Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Anouk escapó a la carrera en dirección al fuego; oí a Zézette que la advertía con voz suave:

– Cuidado, cariño, no te vayas a quemar.

Blanche me tendió un cubilete de vino caliente y especiado que yo acepté con una sonrisa.

– A ver qué te parece.

La bebida era dulce pero fuerte, sabía a limón y a nuez moscada, aunque tan cargada que se agarraba a la garganta. Por vez primera después de muchas semanas la noche era clara y nuestro aliento dejaba dragones pálidos suspendidos en el aire quieto. Una niebla diáfana colgaba sobre el río, iluminada aquí y allá por las luces de las embarcaciones.

– Pantoufle también quiere -dijo Anouk, señalando el perol lleno de vino especiado.

Roux se sonrió.

– ¿Pantoufle?

– El conejito de Anouk -me apresuré a aclarar-. Su amigo… imaginario.

– Pues no sé si a Pantoufle le gustará -le dijo-. Quizá prefiera un zumo de manzana.

– Se lo preguntaré -propuso Anouk.

Roux allí me parecía otro, más natural, su figura recortada contra el fuego mientras vigilaba la cocción. Me acordé de los cangrejos de río, abiertos por la mitad y asados en las brasas, como las sardinas y el maíz dulce temprano, las patatas dulces, las manzanas caramelizadas envueltas en azúcar y fritas un momento en mantequilla, las gruesas tortas, la miel. Comimos con los dedos en platos de hojalata y bebimos sidra y más vino especiado. Algunos niños jugaban con Anouk a la orilla del río. Armande también se unió al grupo y la vi tender las manos al fogón para calentárselas.

– Si fuera más joven… -suspiró- no me importaría pasar todas las noches así -cogió una patata caliente del nido de brasas e hizo diestros juegos malabares con ella para enfriarla-. Esta es la vida con la que yo soñaba cuando era niña, una casa flotante, muchos amigos, fiestas todas las noches… -dirigió una mirada maliciosa a Roux-. Me parece que voy a escaparme contigo -declaró-. Los pelirrojos han sido siempre mi punto flaco. Puedo ser vieja pero aún te podría enseñar un par de cosas.

Roux esbozó una sonrisa. Esta noche no había en él ningún resto de cortedad. Estaba de buen humor, no se cansaba de llenar de vino y sidra los cubiletes, le satisfacía hacer de anfitrión. Coqueteaba con Armande, le dedicaba extravagantes cumplidos, la hacía mondarse de risa. Enseñó a Anouk a vadear el río cruzándolo por encima de las pasaderas. Y por fin nos enseñó su barcaza, muy cuidada y muy limpia, con su minúscula cocina, su zona destinada a almacén provista de un depósito de agua y de alimentos, la parte para dormir con su techo de plexiglás.

– Era una verdadera ruina cuando lo compré -nos explicó-. Pero lo arreglé y ahora es tan habitable como una casa de las que se levantan en el suelo -su sonrisa era un poco apesarada, como la del que confiesa una debilidad infantil-. ¡Tanto trabajo sólo para poder tumbarme en la cama por la noche y escuchar el rumor del agua y contemplar las estrellas!

Anouk se mostró exuberante en su aprobación.

– A mí esto me gusta -declaró Anouk-. ¡Me gusta muchísimo! No es verdad que sea un ester… un esterco… bueno, no sé qué palabra ha dicho la madre de Jeannot.

– ¿Un estercolero? -le preguntó Roux con voz amable.

Le miré y vi que se echaba a reír.

– No, la verdad es que no somos tan malos como nos pintan.

– ¡Yo no creo que seáis malos! -exclamó Anouk, muy enfadada.

Roux se encogió de hombros con aire indiferente.

Más tarde hubo música: una flauta, un violín y unos cuantos tambores, todo improvisado con diversos recipientes y cubos de basura. Anouk se sumó al conjunto con su trompeta de juguete y todos los niños bailaron de manera tan alocada y tan cerca de la orilla del río que hubo que obligarlos a apartarse a una distancia prudente de la misma. Eran las once pasadas cuando por fin nos retiramos y, aunque Anouk se caía de sueño, no dejó de protestar con todas sus fuerzas.

– ¡Está bien! -le dijo Roux-. Ven siempre que quieras.

Le di las gracias mientras cargaba a Anouk en brazos.

– De nada -contestó, aunque su sonrisa se truncó un momento cuando su mirada continuó su camino detrás de mí en dirección a la cumbre de la colina. Entre sus ojos se ha formado un leve surco.

– ¿Pasa algo?

– No estoy seguro, probablemente nada.

En Les Marauds hay pocas luces. La única iluminación procede del farol amarillo que cuelga fuera del Café de la République y que brilla de manera difusa en el estrecho camino empedrado. Más allá está la Rue des Francs Bourgeois, que va ensanchándose hasta desembocar en una avenida arbolada y profusamente iluminada. Se quedó observando un rato más, con los párpados fruncidos.

– Me ha parecido ver a una persona que bajaba por la colina, nada más. Debe de haber sido un reflejo de la luz. Ahora no veo a nadie.

Cogí a Anouk en brazos y me fui colina arriba. Detrás nos seguía la música suave del calíope que se levantaba de aquel carnaval flotante, Zézette bailaba en el embarcadero, su silueta recortada en el fuego moribundo mientras su sombra frenética brincaba debajo de su cuerpo. Al pasar por delante del Café de la République vi que la puerta estaba entornada pese a que estaban apagadas todas las luces. Oí cerrarse con sigilo una puerta en el interior del edificio, como si alguien estuviera al acecho. Pero quizá no fuera más que el viento.

19

Domingo, 2 de marzo

Marzo ha puesto final a la lluvia. Las nubes que pasan veloces se recortan contra el intenso azul del cielo, mientras el viento cortante que se ha levantado por la noche se arremolina en los rincones y golpea en las ventanas. Las campanas de la iglesia suenan alocadas como si también ellas participaran del repentino cambio atmosférico. La veleta gira incansablemente contra el cielo cambiante y su voz oxidada deja oír su chirrido estridente. Anouk canta una canción del viento mientras juega en su cuarto:

V’là bon vent, v’là l’joli vent

Vl’à l’bon vent, ma mie m’appel-le

V’là l’bon vent, v’là l’joli vent

Vl’à l’bon vent, ma mie m’attend.

Mi madre solía decir que el viento de marzo es un mal viento. Pese a ello, es agradable, huele a savia y a ozono y a la sal del mar distante. Un buen mes, el de marzo, cuando febrero desaparece por la puerta trasera y la primavera ya está esperando en la delantera. Un buen mes aunque sólo sea para variar.

Me quedo cinco minutos sola en la plaza, con los brazos extendidos, noto el viento en los cabellos. He olvidado la chaqueta, y la falda roja se me infla en torno al cuerpo. Soy una cometa, noto el viento, me elevo en un instante sobre el campanario de la iglesia, me elevo sobre mí misma. Por un momento me siento desorientada, contemplo la figura escarlata allá abajo en la plaza, tan pronto aquí como allí, y vuelvo a caer dentro de mí misma, sin aliento… Veo el rostro de Reynaud oteando desde un alto ventanal, sus ojos ensombrecidos por el resentimiento. Está pálido, la viva luz del sol tiñe apenas su piel. Se agarra con las manos al antepecho que tiene ante él y sus nudillos tienen la misma blancura pálida de su rostro.

El viento se me ha subido a la cabeza. Le envío un cordial saludo con la mano antes de volver a meterme en la tienda. Sé que lo tomará como un desafío, pero esta mañana no me importa. El viento ha barrido todos mis miedos. Agito la mano para saludar al Hombre Negro en su torre mientras el viento, juguetón, me tira de las faldas. Experimento una especie de delirio, una exaltación.

Parece como si esta nueva valentía que siento hubiera penetrado en los habitantes de Lansquenet. Los observo camino de la iglesia: los niños corren empujados por el viento con los brazos abiertos, como si fueran cometas, los perros ladran furiosos a nada, hasta los adultos corren con el rostro encendido y los ojos que el frío hace lagrimear. Caroline Clairmont lleva una chaqueta de primavera y un sombrero nuevos y lleva a su hijo agarrado del brazo. Luc me mira un momento y me sonríe ocultando la cara con la mano. Pasan Joséphine y Paul-Marie Muscat, los brazos enlazados como amantes aunque, debajo del sombrerito marrón, la cara de ella se tuerce en una mueca de desafío. Su marido me mira a través del cristal y aprieta el paso mientras sus labios se mueven. Veo a Guillaume, hoy sin Charly, aunque de una muñeca sigue colgándole la traílla de plástico de color detonante, una figura solitaria y extrañamente desconsolada sin su perro. Arnauld mira hacia donde estoy y hace una inclinación de cabeza. Narcisse se detiene a inspeccionar una maceta de geranios que tengo junto a la puerta, restriega una hoja entre sus dedos gruesos y olisquea la verde savia. Sé que, pese a su aspereza, es goloso y que vendrá más tarde para tomarse la mocha y las trufas de chocolate como acostumbra.

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