Joanne Harris - Chocolat
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He asentido con un gesto.
– De eso estoy segura.
Podía oler ahora su pena, un aroma ácido de tierra y de moho. Tenía barro en las uñas de la mano que sostenía la florentina. Anouk lo observaba con aire solemne.
– ¡Pobre Charly! -ha dicho.
No parecía que Guillaume la hubiera oído.
– Últimamente tenía que llevarlo en brazos -continuó-. No podía andar y, cuando lo cogía, no paraba de quejarse. Anoche no paró un momento de lamentarse. Me he pasado toda la noche con él, pero sabía lo que pasaría -casi parecía pedir perdón por no saber articular con palabras aquel dolor tan complejo que sentía-. Sé que es una tontería, no era más que un perro, como dijo el curé. Es una estupidez armar tanto alboroto por algo tan insignificante.
– En absoluto -lo interrumpió Armande de pronto-. Un amigo es un amigo. Y Charly lo era, y de los buenos. No vaya a figurarse que Reynaud sea capaz de entenderlo.
Guillaume le dirigió una mirada agradecida.
– Es usted muy amable -se volvió hacia mí-. Y también usted, madame Rocher. Usted ya quiso prepararme la semana pasada, pero entonces yo no estaba para nada. Seguramente me figuraba que, si pasaba por alto todos los signos, conseguiría que Charly viviera indefinidamente.
Armande lo observaba con una extraña expresión en sus ojos negros.
– A veces la supervivencia es la peor alternativa -observó con voz suave.
Guillaume asintió.
– Habría debido solucionarlo antes -dijo-. Dejarle un poco de dignidad -y esbozó una sonrisa dolida y desnuda-. Así, por lo menos, nos habríamos ahorrado esa noche.
No he sabido qué decirle. No creo tampoco que necesitara que le dijera nada. Lo único que quería era hablar. He evitado, pues, las frases consabidas y no he dicho nada. Guillaume terminó su florentina y me dirigió otra de sus sonrisas lánguidas y desgarradoras.
– Es terrible -dijo-, pero tengo un apetito tremendo. Como si hiciera un mes que no como. Acabo de enterrar a mi perro y me comería… -se calló sumido en la confusión-. Pero siento que esto no está bien. Es como comer carne en Viernes Santo.
A Armande se le escapó una carcajada y puso una mano en el hombro de Guillaume. A su lado se veía muy sólida, muy capaz.
– Mire usted, véngase conmigo -le ordenó-. En casa tengo pan y rillettes y un camembert estupendo y listo para comer. Ah, oiga, Vianne… -se volvió hacia mí con gesto imperioso-. Me llevaré una caja de esas cosas de chocolate. ¿Cómo se llaman? ¿Florentinas? Una caja de las grandes.
Al menos eso sí que puedo dárselo. Un consuelo bien pequeño para un hombre que acaba de perder a su mejor amigo. Secretamente, con la yema del dedo, tracé un pequeño signo en la tapadera de la caja para darle suerte y protección.
Guillaume protestó, pero Armande lo interrumpió.
– ¡Paparruchas! -no había manera de contradecirla, su energía se comunicaba a aquel hombrecillo macilento a pesar de sí mismo-. ¿Qué hará, entonces? ¿Quedarse sentado en casa pensando en lo desgraciado que es? -movió la cabeza con energía-. ¡Ni hablar! Hace mucho tiempo que no invito a ningún caballero a mi casa. Y me gusta la idea. Además -añadió con aire reflexivo-, tengo que hablar con usted de una cosa.
Armande se salió con la suya. Se ha apuntado una victoria. Mientras envolvía la caja de florentinas y remataba el paquete con unas largas cintas de plata los miré a los dos. Guillaume ya había empezado a responder a su calor, confundido pero agradecido.
– Madame Voizin…
Ella responde con firmeza:
– Armande. Eso de madame me hace sentir muy vieja.
– Armande, pues.
Es una pequeña victoria.
– Y quítese esto también -con suavidad desenrolla la traílla del perro de la muñeca de Guillaume. Aunque le muestra una gran cordialidad, su actitud no es protectora-. No sirve de nada llevar lastre. No cambia nada.
Los observo mientras Armande conduce a Guillaume a través de la puerta. A medio camino, Armande se para y me hace un guiño. Súbitamente me siento inundada por una oleada de cariño que los envuelve a los dos.
Y después ya viene la noche.
Horas más tarde, en nuestras camas respectivas, mientras contemplo el lento rodar del cielo a través de la ventana de nuestra buhardilla, Anouk y yo seguimos despiertas. Anouk está muy solemne desde la visita de Guillaume y no da muestras de su exuberancia habitual. Ha dejado abierta la puerta entre nuestras dos habitaciones y yo espero, llena de miedo, la pregunta inevitable. Muchas veces hube de hacérmela en las noches que siguieron a la muerte de mi madre y no por ello conozco mejor la respuesta. Pero la pregunta no surge. En lugar de ello, cuando hace ya rato que la creo dormida, se me cuela en la cama y encierra su mano fría en la mía.
– ¿Maman? -sabe que estoy despierta-. Tú no te morirás, ¿verdad?
Suelto por lo bajo una risita en medio de la oscuridad.
– Esto es algo que nadie puede prometer -le digo suavemente.
– Pero tardarás mucho, ¿verdad? -insiste-. Tardarás años y años.
– Eso espero.
– ¡Ah! -mientras digiere la respuesta revuelve su cuerpo con delectación y lo encaja en la curva del mío-. Nosotros vivimos más que los perros, ¿verdad?
Le digo que sí. Otro silencio.
– ¿Dónde crees que está Charly ahora, maman?
Podría decirle mentiras, mentiras que le sirvieran de consuelo. Pero no puedo.
– No lo sé, Nanou. A mí me gusta pensar… que empezamos de nuevo. En un cuerpo nuevo que no es viejo ni está enfermo. O quizás en un pájaro o en un árbol. Pero en realidad no lo sabe nadie.
– ¡Oh! -la vocecita titubea-. ¿Los perros también?
– No veo por qué ha de ser diferente en su caso.
Es una fantasía que me gusta. A veces me dejo atrapar en ella, como una niña en sus propias invenciones, entonces veo el rostro de mi madre, vivo de nuevo, en el de mi pequeña desconocida… Y de pronto me suelta:
– Pues tenemos que buscar al perro de Guillaume. Podríamos empezar mañana. ¿No crees que a él le gustaría?
Intento explicarle que no es tan fácil como cree, pero ella está decidida.
– Podríamos ir a todas las granjas y preguntar si hay alguna perra que haya tenido cachorros. ¿Crees que reconoceríamos a Charly?
Suspiro. A estas alturas ya tendría que estar acostumbrada a este trayecto tortuoso. Su convencimiento me trae el recuerdo de mi madre con una fuerza tal que me siento al borde del llanto.
– No lo sé.
Y con fuerte empecinamiento continúa:
– Pantoufle lo reconocería.
– Ve a dormir, Anouk, mañana tienes que ir a la escuela.
– Él lo reconocería. Lo sé. Pantoufle lo ve todo.
– Ssssss.
Por fin la oigo respirar lentamente. Tiene la cara sumida en el sueño, vuelta hacia la ventana, y veo brillar la luz de las estrellas en sus pestañas húmedas. Si estuviera segura, sólo por ella… Pero no hay nada seguro. La magia en la que creía mi madre de una manera tan tácita tampoco sirvió para salvarla; todo lo que hicimos juntas podría explicarse atribuyéndolo al simple azar. Me digo que no hay nada más fácil: los naipes, los cirios, el incienso, los encantamientos no son otra cosa que un juego de niños para mantener alejada la oscuridad. Lo que más me hiere es que Anouk tenga una desilusión. Su rostro, mientras duerme, es sereno y confiado. Ya nos veo mañana metidas en la descabellada empresa de inspeccionar cachorros recién nacidos, y de mi corazón se levanta un clamor de protesta. No habría debido decirle lo que yo podría comprobar…
Con mucho cuidado para no despertarla, me deslizo fuera de la cama. Las tablas son lisas y frías debajo de mis pies desnudos. La puerta cruje un poco cuando la abro pero, pese a que murmura unas palabras en sueños, Anouk no se despierta. Me digo que tengo una responsabilidad. Sin querer, he hecho una promesa.
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