Joanne Harris - Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre.
Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años.
Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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El hedor a humo se hacía cada vez más fuerte. Enfrente de la casa algo se cayó con un ruido seco y sentí una suave bofetada de calor llegar hasta mí a través del campo. Alguien -creo que fue Reine- gritaba ahogadamente.

La muchedumbre era una cosa informe, toda odio. Su sombra se extendía hasta los frambuesos y más allá. Detrás, apenas llegué a tiempo de ver el lejano tejado de la casa desmoronarse en una rociada de fuegos artificiales. Una chimenea purpúrea de aire hipercalentado se elevó al cielo, lanzando espuma y petardos, graznando en el cielo gris como un géiser de llamas.

Una figura rompió de la multitud informe y corrió a través del campo. Reconocí a Cassis. Hizo una carrera hacia el maizal, creo que se dirigía al puesto de vigilancia. Un par de personas empezaron a seguirlo pero la granja en llamas tenía a la mayoría hipnotizada. Además, era a madre a quien querían. Podía distinguir sus palabras entre las gargantas gemelas de la multitud y el fuego. Gritaba nuestros nombres.

– ¡Cassis! ¡Reine-Claude! ¡Boise!

Me puse en pie detrás de los frambuesos, lista para echar a correr si alguien se acercaba. Poniéndome de puntillas pude vislumbrarla un instante. Parecía algo salido de un cuento de pescadores, cogida por todas partes pero agitándose furiosamente, con el rostro encarnado y ennegrecido por el fuego, la sangre y el humo, un monstruo de las profundidades. También acerté a ver otras caras: Francine Crespin, su cara de santa con los ojos de cordero distorsionada en un grito de odio, el viejo Guilherm Ramondin como un ser de ultratumba. Ahora había miedo en el odio, el tipo de miedo supersticioso que sólo puede curarse mediante la destrucción y el asesinato. Les había costado algún tiempo prepararse, pero el tiempo de matar había llegado. Vi a Reinette escabullirse por uno de los flancos de la multitud hacia el maizal. Nadie intentó detenerla. Para entonces, a la mayoría les hubiera costado reconocer quién era, cegados como estaban por el ansia de sangre.

Madre cayó. Me imagino una mano alzada sobre los rostros crispados. Fue como algo sacado de los libros de Cassis: La plaga de los Zombis o El valle de los caníbales. Lo único que faltaba eran los tambores de la jungla. Pero la peor parte del horror era que conocía aquellos rostros que vislumbraba brevemente, gracias a Dios, en la oscuridad refulgente. Aquel era el padre de Paul. Aquella era Jeannette Crespin, que casi había sido la Reina de la Cosecha, apenas dieciséis años y con el rostro manchado de sangre. Incluso el padre Froment estaba ahí… aunque resultaba imposible discernir si estaba intentando poner orden o contribuir al caos. Palos y puños martilleaban la cabeza y la espalda de mi madre, ella enroscada en sí misma como un puño cerrado, como una mujer con un bebé en sus brazos, gritando aún desafíos, aunque apagados ahora por el peso caliente de la carne y el odio.

Entonces sonó el disparo.

Todos lo oímos, incluso, por encima del ruido; el graznido de un arma de grueso calibre, una escopeta de dos cañones quizá, o uno de los revólveres antiguos que se guardaban aún en los áticos de las granjas o debajo de las tablas del suelo en los pueblos de toda Francia. Fue un disparo a lo loco -aunque Guilherm Ramondin sintió que le chamuscaba la mejilla e inmediatamente vació su vejiga por el terror- y las cabezas se volvieron curiosas para ver de dónde procedía. Nadie lo sabía. Debajo de las manos, súbitamente paralizadas, mi madre empezó a arrastrarse, sangrando por una docena de lugares; le habían tirado tanto del pelo que tenía el cuero cabelludo con rodales totalmente pelados, le habían clavado un palo afilado a través de la mano, de forma que los dedos habían quedado irremediablemente extendidos.

El ruido del fuego -bíblico, apocalíptico- era ahora el único sonido. La gente aguardaba, recordando quizás el ruido del pelotón de ejecución frente a Saint Jêrome, temblando tal vez por sus propias intenciones sangrientas. Una voz llegó (desde el campo de maíz, tal vez, o desde la casa incendiada, o incluso desde el mismísimo cielo), una voz masculina, retumbante y autoritaria, imposible de pasar por alto o desobedecer.

– ¡Dejadlos!

Mi madre seguía arrastrándose. La multitud incómoda se abrió en dos para dejarla pasar como el trigo con el viento.

– ¡Dejadlos! ¡Volved a casa!

La voz sonaba algo familiar, dijo la gente más tarde. Había una inflexión que reconocían pero que no podían identificar del todo. Alguien gritó presa de la histeria:

– ¡Es Philippe Hourias! -Pero Philippe estaba muerto.

Un escalofrío recorrió a la gente. Mi madre alcanzó el campo abierto, poniéndose en pie desafiante. Alguien se adelantó para detenerla y luego se lo pensó mejor. El padre Froment baló algo débil y bienintencionado. Un par de gritos airados vacilaron y se extinguieron en el silencio supersticioso. Cautelosamente, con insolencia, sin desviar el rostro de su mirada colectiva empecé a avanzar hacia mi madre. Me sentía arder la cara por el calor y mis ojos reflejaban la luz de las llamas. La tomé de la mano sana.

La amplia extensión del campo de maíz de Hourias se abría ante nosotras. Nos adentramos en ella sin una palabra. Nadie nos siguió.

Capítulo 21

Fui a casa de Tante Juliette con Reinette y Cassis. Madre siguió allí una semana, luego se marchó, quizá por culpabilidad o por miedo, ostensiblemente por su propia salud. Sólo volvimos a verla algunas veces después de aquello. Nos enteramos de que se había cambiado de nombre, adoptando de nuevo su apellido de soltera y se había trasladado a Bretaña. Los detalles posteriores eran vagos. Oí que se ganaba la vida en una panadería, haciendo algunas de sus viejas especialidades. La cocina siempre fue su primer amor. Nos quedamos con Tante Juliette, y nos independizamos tan pronto como pudimos: Reine intentó abrirse camino en el cine, por lo que había suspirado tanto tiempo, Cassis se escapó a París y yo a un matrimonio aburrido pero cómodo. Nos llegaron rumores de que la granja en Les Laveuses había sido sólo parcialmente engullida por el fuego, que los cobertizos estaban casi intactos y que, del edificio principal, sólo la parte de delante estaba completamente destruida. Podríamos haber regresado. Pero se había extendido el rumor de la matanza de Les Laveuses. La admisión de culpabilidad de madre -frente a tres docenas de testigos-, sus palabras: «Fui su puta, lo maté y no me arrepiento», así como los sentimientos que había expresado contra sus paisanos bastaron para condenarla. Se erigió un monumento a los diez mártires de la Gran Matanza y, más adelante, cuando aquellas cosas habían pasado a ser curiosidades para visitar en los ratos de ocio, cuando el dolor por la pérdida y el terror hubo menguado un poco, quedó claro que era poco probable que la hostilidad contra Mirabelle Dartigen y sus hijos disminuyera. Tenía que enfrentarme a la verdad; jamás regresaría a Les Laveuses. Nunca más. Y durante mucho tiempo ni siquiera me di cuenta de lo mucho que lo deseaba.

Capítulo 22

El café está hirviendo en la cocina. Su olor es amargamente nostálgico, un olor de hoja negra quemada con una nota de humo en el vapor. Lo tomo muy dulce, como las víctimas de un shock . Creo que empiezo a entender cómo se debió de sentir mi madre, la locura, la libertad de echarlo todo por la borda.

Todo el mundo se ha ido. La chica con la grabadora y su montaña de cintas. El fotógrafo. Incluso Pistache se ha ido a casa, por insistencia mía, aunque aún puedo sentir sus brazos estrechándome y el último roce de sus labios contra mi mejilla. Mi buena hija, descuidada durante tanto tiempo en favor de la mala. Pero la gente cambia. Al fin siento que puedo hablar con vosotras ahora, mi salvaje Noisette, mi dulce Pistache. Ahora puedo teneros en mis brazos sin ese sentimiento de ahogarme bajo sedimentos. La Gran Madre está muerta por fin; su maldición ha terminado. No ocurrirá ningún desastre si me atrevo a quereros.

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