Joanne Harris - Chocolat

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El chocolate es algo más que un placer para los sentidos. Por eso para el párroco la llegada al pueblo de Vianne Rocher, una singular mujer que decide montar una chocolatería, no puede ser sino el primer paso para caer en la tentación y en el pecado. Y frente a él, la joven Vianne solo puede apelar a la alegría de vivir de las gentes.

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Lo vi al llegar a lo alto de la colina. Estaba sudoroso y me miró con sonrisa irónica. Tenía la cara roja por el esfuerzo y las gafas tiznadas. Llevaba las mangas de la camisa a cuadros remangadas por encima del codo y bajo el pálido resplandor del fuego su piel, roja y dura, parecía de cedro bruñido. No mostró sorpresa alguna ante mi presencia y se limitó a sonreír, una sonrisa desvaída y taimada, como la de un niño atrapado en falta por un padre indulgente. Pude darme cuenta de que olía fuertemente a petróleo.

– Buenas noches, mon père.

No me atreví a demostrarle que lo había reconocido, como si de hacerlo me hubiera visto obligado a admitir una responsabilidad de la que el silencio podía eximirme. En lugar de ello, bajé la cabeza como un conspirador reacio y seguí presuroso mi camino. Noté que Muscat, detrás de mí, me observaba, el rostro empapado en sudor y cargado de reflexiones, pero cuando decidí volverme, había desaparecido.

Una vela de la que gotease cera. Un cigarrillo lanzado por encima del agua que hubiese ido a parar a un montón de leña. Un farolillo cuya llama hubiera prendido en el papel y desparramado cenizas y fuego por la cubierta. La causa podía ser cualquier cosa.

Cualquier cosa.

23

Sábado, 8 de marzo

Esta mañana he vuelto a visitar a Armande. Estaba sentada en su mecedora en su salita de techo bajo y tenía uno de los gatos agazapado en su regazo. Desde el incendio de Les Marauds tiene un aire frágil pese a lo decidido y su cara redonda de manzana se ha ido deprimiendo lentamente, engulléndole los ojos y la boca en las arrugas. Lleva una bata gris de andar por casa y unas medias negras salpicadas de bultos. Los cabellos le cuelgan lacios, no se los ha trenzado.

– Ya habrá visto que se han ido -dice con voz monocorde, casi indiferente-. No hay una sola barcaza en el río.

– Lo sé.

Al bajar por la ladera de la colina que lleva hasta Les Marauds la ausencia de las barcas aún me resulta chocante, algo así como esa fea mancha de hierba amarillenta que queda allí donde antes se levantaba la carpa de un circo. Lo único que ha quedado es el casco de la embarcación de Roux, un esqueleto anegado y hundido varios palmos por debajo de la superficie, una mancha negra que se recorta contra el barro del río.

– Blanche y Zézette se han trasladado a poca distancia río abajo. Han dicho que volverían hoy para ver cómo iban las cosas.

Ha comenzado a arreglarse los largos cabellos de un gris amarillento y se ha hecho la trenza de costumbre. Tiene los dedos rígidos y torpes, parecen palos.

– ¿Y Roux? ¿Cómo está?

– Furioso.

No puede estar de otra manera. Sabe que el incendio no fue fortuito, sabe que no tiene ninguna prueba, sabe que aunque la tuviera no serviría de nada. Blanche y Zézette le han ofrecido un sitio en su casa flotante, pero la tienen atiborrada de cosas y él se ha negado a aceptar. Ha dicho que todavía tiene que terminar el tejado de la casa de Armande. Primero debe ocuparse de eso. No he vuelto a hablar con él desde la noche del incendio. Lo vi en una ocasión un momento junto a la orilla del río, quemando la basura que habían dejado los gitanos. Tenía un aspecto hosco e indiferente, los ojos enrojecidos por el humo, y se negó a responderme cuando le dirigí la palabra. Como se le chamuscó el cabello con el fuego, se lo ha rapado y ahora tiene la cabeza cubierta de cerdas y parece cerilla usada.

– ¿Y qué va a hacer ahora?

Armande se encoge de hombros.

– No lo sé. Creo que ha dormido en una de las casas abandonadas que hay en el camino. Anoche le dejé algo de comida en la puerta y esta mañana no estaba. Le ofrecí dinero, pero no lo quiso -tira, irritada, de la trenza a medio hacer-. ¡Es cabezota! ¿Qué voy a hacer con el dinero a mi edad? Podría darle una parte del que irá a parar al clan Clairmont. Sabiendo cómo son, lo más probable es que el dinero termine en el limosnero de Reynaud.

Suelta una risita burlona.

– ¡Testarudo como el que más! Pelirrojo tenía que ser, Dios nos libre de los pelirrojos. Ya puedes decirles lo que quieras, ellos… -mueve, malhumorada, la cabeza-. Ayer le dio una rabieta y no le he vuelto a ver el pelo.

Sonrío, aun en contra de mi voluntad.

– ¡Vaya par! -le digo-. No sé cuál es más testarudo.

Armande me lanza una mirada de indignación.

– ¿A mí me lo dice? -ha exclamado-. ¿Va a compararme con ese empecinado cabeza de zanahoria?

Me retracto entre carcajadas.

– Veré si lo localizo -le digo.

Aunque me he pasado una hora escudriñando las orillas del Tannes, no he encontrado ni rastro de Roux. Hasta los métodos de mi madre han sido inútiles para localizarlo. De todos modos, he descubierto dónde duerme: una casa abandonada no lejos de la de Armande, una de las menos ruinosas. Los muros están mojados debido a la humedad, pero el piso de arriba parece bastante seguro y algunas ventanas tienen cristales. Al pasar por delante me he dado cuenta de que la puerta había sido forzada y de que no hacía mucho tiempo que habían encendido la chimenea de la sala de estar. Otras señales de que estaba ocupada eran un rollo de lona embreada chamuscada pero salvada del incendio, un montón de leña y algunos muebles, seguramente desechados por sus antiguos ocupantes porque no los consideraron de valor. He llamado a Roux por su nombre, pero no ha habido respuesta.

Como tenía que abrir La Praline a las ocho y media he renunciado a la búsqueda. Que Roux se deje ver cuando quiera. Al llegar a la tienda, Guillaume estaba esperando en la puerta pese a no estar cerrada con llave.

– Podía esperarme dentro -le he dicho.

– Oh, no -respondió él con cómica seriedad-. No quiero tomarme esas libertades.

– Hay que vivir peligrosamente -le aconsejé riendo-. Ande, entre y pruebe mis nuevas religieuses.

Desde la muerte de Charly sigue pareciéndome más pequeño, como si se hubiera encogido, y me parece que su cara vieja y joven a la vez se muestra traviesa y compungida a un tiempo. Sin embargo, conserva su buen humor, una cualidad en la que se mezcla la nostalgia con la ironía y que le impide sucumbir a la autocompasión. Esta mañana no ha hecho más que hablar de lo que les había ocurrido a los gitanos del río.

– El curé Reynaud ni siquiera ha mencionado el suceso esta mañana en la misa -declaró sirviéndose de la chocolatera de plata-. Ni ayer ni hoy. No ha dicho ni palabra.

Yo tuve que admitir que, dado el interés que siente Reynaud por la comunidad itinerante, aquel silencio era de lo más insólito.

– A lo mejor sabe algo que no puede decir -apuntó Guillaume-. Ya entiende a lo que me refiero, el secreto de confesión.

Me dice que ha visto a Roux hablando con Narcisse en la puerta del vivero. A lo mejor quiere ofrecer trabajo a Roux. ¡Ojalá!

– A veces contrata a trabajadores eventuales, ¿sabe usted? -me explica Guillaume-. Es viudo y no tiene hijos. No tiene a nadie que le lleve la granja, sólo le queda un sobrino que está en Marsella. Por eso, en verano, cuando tiene mucho trabajo, contrata a quien sea. Con tal de que sean personas de fiar, le importa poco que vayan o no a la iglesia -Guillaume sonríe ligeramente, como siempre que está a punto de decir una cosa que considera osada-. A veces me digo si, hablando en sentido estricto, Narcisse no será mejor cristiano que yo o que Georges Clairmont… o incluso que el curé Reynaud -seguidamente toma un sorbo de chocolate-. Él da trabajo a los que están necesitados. Deja acampar a los gitanos en sus terrenos. Todo el mundo sabe que estuvo todos esos años acostándose con la criada y que no se molesta en ir a la iglesia a no ser para ver a sus clientes, pero no se puede negar que ayuda a la gente.

Saco la fuente de religieuses y le pongo una en el plato.

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