Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Sólo más tarde, ya muy entrada la noche, al despertarme de pronto bañado el cuerpo en sudor a causa de alguna pesadilla medio olvidada, he recordado dónde había visto anteriormente aquella expresión.

«¿Qué te parecería Florida, cariño? ¿Y los Everglades? ¿Y los cayos? ¿Qué te parecería Disneylandia, amor mío, o Nueva York o el Gran Cañón o Chinatown o Nuevo México o las Montañas Rocosas?»

Pero Armande no tiene ninguno de los miedos de mi madre, en ella no se dan aquellas sutiles evasiones ni aquellas luchas con la muerte; no se lanza a locas huidas a lo desconocido en alas de la fantasía. En Armande no hay más que el hambre, el deseo, la conciencia terrible del tiempo.

Me pregunto qué le habrá dicho realmente el médico por la mañana y hasta qué punto Armande lo habrá asimilado. Me quedo largo tiempo despierta haciendo conjeturas y, cuando por fin me duermo, sueño que Armande y yo paseamos juntas por Disneylandia con Reynaud y Caro cogidos de la mano como la Reina Roja y el Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas, con unos grandes guantes blancos de cartón. Caro llevaba una corona roja en su gigantesca cabeza y Armande un palillo con algodón de azúcar en cada mano.

Desde la distancia me llegaban los ruidos del tráfico de Nueva York, la algarabía de cláxones cada vez más próximos.

– ¡Oh, por favor, no se lo coma, es veneno! -graznaba Reynaud con voz estridente, pese a lo cual Armande seguía devorando vorazmente el algodón de azúcar que tenía en las dos manos, la cara reluciente y muy dueña de sí misma. Intento advertirle que se acerca el taxi, pero ella me mira y me dice con la voz de mi madre:

– La vida es un carnaval, chérie, cada año muere más gente al cruzar la calle. Es un dato estadístico -y continúa atracándose de aquella manera tan desenfrenada y terrible, mientras Reynaud se volvía hacia mí y me gritaba con una voz que la ausencia de resonancia hacía más amenazadora:

– Usted tiene la culpa, usted y su festival del chocolate, hasta que llegó usted todo funcionaba a las mil maravillas pero ahora se mueren todos, todos se MUEREN, MUEREN, MUEREN…

Tiendo las manos en un gesto protector.

– No es por culpa mía -digo con un hilo de voz-. La culpa es de usted, toda la culpa es suya, usted es el Hombre Negro, usted es… -y después he caído hacia atrás y he atravesado el espejo, mientras las cartas se esparcían en todas direcciones a mi alrededor: nueve de espadas, ¡MUERTE! Tres de espadas, ¡MUERTE! La torre, ¡MUERTE! El carro, ¡MUERTE!

Me he despertado gritando y he visto a Anouk de pie a mi lado, mirándome con rostro preocupado y turbado por el sueño y la angustia.

– Maman, ¿qué te pasa?

Me rodea el cuello con sus brazos cálidos. Huele a chocolate y a vainilla y a sueño tranquilo y sosegado.

– Nada. Un sueño. Nada.

Y entona un canturreo con su voz pequeña y suave y justo en ese momento tengo la desconcertante impresión de que el mundo se ha vuelto del revés, de que me he fundido en ella como un nautilo en su propia espiral, de que giro, giro y vuelvo a girar y siento su mano fresca en la frente, su boca sobre mis cabellos.

– ¡Fuera, fuera! -murmura ella como una autómata-. Espíritus del mal, fuera de aquí. Ya está, maman, todo fuera.

No tengo idea de dónde saca todas estas cosas. Mi madre solía decirlas, pero yo no recuerdo habérselas enseñado. Y sin embargo, las emplea como si de una vieja fórmula familiar se tratase. Me aferro a ella un momento, el amor que me inspira me paraliza.

– Todo irá bien, ¿verdad, Anouk?

– ¡Claro! -habla con voz clara y segura, igual que una persona mayor-. ¡Naturalmente que sí! -apoya la cabeza en mi hombro y se acurruca, soñolienta, en el hueco de mis brazos-. Yo también te quiero, maman.

Fuera, el alba no es más que un tenue rayo de luna que despunta en el horizonte. Abrazo con fuerza a mi hija mientras ella se desliza de nuevo en el sueño, y sus rizos me cosquillean en la cara. ¿Era esto lo que temía mi madre? Y mientras oigo cantar a los pájaros, tan sólo unos trinos aislados al principio y después todo un coro, me pregunto: ¿era de esto de lo que huía? No huía de su muerte, sino de millares de minúsculas intersecciones de su vida con las vidas de los demás, de conexiones rotas, de vínculos establecidos sin querer, de responsabilidades, ¿era de esto? Tantos años huyendo de amores, de amistades, de palabras fortuitas, pero capaces de modificar el curso de toda una vida.

Intento reconstruir el sueño, el rostro de Reynaud -su expresión perdida de desaliento: «hago tarde, hago tarde»-, huyendo también él de un destino inimaginable o abocándose a él y en el que yo no soy más que una parte inconsciente. Pero el sueño se ha fragmentado y los trozos se han desperdigado como naipes arrastrados por un vendaval. Me es difícil recordar si el Hombre Negro persigue o si le persiguen. Me es difícil saber incluso si es el Hombre Negro. Reaparece, en cambio, la cara del Conejo Blanco, como la de un niño asustado que va montado en una noria, desesperado por escapar.

– ¿Quién marca el cambio?

En medio de mi confusión me figuro por un momento que es la voz de otra persona; y entonces me doy cuenta de que soy yo, que he hablado en voz alta. Pero cuando vuelvo a deslizarme hacia el sueño estoy casi segura de oír la réplica de otra voz, una voz que suena un poco como la de Armande y otro poco como la de mi madre.

«Lo marcas tú, Vianne» -dice en voz muy baja-. Lo marcas tú.»

20

Martes, 4 de marzo

Los primeros verdores del maíz en primavera tiñen la tierra de una tonalidad más dulce que aquella a la que usted y yo estamos acostumbrados. Vista a distancia parece lujuriante, unos abejorros tempranos puntúan el aire sobre el oleaje de los tallos y prestan a los campos un aspecto somnoliento. Pero sabemos que en el término de dos meses el sol quemará los rastrojos, la tierra quedará desnuda y se agrietará, convertida en una corteza roja, casi vítrea, a través de la cual hasta los cardos se resisten a crecer. Un viento cálido barre lo que queda del campo, trayendo consigo sequía y, como una estela, una quietud hedionda propicia a la enfermedad. Me acuerdo del verano del setenta y cinco, mon père, aquel calor abrasador y el cielo cálido y blancuzco. Aquel verano tuvimos una plaga tras otra. Primero fueron los gitanos del río, reptando por la poca agua que quedaba con sus nauseabundas barracas flotantes, varados en los bajíos resecos de Les Marauds. Después la enfermedad, que se ensañó primero con sus animales y después con los nuestros, una especie de locura, los ojos, que se ponen en blanco, las débiles convulsiones de las patas, el abotagamiento del cuerpo pese a que se negaban a beber y, finalmente, sudores, tiritonas y la muerte en medio de bandadas de moscas negras y moradas. ¡Santo Dios!, el aire invadido de moscas, sazonado y dulzón como zumo de fruta podrida. ¿Lo recuerda? El aire era tan cálido que los animales salvajes, presa de la desesperación, abandonaban los resecos marjales para correr hacia el río. Zorros, turones, comadrejas, perros… muchos estaban rabiosos y dejaban su hábitat natural empujados por el hambre y la sequía. Nosotros les disparábamos al verlos avanzar vacilantes junto a la orilla del río, les disparábamos o los matábamos a pedradas. Los niños también apedreaban a los gitanos, pero ellos se sentían tan presos y desesperados como sus animales, y seguían viniendo. El aire se había vuelto azul debido a la gran cantidad de moscas y al hedor de todo lo que quemaban tratando de poner coto a la enfermedad. Los que sucumbieron primero fueron los caballos, a continuación siguieron las vacas, los bueyes, las cabras y los perros. Nosotros los mantuvimos a raya y nos negamos a venderles comida, a darles agua, les negamos medicamentos. Varados en los llanos del menguante Tannes, bebían cerveza embotellada y agua del río. Recuerdo que por la noche yo los espiaba desde Les Marauds, figuras silenciosas y encorvadas junto a las hogueras, y a través de las aguas oscuras llegaban hasta mí unos sollozos (¿una mujer, un niño?).

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