personas provocan todo tipo de problemas, ¿no lo sabe? Drogas, violencia… -por la acritud de su sonrisa he comprendido que quería decirme que, en caso de que se produjeran los mencionados problemas, se alegraría de que yo fuera víctima de ellos. Su hijo me miró como si no entendiera nada. Y yo le dediqué una sonrisa.
– El otro día vi a tu abuela -he dicho al chico-. Me dijo muchas cosas de ti.
El chico se puso rojo como la grana y murmuró unas palabras ininteligibles.
Caroline se quedó muy tensa.
– Sí, ya me han dicho que estuvo aquí -dijo con una sonrisa forzada-. No debería seguirle la corriente a mi madre -añadió con fingida picardía-. Bastante mal está ya.
– A mí me ha parecido una persona encantadora -le repliqué con firmeza sin apartar los ojos del niño-, refrescante. Y muy lista.
– Teniendo en cuenta la edad, claro -comentó Caroline.
– Prescindiendo de la edad -dije yo.
– Supongo que es la impresión que produce en una persona que no la conoce -añadió Caroline con voz tensa-, pero a su familia… -me dirigió otra de sus sonrisas heladas-. No tiene la cabeza como en otros tiempos. Su visión de la realidad… -se interrumpió con un gesto nervioso-. Estoy segura de que no hace falta que se lo explique.
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