Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Me encogí de hombros y dejé que se alejara. Estas cosas exigen tiempo. A veces duran para siempre.

Más tarde, sin embargo, mientras Anouk estaba jugando en Les Marauds y yo había cerrado la tienda al final de la jornada, me encontré sin saber cómo caminando por la Avenue des Francs Bourgeois, en dirección al Café de la République, un establecimiento pequeño y sórdido con ventanas pringosas en las que aparece garrapateada la inamovible spécialité du jour y con un toldo zarrapastroso que no hace más que reducir la ya escasa luz interior. Dentro, un par de máquinas tragaperras ahora sumidas en silencio flanquean un grupo de mesas redondas a las que están sentados unos pocos clientes que hablan en tono desabrido de cuestiones sin importancia alguna delante de interminables demis y cafés-crème. Flota en el aire de la sala el olor dulzón y graso de la comida preparada en el microondas y un velo del humo untuoso de los cigarrillos, a pesar de que no he visto que nadie fumase. Detecté al momento, colocada en lugar estratégico junto a la puerta abierta, una de las tarjetas amarillas escritas a mano que repartía Caroline Clairmont. Más arriba, colgado de la pared, un crucifijo negro.

Eché una mirada al interior y, tras vacilar un momento, acabé por entrar.

Muscat estaba detrás de la barra. Vi al entrar que me recorría con los ojos. Casi imperceptiblemente, su mirada pasó de mis piernas a mis pechos y -¡flas, flas!- sus pupilas destellaron como las luces de una máquina tragaperras. Se llevó una mano al corazón flexionando su robusto brazo.

– ¿Qué quiere tomar?

– Café-cognac, por favor.

Me sirvió el café en una tacita pequeña de color marrón acompañada de dos terrones de azúcar envueltos en papel. Me lo llevé todo a una mesa situada junto a la ventana. Un par de viejos -uno con la Legión de Honor prendida en la ajada solapa- me lanzaron una mirada cargada de resquemores.

– Si quiere compañía… -me sugirió Muscat con una sonrisa afectada desde detrás de la barra-. La veo muy sola en esa mesa…

– No, gracias -le respondí con la mayor cortesía-. Pensé que podría ver a Joséphine. ¿Está aquí?

Muscat me miró de través, como si acabara de esfumarse por ensalmo su buen humor.

– ¡Ah, sí, claro! Su amiga íntima… -dijo con aspereza-. ¿La echa de menos quizá? Pues está arriba, tumbada en la cama con uno de sus dolores de cabeza -se puso a secar un vaso con particular ferocidad-. Se pasa la tarde de tienda en tienda y después, cuando llega la noche, tiene que tumbarse y me deja todo el trabajo a mí.

– ¿Se encuentra bien?

Me mira.

– ¡Claro que se encuentra bien! -responde con voz áspera-. ¿Cómo quiere que se encuentre? Si la condenada señora se dignase mover el culo de vez en cuando quizá conseguiríamos sacar el negocio a flote -hunde en el interior del vaso el puño envuelto en el trapo con que lo secaba y refunfuña como si se quejara por el esfuerzo.

– Lo que quiero decir… -añade con un gesto expresivo- es que no tiene más que ver cómo está todo -me mira como si fuera a añadir algo más, pero su mirada describe una trayectoria que termina más allá de donde yo me encontraba, en dirección a la puerta-. ¡Eh! ¿Es que no me oyen o qué? ¡Está cerrado! -he deducido que interpelaba a alguien situado fuera de mi campo de visión.

Oigo entonces una voz de hombre que decía algo incomprensible a modo de respuesta. Muscat hace una mueca con la que ha reflejado toda su hosquedad.

– ¿No saben leer, imbéciles? -indica detrás de la barra una tarjeta amarilla, hermana gemela de la que tiene en la puerta-. ¡Venga, a ver si os largáis de una vez!

Me he levantado para averiguar de qué se trataba. Junto a la entrada del bar había cinco personas, dos hombres y tres mujeres, que dudaban entre entrar o no. No conocía a ninguno de ellos, pero tenían ese aire exótico indefinible, con sus pantalones remendados, sus botas pesadas y sus deslucidas camisetas, que los delataba como forasteros. Conocía aquel aspecto. Era el que yo había tenido en otro tiempo. El que había hablado era pelirrojo y llevaba una banda verde atada en la frente para sujetarse el cabello. Su mirada era cautelosa, su tono de voz neutro.

– No vendemos nada -ha dicho a modo de justificación-. Sólo queremos tomar un par de cervezas y unos cafés. No vamos a molestar.

Muscat le mira con desprecio.

– He dicho que está cerrado.

Una de las mujeres, una muchacha delgada y gris con una ceja perforada, tira de la manga del pelirrojo.

– No insistas, Roux, mejor que…

– Un momento -dice Roux moviendo la cabeza con impaciencia-. No lo entiendo. La señora que estaba aquí hace un momento… su esposa… iba a…

– ¡Joder con mi esposa! -exclama Muscat con voz discordante-. Mi esposa no sabe dónde tiene el culo ni buscándoselo con las manos y una linterna. El nombre que hay en la puerta es el mío y lo que yo digo… es… ¡que está cerrado!

Sale de detrás de la barra y avanza tres pasos; con las manos en jarras, impide el paso a todo aquel que quisiera entrar. Parecía un pistolero gordo de un spaghetti-western. Vi el brillo amarillento de sus nudillos a la altura del cinturón, percibo su respiración sibilante. Tenía el rostro congestionado a causa de la rabia.

– De acuerdo -Roux, con su rostro inexpresivo, observó con mirada deliberadamente hostil a los escasos clientes diseminados por la sala-. ¡Está cerrado! -dirigió otra mirada en torno a la estancia, lo que hizo que nuestros ojos se encontraran-. Está cerrado para nosotros -comentó con voz tranquila.

– Veo que no es tan imbécil como parece -comenta Muscat con profunda satisfacción-. La última vez escarmentamos. ¡Ahora no vamos a esperar sentados a ver qué pasa!

– Muy bien -Roux dio media vuelta, mientras Muscat observaba cómo se alejaba con las piernas muy envaradas, como un perro que ventease una pelea.

Yo paso junto a Muscat sin decir palabra, dejando sobre la mesa el café a medio terminar. ¡No esperaría propina, digo yo!

Alcancé a los gitanos hacia la mitad de la Avenue des Francs Bourgeois. Había empezado a chispear de nuevo y los cinco tenían un aspecto sórdido y sucio. Desde allí se divisaban sus barcas amarradas en Les Marauds, una docena, dos docenas, toda una flotilla de embarcaciones verdes, amarillas, azules, blancas y rojas, algunas con los banderines ondeantes de la ropa tendida, otras pintadas con motivos de Las mil y una noches, alfombras mágicas y unicornios, que se reflejaban en las aguas verdes y opacas del río.

– Siento lo ocurrido -les dije-. Los habitantes de Lansquenet-sur-Tannes no son precisamente acogedores

Roux me lanza una ojeada neutra pero inquisitiva.

– Me llamo Vianne -le digo-. Soy la propietaria de la chocolaterie que está delante mismo de la iglesia, La Céleste Praline

– sigue mirándome como a la espera; me reconozco en aquella expresión suya, precavida e indiferente.

Habría querido decirles que yo también conocía aquella sensación de rabia y de humillación, que yo también la había sufrido, que no estaban solos. Pero también sabía de su orgullo, esa actitud desafiante e inútil que todavía subsiste cuando ya no queda nada más. Sin embargo, sabía que lo último que deseaban era compasión.

– ¿Por qué no pasan mañana por mi tienda? -les digo como sin dar importancia a mis propias palabras-. Cerveza no tengo, pero creo que mi café les gustará.

Me miró intensamente, como si sospechase que me burlaba de él.

– Vengan, se lo ruego -insisto-. Tomarán café y un trozo de tarta por cuenta de la casa. Vengan todos.

La chica delgada miró a sus compañeros y se encoge de hombros. Roux repitió el gesto.

– Quizá… -dijo en un tono que no comprometía a nada.

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