Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Armande avanzó la barbilla en actitud de desafío y empezó a columpiarse más aprisa aún que antes.

– ¿Ha venido también Luc? -le pregunté.

– No -ha dicho con un movimiento de la cabeza-. Está en Agen, participa en un torneo de ajedrez -la expresión concentrada se le suaviza ligeramente-. Ella no sabe que nos vimos el otro día -me confesó muy satisfecha-, ni lo sabrá -sonríe-. Es un chico estupendo ese nieto mío. Sabe tener quieta la lengua.

– Me han dicho que esta mañana, en la iglesia, han hablado de nosotras -le comenté-. Parece que frecuentamos la compañía de indeseables.

A Armande se le escapa una risotada.

– Lo que yo haga en mi casa es cosa mía -afirmó en tono tajante-. Así se lo dije a Reynaud y también, antes que a él, al Père Antoine. Lo que pasa es que esa gente no se da por enterada. Siempre removiendo la misma basura. Que si el espíritu de la comunidad, que si los valores tradicionales, siempre con el gastado tema de la moral.

– ¿O sea que no es la primera vez? -le he dicho llena de curiosidad.

– ¡Qué va a ser! -dice con un ampuloso movimiento de la cabeza-. Esto hace años que dura. Reynaud debía de tener la edad de Luc en aquellos tiempos. Por supuesto que desde entonces no han dejado de visitarnos los viajeros, aunque no se han quedado nunca. Por lo menos hasta ahora -levantó los ojos para contemplar su casa a medio pintar-. Quedará bien, ¿verdad? -comentó con aire de satisfacción-. Roux dice que terminará el trabajo esta noche -frunció el ceño de pronto-. Podría encargarle que me hiciera mil trabajos -declaró con voz irritada-. Es un buen hombre y sabe hacer bien las cosas. Georges no tiene ningún derecho a decirme lo que tengo que hacer. No tiene ningún derecho.

Vuelve a coger la labor de tapicería, pero la deja de nuevo sin dar un solo punto.

– Es que no consigo concentrarme -dice, enfadada-. Bastante tiene una con despertarse cada mañana cuando amanece por culpa de aquellas campanas para que encima lo primero que tenga que ver es la sonrisa simplona de Caro. «Cada día rezamos por ti, madre -imita sus gestos-. Queremos que sepas que nos preocupamos por ti.» Cuando lo que les preocupa de verdad es lo que dirán los vecinos. Es una vergüenza tener una madre como yo, alguien que no hace más que recordarte tus orígenes con su presencia.

Suelta una risita de satisfacción.

– Saben que, mientras yo viva, hay alguien que recuerda las cosas que han pasado -declara-, el lío en el que se metió con aquel chico. ¿Y quién pagó entonces? ¿Eh? Y en cuanto a él… ese Reynaud, ese hombre más blanco que el color blanco… -sus ojos brillan llenos de malicia-. Apuesto cualquier cosa a que soy la única persona viva que todavía recuerda aquel asunto. En todo caso, no se enteró mucha gente. De no haber tenido yo la boca cerrada, habría podido ser el mayor escándalo de la provincia -me lanzó una mirada llena de malicia-. Y no me mire de esa manera, niña, que todavía sé guardar un secreto. ¿Por qué cree que me deja en paz? ¡Con la de cosas que ese hombre podría hacer, si quisiera! De sobra lo sabe Caro, porque ella ya lo ha intentado -Armande lanza una risa ahogada-: je, je, je.

– Yo me figuraba que Reynaud no era de aquí -dije, movida por la curiosidad.

Armande movió negativamente la cabeza.

– No son muchos los que se acuerdan. Se marchó de Lansquenet cuando era muy joven. Fue lo mejor para todos -hizo una pausa momentánea y se quedó inmersa en los recuerdos-. Pero mejor que esta vez no intente nada. Ni contra Roux ni contra ninguno de sus compañeros -de su rostro desaparece todo rastro de humor y de pronto su voz me parece la de una vieja quejumbrosa y enferma-. Me gusta que estén aquí. Hacen que me sienta joven.

Sus manos pequeñas y hoscas manosean sin objeto la labor de tapicería que tenía en su regazo. El gato, al notar el movimiento, se desenrosca y, saliendo de debajo de la mecedora, salta a sus rodillas y se pone a ronronear. Armande le rasca la cabeza y él le roza la barbilla con gesto juguetón.

– Lariflete -dice Armande, y hasta pasado un momento no me doy cuenta de que aquél es el nombre del gato-. Hace diecinueve años que tengo este gato. Casi tiene mi edad, contando en el tiempo de los gatos -profiere unos sonidos, una especie de risitas ahogadas dedicadas al gato, que se ha puesto a ronronear más ruidosamente-. Parece que soy alérgica -ha dicho Armande-, que tengo asma o algo parecido, pero ya les tengo dicho que antes prefiero morir asfixiada que desprenderme de los gatos. Hay algunos seres humanos, en cambio, de los que me desprendería sin pensármelo ni un segundo.

Lariflete se ha puesto a desperezarse y a mover los bigotes perezosamente. He mirado en dirección al agua y he visto a Anouk jugando con dos niños del río, de negros cabellos, debajo del muelle. Por lo que he oído, me ha parecido que Anouk, la más pequeña de los tres, era quien dirigía las operaciones.

– Quédese a tomar café -me indica Armande-. Iba a prepararlo cuando usted ha llegado. También tengo limonada para Anouk.

Yo misma preparé el café en la curiosa cocina económica de hierro de la casa de Armande, con su techo bajo. Todo estaba muy limpio, pero la única ventana de la cocina da al río, lo que la ilumina con una luz verdosa que crea un ambiente submarino. De las oscuras vigas de madera desbastada cuelgan bolsitas de muselina que contienen hierbas secas. En las paredes encaladas hay peroles de cobre colgados de unos ganchos. La puerta de la cocina, al igual que las demás puertas de la casa, tiene un agujero en la base que permite a los gatos transitar libremente por toda la casa. Mientras hago el café en un puchero de estaño esmaltado otro gato me observa lleno de curiosidad desde una alta repisa. Me fijo en que la limonada no tiene azúcar y que en el azucarero tiene un sucedáneo. Después de todo parece que, pese a sus alardes, toma alguna precaución en relación con su salud.

– ¡Menudo mejunje! -comenta, aunque sin rencor mientras va tomándose el café a pequeños sorbos de una taza que está pintada a mano-. Dicen que se nota la diferencia, pero no es verdad -pone cara avinagrada-. Me lo trae Caro cuando viene. Me revuelve los armarios. Supongo que lo hace con buena intención. ¡No sé por qué soy tan papanatas!

Le comento que debería cuidarse.

Armande se ríe por lo bajo.

– Cuando se tiene mi edad -ha dicho- las cosas empiezan a desintegrarse. Cuando no es una cosa, es otra. Es ley de vida -tomó otro sorbo de café amargo-. Cuando Rimbaud tenía dieciséis años dijo que quería vivir con la máxima intensidad posible. Ahora que yo voy a cumplir los ochenta, comienzo a pensar que tenía razón.

Se ríe y me impresiona la juventud que he descubierto en su cara, un rasgo que tiene menos que ver con el color de la piel y la estructura de los huesos que con un brillo interior y de esperanza, esa expresión del que está empezando a descubrir qué ofrece la vida.

– Bueno, es evidente que ya no tiene edad para alistarse en la Legión Extranjera -le digo con una sonrisa-. Además, ¿no cree que Rimbaud se excedió en algunas cosas de su vida?

Armande me dirige una mirada pícara.

– En efecto -replicó-, y también yo tendría que cometer algunos excesos. De ahora en adelante pienso moderarme menos… ser más volandera. Pienso disfrutar de la música a todo volumen y de la poesía atrevida. En fin, que pienso… liarme la manta a la cabeza -declara con satisfacción.

Me echo a reír.

– ¡Qué absurda es usted! -le digo con fingida severidad-. No me extraña que tenga desesperada a su familia.

Pero aunque se ríe conmigo y sigue disfrutando del balanceo de la mecedora, lo que me impresiona no es su risa sino lo que he visto detrás, una especie de vertiginoso abandono, de desesperada alegría.

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