Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Sus ojos son de ese color indefinido y neblinoso que tiene el cielo de las ciudades cuando llueve. Cuando se ríe relucen con malicia. Anouk, que permanecía sentada y sumida en un silencio nada habitual en ella mientras él hablaba, respondió riéndose también.

– ¿Quiere desayunar? -dijo a Roux con su voz aflautada-. Tenemos pain au chocolat. También tenemos croissants, pero el pain au chocolat es mejor.

Roux movió negativamente la cabeza.

– No, creo que no. Gracias.

Puse un bollo en un plato y se lo coloqué delante.

– Invita la casa. Pruébelo, los hago yo.

Por lo visto, no podía decirle nada peor, porque vi que su expresión volvía a cerrarse y que aquella chispa de humor que había brillado un momento en su cara era sustituida por la inexpresividad que ya me es familiar.

– Puedo pagar -afirmó con actitud ligeramente desafiante-, llevo dinero.

Hurgó en los bolsillos del mono y sacó un puñado de monedas. Algunas rodaron sobre el mostrador.

– Quite eso de aquí -le dije.

– Ya le he dicho que puedo pagar -se empecina en repetir, con ojos llenos de furia-. No necesito…

Puse la mano sobre la suya. Noté una breve resistencia, pero después me miró a los ojos.

– Aquí nadie necesita hacer nada -le dije con voz suave, dándome cuenta de que había herido su orgullo con mi exhibición de amistad-. Simplemente le he invitado -la hostilidad persistía-. He hecho lo mismo con todos los del pueblo… -insistí-. Caro Clairmont, Guillaume Duplessis, incluso Paul-Marie Muscat, el que lo echó del café -permaneció un segundo en silencio, tratando de asimilar lo que le decía-. ¿Tan especial es usted que me rechaza lo que no me ha rechazado nadie?

Me pareció que se sentía avergonzado y le oí murmurar algo por lo bajo en su áspero dialecto. Pero en seguida se encontraron nuestros ojos y sonrió.

– Lo siento -dijo-, no lo había entendido bien -titubeó aún un momento antes de decidirse a comer el bollo-. De todos modos, acepto a condición de que la próxima vez permitan que las invite a las dos a mi casa -dijo de una tirada-, y, como se nieguen, me sentiré muy ofendido.

A partir de aquel momento demostró estar más a gusto y desapareció parte de la tirantez. Nos quedamos un rato hablando de cuestiones anodinas, aunque no tardamos en abordar otros temas. Así, me enteré de que llevaba seis años navegando por el río, primero solo y después con un grupo de compañeros. Había hecho de albañil en otro tiempo y todavía se ganaba algún dinero haciendo reparaciones, además de trabajar en el campo tanto en verano como en otoño. Deduje que ciertos problemas lo habían empujado a la vida itinerante, pero me guardé muy mucho de forzarlo a que me diera detalles.

Se marchó así que empezaron a llegar los primeros clientes habituales. Guillaume lo saludó cortésmente y Narcisse le hizo una leve inclinación de cabeza, pero no pude convencer a Roux de que se quedara a charlar con ellos. En lugar de ello, se embutió en la boca el resto del pain au chocolat y salió de la tienda con ese aire de insolencia y distanciamiento que se considera obligado a adoptar con los desconocidos.

Cuando llegó a la puerta, se volvió bruscamente.

– No olvide que está invitada -me dijo, como si se le hubiera ocurrido de pronto-. El sábado a las siete de la tarde. Y traiga a la niña desconocida.

Se fue sin darme tiempo a darle las gracias.

Guillaume se entretuvo más que de costumbre con el chocolate. Narcisse cedió su puesto a Georges y después entró Arnauld para comprar tres trufas de champán -como siempre, tres trufas de champán, y con cara de remordimiento-, mientras Guillaume seguía sentado en el mismo sitio de siempre con aire preocupado. Intenté varias veces sacarlo de su ensimismamiento, pero se limitó a responderme con mesurados monosílabos, como si tuviera la cabeza en otro sitio. Debajo de su asiento, Charly reposaba fláccido, e inmóvil.

– Ayer hablé con el curé Reynaud -dijo finalmente, de forma tan brusca que me ha sobresaltado-. Le pregunté qué debía hacer con Charly.

Lo miré con actitud interrogante.

– Cuesta mucho hacérselo entender -continuó Guillaume con su manera de hablar suave pero precisa-. Me considera una persona obstinada que se niega a escuchar al veterinario. Y lo que es peor, piensa que estoy chiflado. Claro, después de todo Charly no es un ser humano.

Hizo una pausa durante la cual me di cuenta de los esfuerzos que hacía para dominarse.

– ¿Tan mal está?

Ya conocía la respuesta cuando Guillaume me miró con ojos tristes.

– Eso creo -ha dicho.

– Ya comprendo.

Automáticamente se inclinó para rascarle la oreja a Charly. El perro movió el rabo de forma mecánica y a él se le escapó un suspiro.

– Es un perro bueno -la sonrisa de Guillaume era contenida y como desorientada-. No es que el curé Reynaud sea una mala persona. Estoy seguro de que no quiere ser cruel. Pero eso de decir que… decirlo de la manera que lo dijo…

– ¿Qué dijo?

Guillaume se encogió de hombros.

– Nada, sólo que era una tontería eso de llevar tantos años preocupándome por el perro. Dijo que no era asunto suyo, claro, pero que era ridículo mimar al animal como si fuera un ser humano y despilfarrar dinero sometiéndolo a tratamientos que no llevaban a ninguna parte.

Sentí una punzada de indignación.

– Pues lo encuentro una actitud despiadada.

Guillaume movió negativamente la cabeza.

– No, lo que pasa es que él no lo entiende -dijo otra vez-. Los animales no le importan. No tiene en cuenta que Charly y yo llevamos muchos años juntos.

Vi lágrimas en sus ojos; movió bruscamente la cabeza para ocultarlas.

– Ahora mismo me disponía a ir al veterinario, así que hubiera terminado esto -hacía más de veinte minutos que tenía el vaso vacío en el mostrador-. Pero no tiene por qué ser hoy, ¿verdad? -en su voz había una nota de desesperación-. Todavía está animado. Últimamente come mejor, me he dado cuenta. Nadie puede obligarme a dar un paso así -hablaba como un niño rebelde-. Cuando llegue el momento, seguro que lo sabré. Lo sabré.

Yo sabía que, por mucho que le hablase, no había nada que pudiera hacer que se sintiera mejor. Pese a ello, lo intenté. Me agaché para acariciar a Charly y noté la proximidad del hueso debajo de la piel al recorrerla con los dedos. Hay cosas que se pueden curar. Se me calentaron los dedos de tanto tantearlo suavemente tratando de averiguar cómo estaba… La protuberancia se había hecho más voluminosa. Sabía que no había esperanza.

– El perro es de usted, Guillaume -le he dicho-. Usted sabe mejor que nadie lo que debe hacer.

– Tiene razón -ha parecido como si de pronto lo hubiera visto claro-. El medicamento le alivia el dolor. Ahora ya no se queja por la noche.

Me acordé de mi madre en sus últimos meses de vida. Aquella lividez, aquella manera de fundírsele la carne revelando la delicada belleza de sus huesos desnudos, la piel desvaída… y los ojos brillantes y enfebrecidos -«¡Florida, cariño, el Gran Cañón…! ¡Quedan tantas cosas por ver!»-, aquellos gritos ahogados que profería por las noches.

– Pero llegará un momento en que tendrá que parar -dije-. Porque no sirve de nada. Uno busca justificaciones para esconderse, se marca objetivos a corto plazo para dejar pasar una semana más. Pero transcurre un tiempo y entonces lo que más duele es la falta de dignidad. Usted también se merece descansar.

Incinerada en Nueva York, sus cenizas esparcidas en el puerto. Resulta curioso que uno imagine siempre que se morirá en la cama, rodeado de las personas que más lo quieren. Con demasiada frecuencia, en cambio, el breve y desapacible encuentro, la repentina realidad, el pánico a cámara lenta te sigue con el sol, va detrás de ti como un péndulo ineluctable, por mucho que trates de huir.

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