Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– Si yo pudiera elegir, optaría por esto: la aguja indolora, la mano amiga. Mejor esto que morir en la soledad de la noche o bajo las ruedas de un coche en una calle donde nadie se vuelve a mirarte -me doy cuenta de que, sin proponérmelo, estaba hablando en voz alta-. Lo siento, Guillaume -dije al observar su mirada dolida-, estaba pensando en otra cosa.

– No tiene importancia -aceptó con voz tranquila, al tiempo que dejaba las monedas en el mostrador delante de él-. Ya me iba.

Y cogiendo el sombrero con una mano y a Charly con la otra, salió de la tienda, la espalda un poco más vencida de lo habitual, la figura insignificante y gris de un hombre que igual podría haber llevado en la mano una bolsa de comida, un impermeable viejo u otra cosa cualquiera.

17

Sábado, 1 de marzo

He estado observando su establecimiento. Veo que no he hecho otra cosa desde que llegó, vigilo sus idas y venidas, sus reuniones furtivas. La vigilo igual que cuando, siendo joven, vigilaba los nidos de avispas, con una mezcla de asco y fascinación. Al principio lo hacían de manera solapada, entraban en la tienda en las horas secretas del anochecer o a primera hora de la mañana. Se las daban de clientes corrientes y molientes. Que si una taza de café, que si un paquete de pasas rebozadas de chocolate para los niños… pero ahora ya se han dejado de comedias. Los gitanos entran en el establecimiento como si nada, al tiempo que dirigen miradas desafiantes a la persiana de mi ventana. Todos lo mismo: el pelirrojo de mirada insolente, la chica flaca, la de cabellos desteñidos y el árabe de cabeza rapada. Ella los llama por su nombre: Roux, Zézette, Blanche, Ahmed. Ayer, a eso de las diez, se paró en su puerta la furgoneta de Clairmont y descargó diferentes materiales de construcción: madera, pintura y alquitrán para el tejado. El que conducía la furgoneta dejó la mercancía en la puerta sin decir palabra. Ella le extendió un cheque. Después vi a sus amigos, muy sonrientes, que se cargaban a la espalda las cajas, las viguetas y los embalajes y se los llevaban, entre risas, a Les Marauds. Esto es una añagaza, una comedia y nada más que eso. Por la razón que sea, se ha empeñado en protegerlos. Por supuesto que, si actúa de esa manera, es para fastidiarme. Yo no puedo hacer otra cosa que mantener un silencio digno y rezar para que esa mujer no tarde en estrellarse. ¡Pero es que me pone las cosas muy difíciles! Bastante tengo con Armande Voizin, que carga en su cuenta la comida de esa gente. Cuando quise intervenir, ya era demasiado tarde. Ahora los gitanos del río tienen comida como mínimo para quince días. Se traen el suministro diario -pan, leche…- río arriba desde Agen. La sola idea de que puedan quedarse más tiempo me revuelve el estómago, pero ¿qué se puede hacer, père, si hay gente que hace buenas migas con ellos? Sé que usted no se apartaría de sus deberes, por ingratos que fueran. ¡Si por lo menos pudiera decirme qué debo hacer! Bastaría con una ligerísima presión de los dedos, un parpadeo apenas… cualquier cosa. Por mínimo que fuera el gesto, bastaría para comunicarme que estoy perdonado. ¿No? No se mueve. Sólo este tedioso ruido de la máquina que respira por usted, este sssss-paf que insufla aire en sus pulmones atrofiados. Sé que un día usted despertará, curado y purificado, y que mi nombre será la primera palabra que pronunciarán sus labios. Ya lo verá, yo creo en los milagros. Yo he pasado a través del fuego. Creo en los milagros.

Hoy he decidido hablar con ella. De una manera razonable, sin recriminaciones, como haría un padre con una hija. Estaba seguro de que se avendría a razones. Comenzamos con mal pie, ella y yo, pero a lo mejor podríamos empezar de nuevo. Mire usted, père, yo estaba dispuesto a ser generoso con ella. Dispuesto a mostrarme comprensivo pero, cuando me acercaba a su establecimiento, he visto a través del escaparate que el hombre ese, Roux, estaba dentro con ella; el tipo ese ha clavado sus ojos en mí y me ha dirigido una mirada burlona de desdén, la misma con que me miran los de su calaña. Tenía en la mano un vaso de no sé qué cosa, y tenía un aspecto tan peligroso y violento, con su mono sucio y esa cabellera suelta que lleva, que hasta he sentido una punzada de inquietud por la mujer. ¿Acaso no se da cuenta de los peligros que arrostra frecuentando la compañía de esa gente? ¿No teme por ella, por su hija? Ya iba a dar media vuelta cuando me llamó la atención un letrero del escaparate. Hice como que lo estaba estudiando pero me dedicaba a observarla a ella disimuladamente -a ella y a ellos- desde la calle. Ella llevaba un vestido de un color de vino tinto y el cabello suelto. Desde fuera me llegaban sus risas.

He vuelto a fijar los ojos en el cartel. Estaba escrito con una caligrafía infantil muy primitiva.

GRAN F ESTIVAL DEL C HOCOLATE

EN L A C ÉLESTE P RALINE

DOMINGO DE P ASCUA PRIMER DÍA

TODO EL MUNDO ESTÁ INVITADO

Lo leí de nuevo al tiempo que notaba que dentro de mí iba creciendo la indignación. En el interior de la tienda su voz dominaba el tintineo de vasos. Estaba tan enfrascada en la conversación que no advirtió mi presencia; se encontraba de espaldas a la puerta, con un pie más retirado, en una actitud parecida a la de una bailarina. Iba calzada con unas chinelas sin tacón y adornadas con lazos, no llevaba medias.

DOMINGO DE P ASCUA PRIMER DÍA

Ahora lo veía claro.

Su malicia, su condenada malicia. Seguramente había planeado este festival del chocolate desde el principio para hacerlo coincidir con una de las ceremonias más sagradas de la Iglesia. A buen seguro que no tenía otra cosa en la cabeza desde el día de carnaval. Todo para socavar mi autoridad, para burlarse de mis enseñanzas. Ella y sus amigos del río.

Demasiado furioso para irme, que habría sido lo que hubiera debido hacer, empujé la puerta y entré. El carillón, que sonó de manera burlona, fue el heraldo de mi entrada y ella se volvió sonriente hacia mí. Si en ese momento no hubiera contado con una prueba irrefutable de sus intenciones vengativas, habría podido jurar que aquella sonrisa era sincera.

– ¡Monsieur Reynaud! -exclamó.

El ambiente, dentro de la tienda, era cálido y estaba impregnado de un intenso aroma de chocolate. Nada que ver con aquel polvo aguado de chocolate que yo tomaba de niño, que tiene una intensidad que se te introduce en la garganta, como esos granos perfumados de los puestos de café que hay en el mercado, con una cierta fragancia de amaretto y de tiramisú, un olor a cosa tostada que te entra en la boca y te la hace agua. Sobre el mostrador tiene un recipiente de plata con el mejunje ese, que es de donde sale ese vapor. Recordé entonces que esta mañana no había desayunado.

– Mademoiselle… -le dije con voz que procuré que sonase autoritaria. La indignación me atenazaba la garganta y, en lugar de las palabras estentóreas que esperaba pronunciar, me salió poco más que un graznido, delator de la furia que me embargaba, como el grito de una rana educada-. Mademoiselle Rocher -me miró con aire interrogativo-, he visto el letrero.

– ¿Ah, sí? Gracias -me dijo-. ¿Quiere tomar algo con nosotros?

– ¡No!

Y como queriendo engatusarme, continuó:

– Mi chococcino es delicioso, si es que tiene la garganta delicada -añadió.

– ¡No tengo la garganta delicada!

– ¿Ah, no? -se expresaba con falsa solicitud-. Me había parecido que estaba algo ronco. ¿Un grand crème, entonces? ¿O un mocha?

Haciendo un gran esfuerzo, recuperé la compostura.

– No quiero que se moleste, gracias.

A su lado el pelirrojo soltó una risa por lo bajo y farfulló unas palabras en su repugnante patois. Me he fijado que tenía las manos manchadas de pintura, restos de color claro introducidos en las grietas de las palmas y nudillos. ¿Estará trabajando?, me he preguntado con desazón. Y de ser así, ¿para quién? Si esto fuera Marsella, la policía no tardaría en detenerlo por trabajar ilegalmente. Un registro de su embarcación aportaría las pruebas suficientes -drogas, objetos robados, pornografía, armas- para encerrarlo para siempre. Pero esto es Lansquenet y aquí, como no se trate de un acto de violencia grave, no hay forma de movilizar a la policía.

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