Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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La campana aminora su ritmo y continúa con su insistente tañido -¡dong! ¡dong!-, mientras la gente se cuela por las puertas abiertas. Vuelvo a sorprender a Reynaud -ahora con vestidura blanca, las manos entrelazadas y actitud solícita- dando la bienvenida a los que entran. Creo que ha vuelto a mirarme, un vistazo fugaz desde el otro lado de la plaza, un ligero envaramiento de la columna vertebral debajo de la casulla, pero no podría asegurarlo.

Me instalo ante el mostrador con una taza de chocolate en la mano, dispuesta a aguardar al final de la misa.

La ceremonia ha sido más larga que de costumbre. Supongo que a medida que vaya acercándose la Pascua las exigencias de Reynaud serán mayores. Han transcurrido más de noventa minutos antes de que salieran los primeros feligreses. Tenían un aire furtivo con su cabeza gacha, mientras el viento intentaba, insolente, arrebatar de las cabezas los pañuelos que las cubren y se mostraba repentinamente salaz metiéndose debajo de las faldas, inflándolas como globos y empujando a todo el rebaño a través de la plaza. Arnauld me ha dirigido una mirada de cordero al pasar por delante de la tienda: esta mañana nada de trufas de champán. Narcisse ha entrado como tiene por costumbre aunque, menos comunicativo, se ha sacado un periódico del interior de la chaqueta de tweed y se ha puesto a leerlo en silencio mientras bebía. Quince minutos más tarde la mitad de los miembros de la congregación seguían dentro, lo que me ha llevado a deducir que esperaban para confesarse. Me he servido más chocolate y he bebido. El domingo es un día que transcurre a ritmo lento. Será mejor mostrarse paciente.

De pronto vi que salía por la puerta entreabierta de la iglesia una figura con un abrigo a cuadros escoceses que me es muy familiar. Joséphine ha recorrido la plaza con la vista y, tras comprobar que estaba vacía, se acercó corriendo a la tienda. Al descubrir a Narcisse dentro, vaciló un momento antes de decidirse a entrar. Tenía los puños cerrados apretados contra la boca del estómago en un gesto protector.

– No me puedo quedar -ha dicho en seguida-. Paul se está confesando y no tengo más que dos minutos -había premura y nerviosismo en su voz y las palabras le salían apresuradas como una hilera de fichas de dominó que se derrumbaran una sobre otra-. Tiene que apartarse de aquella gente -me ha espetado-, de los vagabundos. Tiene que decirles que se vayan. ¡Avíselos! -los esfuerzos que hacía para hablar infundían un aire concentrado a su expresión. Abría y cerraba las manos.

La miré.

– Por favor, Joséphine. Siéntese, tome algo.

– ¡No puedo! -movió la cabeza con un gesto negativo exagerado. Los cabellos, que el viento había enmarañado, le cubrían la cara-. Le acabo de decir que no tengo tiempo. Haga lo que le he dicho, por favor -hablaba con esfuerzo, como si estuviera muy cansada, sin dejar de echar ojeadas a la puerta de la iglesia, parecía que tuviera miedo de que la vieran conmigo-. Ha hablado contra ellos en el sermón -me dijo, hablando rápidamente en voz baja-… y contra usted. Ha hablado de usted. Ha dicho cosas.

Me encojo de hombros con aire indiferente.

– ¿Y qué? ¿Eso qué importa?

Joséphine se llevó los puños a las sienes en un gesto de frustración.

– Tiene que advertirlos -repite-. Dígales que se vayan. Y avise también a Armande. Dígale que esta mañana él ha pronunciado su nombre. Y también el de usted. Y también dirá el mío si me ve aquí con usted y entonces Paul…

– No lo entiendo, Joséphine. ¿Qué puede hacer? ¿Y a mí qué me importa lo que haga?

– Pero usted avíselos, ¿lo hará? -lanzó otra mirada cautelosa a la iglesia, de la que ya iban saliendo algunas personas-. No me puedo quedar -añadió-, tengo que irme -se vuelve hacia la puerta.

– Espere, Joséphine.

Su cara, al volverse, tenía una expresión desesperada. Me doy cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.

– Siempre ocurre lo mismo -dijo con voz áspera y angustiada-. Cada vez que encuentro una amiga, ese hombre se las arregla para destruir la amistad. Ocurrirá lo de siempre. Pero entonces usted ya no estará, en cambio yo…

Doy un paso adelante con intención de retenerla. Joséphine se echa atrás con un torpe gesto de cautela.

– ¡No, no puedo! Sé que sus intenciones son buenas pero… es que no puedo -se recupera con esfuerzo-. Hágase cargo. Yo vivo aquí. Tengo que vivir aquí. Usted es libre, puede ir allí donde se le antoje, usted…

– Como usted -le replico con voz suave.

Entonces me mira y me toca apenas el hombro con las yemas de los dedos.

– Usted no lo entiende -dice sin resentimiento-. Usted es diferente. Por un momento me había hecho la ilusión de que yo también podía aprender a ser diferente.

Al volverse me he dado cuenta de que ya no estaba agitada, de que en su mirada había una abstracción distante, un estado casi de beatitud. Vuelve a hundir las manos en los bolsillos.

– Lo siento, Vianne -dice-. De veras que he hecho todo lo que he podido. Sé que usted no tiene la culpa de nada -los rasgos de su cara han vuelto a animarse fugazmente-. Avise a la gente del río -insiste-, dígales que se vayan. Ellos tampoco tienen la culpa de nada… lo que yo quiero es que nadie salga perjudicado -termina Joséphine en voz muy baja-. ¿Lo comprende?

Vuelvo a encogerme de hombros.

– Nadie saldrá perjudicado -le digo.

– Está bien -me dirige una sonrisa afligida y sincera-. Y no se preocupe por mí. Estoy bien, de veras -otra vez aquella sonrisa dolorida y forzada. Al cruzar la puerta y pasar junto a mí he tenido un vislumbre de alguna cosa que brillaba en sus manos y he visto que llevaba los bolsillos del abrigo llenos de bisutería. De sus dedos han salido lápices de labios, estuches de colorete, collares y anillos.

– Tome. Esto es para usted -habló con viveza, tendiéndome un puñado de tesoros robados-. No tiene importancia. Tengo muchas cosas más -y con una sonrisa capaz de desarmar a cualquiera desapareció dejándome en las manos cadenas, pendientes y otras baratijas de plástico de vivos colores que se han escurrido entre mis dedos y han acabado en el suelo.

Por la tarde cojo a Anouk y nos vamos de paseo hasta Les Marauds. El campamento de los forasteros itinerantes tiene un aire alegre bajo el sol, con la ropa tendida aleteando en las cuerdas que van de una barca a otra y los cristales y la pintura relucientes. Vi a Armande sentada en una mecedora en el jardín cubierto que tiene delante de su casa. Contemplaba el río. Roux y Ahmed estaban encaramados en el tejado de su casa, de inclinación muy pronunciada, ocupados en reparar las tejas de pizarra desprendidas. Observé que han repuesto las franjas y aleros carcomidos y los han repintado de un color amarillo intenso. Saludé con un gesto a los dos hombres y me senté junto a la pared del jardín, cerca de Armande, mientras Anouk huía corriendo hacia la orilla del río para reunirse con sus amigos de la noche anterior.

La anciana llevaba un sombrero de paja de ala ancha, debajo del cual se distinguía su rostro cansado y abotargado. Tenía sobre el regazo una labor de tapicería, abandonada con desgana. Me dirigió una escueta inclinación de cabeza pero no pronunció palabra. La mecedora, instalada en un sendero del jardín, se movía casi imperceptiblemente y emitía un crujido: tic, tic, tic, tic. Debajo de ella se acurrucaba el gato.

– Esta mañana ha venido a verme Caro. Supongo que debería sentirme honrada -dijo haciendo un movimiento de irritación.

Siguió meciéndose: tic, tic, tic, tic.

– ¿Quién se habrá figurado que es? -exclamó de pronto-. ¿María Antonieta? -se enfurruñó al tiempo que la mecedora iba acelerándose por momentos-. Está empeñada en decirme qué tengo que hacer y qué no tengo que hacer. Y en que me vea su médico… -Armande se interrumpe para clavar en mí su penetrante mirada de pájaro-. ¡Chismosa entrometida! Siempre ha sido así, ¿sabe usted? Siempre andaba contando cuentos a su padre -soltó una carcajada que sonó como un ladrido-. Bueno, en cualquier caso, esos aires no los ha sacado de mí. Eso se lo puedo asegurar. Yo nunca he necesitado a ningún médico ni a ningún cura para que me dijera qué tengo que pensar.

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