Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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– No me diga nada -me ha dicho con voz sibilante-. ¿Todavía no ha hecho bastante?

He conservado la dignidad y no me he dignado contestar por miedo a dejarme arrastrar a una sarta de improperios. Pero ella ha cambiado y se ha puesto más dura si cabe, y la expresión pacífica de su cara se ha visto desplazada por un odio implacable. Una conversa más que se ha pasado al bando enemigo.

¿Por qué no se dan cuenta, mon père?¿Por qué no ven lo que hace esta mujer con nosotros? Está destruyendo nuestro espíritu comunitario, nuestra voluntad de seguir adelante. Juega con lo peor y lo más débil que encierra el corazón humano. Se procura un afecto, una fidelidad que -¡Dios sea loado!- soy tan débil que yo anhelaría para mí. Preconiza un trasunto de buena voluntad, de tolerancia, de piedad para los pobres desamparados del río, mientras la corrupción sigue proliferando y enraizándose cada vez más. El demonio no se abre camino a través del mal sino a través de la debilidad, père. Usted lo sabe mejor que nadie. Sin la fuerza y la pureza de nuestras convicciones, ¿dónde estaríamos? ¿Hasta qué punto estamos seguros? ¿Cuánto tardará en afectar la epidemia incluso a la Iglesia? Hemos visto con qué rapidez se ha extendido la podredumbre. Pronto se harán campañas a favor de «los servicios no reconocidos, para abarcar sistemas de fe alternativos», se abolirá lo confesional como algo «innecesariamente punitivo», se celebrará el «yo interior» y, antes de que tengan tiempo de advertirlo, sus actitudes falsamente progresistas, falsamente liberales e inocuas ya habrán sentado sus reales de forma segura e irrevocable en ese camino tan bien intencionado que lleva directamente al infierno.

¿No lo encuentra irónico? No hace una semana siquiera que hasta yo me cuestioné mi propia fe. Me sentía demasiado absorto en mí para descubrir los signos. Me sentía demasiado débil para representar el papel que me corresponde. La Biblia, sin embargo, nos dice con absoluta claridad qué debemos hacer. El trigo y la cizaña no pueden crecer juntos. Todos los jardineros lo saben.

21

Miércoles, 5 de marzo

Luc ha venido otra vez a charlar con Armande. Ahora parece más seguro, aunque sigue tartamudeando, y se siente lo bastante relajado para hacer ocasionalmente alguna broma discreta, de la que él mismo se ríe con ligera sorpresa, como si el papel de humorista fuera algo nuevo para él. Armande estaba en excelente forma y había sustituido el sombrero de paja negra que llevaba la última vez por un pañuelo de moaré de seda. Tenía las mejillas sonrosadas como una manzana, aunque sospecho que esto, al igual que el insólito color encendido de sus labios, obedece más a artificio que a un especial estado de buen humor. Es curioso que en un período de tiempo tan breve ella y su nieto hayan descubierto que tienen más cosas en común de las que suponían. Liberados de la presencia inhibidora de Caro, parecen estar muy a gusto el uno en compañía del otro. Cuesta creer que hasta la semana pasada eran dos personas que apenas si se saludaban con una inclinación de cabeza. Ahora en ellos hay una intensidad, una mesura, como una sugestión de intimidad. Política, música, ajedrez, religión, rugby, poesía… arremeten con un tema y saltan de uno a otro, como los buenos catadores cuando se encuentran delante de un bufet bien provisto y no quieren perderse ningún manjar. Armande concentra en él toda su afabilidad, cuya intensidad tiene la potencia del láser, vulgar en ocasiones, erudita otras, simpática, gamine, solemne, prudente.

No cabe duda al respecto: esto se llama seducción.

Esta vez fue Armande quien le tuvo que advertir de la hora.

– Se está haciendo tarde, chico -le dijo bruscamente-. Es hora de volver a casa.

Luc se calló a media frase, curiosamente contrariado.

– No… no me había dado cuenta de que fuera tan tarde -se quedó en silencio un poco azorado, como si se resistiera a marcharse-. Sí, tengo que volver a casa -dijo sin ningún entusiasmo-. Como llegue tarde, mi ma-madre se pondrá hecha una fufuria. Seguro. Ya sabes có-cómo es.

Armande, prudente, se abstuvo de hacer peligrar la fidelidad del niño a su madre y redujo a un mínimo los comentarios negativos sobre ella. Ante aquella crítica implícita, se permitió sólo una de sus maliciosas sonrisas.

– Oye, Luc -le dijo-. ¿No tienes a veces ganas de rebelarte… aunque sólo sea un poquito? -y en los ojos de Armande parecía bailar una sonrisa-. A tu edad tendrías que rebelarte… dejarte el pelo largo y escuchar música rock, perseguir a las chicas, ese tipo de cosas. Si no lo haces ahora lo pagarás cuando llegues a los ochenta.

Luc negó con la cabeza.

– Es demasiado arriesgado -se limitó a decir-. Prefiero vivivir.

Armande se rió complacida.

– ¿Nos vemos la semana que viene, entonces? -esta vez fue Luc quien le rozó la mejilla con los labios-. ¿El mismo día?

– Sí, supongo que podré -sonrió Armande-. Mañana por la noche tengo una fiesta de inauguración -dijo de pronto-. Es para dar las gracias a todos los que han colaborado en la reparación del tejado. Tú también puedes venir, si quieres.

Luc se quedó dudando un momento.

– Siempre que Caro no se oponga, claro… -dejó la frase en suspenso y lo miró fijamente con los ojos brillantes y con un cierto desafío.

– Seguramente se me ocu-ocurrirá alguna excusa -dijo Luc, como si cobrara fuerzas ante la expresión complacida de Armande-. Puede ser di-divertido.

– ¡Claro que será divertido! -dijo Armande con viveza-. Vendrá todo el mundo. Salvo Reynaud, por supuesto, y sus fans bíblicas -y al decirlo dirigió a Luc una sonrisa taimada-, lo que en mi escala de valores no deja de ser una ventaja.

En la expresión de Luc apareció una sombra de remordimiento, pero se le escapó una sonrisa.

– Sus fans bí-bíblicas -repitió-. Mémée, esto tiene mu-mucha gracia.

– Yo siempre tengo gracia -le replicó Armande con aire de dignidad.

– Veré si pue-puedo.

Armande se disponía a apurar lo que estaba tomando y yo a cerrar la tienda cuando ha entrado Guillaume. Apenas lo había visto en toda la semana y he observado que estaba ojeroso y pálido y que, debajo del ala de su sombrero de fieltro, sus ojos se veían tristes. Siempre tan cumplido, nos ha saludado con la grave cortesía que le es habitual, pero me he dado cuenta de que estaba preocupado. La ropa le colgaba a plomo de los hombros vencidos, como si debajo de la ropa no hubiera cuerpo alguno. En sus rasgos contraídos destacaban sus ojos y su mirada angustiada. Parecía un monje capuchino. No lo acompañaba Charly, aunque me he fijado que llevaba la traílla del perro arrollada en torno a la muñeca. Anouk lo miraba llena de curiosidad desde la cocina.

– Sé que va a cerrar -me dijo Guillaume con voz cortante y precisa, como una de esas novias de guerra de alguna de sus películas británicas favoritas-. No la retendré mucho rato.

Le he servido media taza de mi chocolat espresso fuerte y le he puesto al lado un par de sus florentinas favoritas. Anouk, encaramada en un taburete, las miraba con envidia.

– No tengo prisa -le respondí.

– Ni yo -declaró Armande con esa forma de expresarse tan suya-, pero si lo prefiere me voy…

Guillaume ha movido negativamente la cabeza.

– No, ni hablar -y acompañó las palabras con una sonrisa discreta-. El asunto no tiene gran importancia.

He esperado a que se explicase, aunque ya sabía a medias lo que quería decirme. Guillaume cogió una florentina y la mordió como un autómata, poniendo la mano debajo para recoger las migajas.

– Acabo de enterrar a Charly -dijo con voz quebrada-. Debajo de un rosal en el pedazo de jardín de mi casa. A él le habría gustado el sitio.

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