Joanne Harris - Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre.
Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años.
Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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Más pintadas, esta vez en las paredes de nuestra casa. Puta De Nazis, rezaba una. Otra, en la pared del establo de las cabras decía: nuestros hermanos y hermanas han muerto por ti.

Pero madre los trataba a todos con un desprecio indiferente. Empezó a comprar la leche en Crécy cuando la granja de Hourias se quedó seca y echaba sus cartas al correo en Angers. Nadie le hablaba directamente, pero cuando Francine Crespin le escupió a sus pies una mañana de domingo de regreso de la iglesia madre le devolvió el escupitajo, justo en mitad de la cara de Francine, con una increíble rapidez y puntería.

En cuanto a nosotros, éramos despreciados. Paul todavía nos hablaba de vez en cuando, aunque no en presencia de otros. Los adultos parecían no vernos pero, de cuando en cuando, alguien como la demente Denise Lelac nos metía en el bolsillo una manzana o un trozo de pastel, murmurando con su voz cascada: «Tomadlo, tomadlo, por el amor de Dios, es una pena que niños como vosotros tengáis que veros metidos en un asunto así», antes de apresurarse a seguir su camino, arrastrando la falda negra por el ácido polvo amarillento y con la cesta de la compra agarrada fuertemente entre sus dedos huesudos.

El lunes todo el mundo sabía que Mirabelle Dartigen había sido la puta de los alemanes y que por esa razón su familia no había sufrido el castigo. El martes algunas personas recordaron que nuestro padre había expresado simpatías por los alemanes. El miércoles por la noche, un grupo de borrachos -La Mauvaise Réputation había cerrado sus puertas hacía tiempo y la gente se había vuelto más amargada y violenta bebiendo en solitario- vinieron a proferir insultos a nuestra puerta y a lanzar piedras. Nos quedamos en la habitación con las luces apagadas, temblando y escuchando las voces medio familiares, hasta que madre salió para ponerle fin. Aquella noche se fueron pacíficamente. La noche siguiente se marcharon armando un alboroto. Después llegó el viernes.

Justo después de la cena los oímos llegar. Había hecho un día gris y húmedo, como si una vieja manta hubiese sido extendida por el cielo y la gente estaba encendida y quisquillosa. La noche traía un poco de alivio, dejando caer una niebla blanquecina por los campos, de modo que nuestra granja parecía una isla, con la niebla húmeda filtrándose por debajo de las puertas y alrededor de los marcos de las ventanas. Habíamos comido en silencio, como ya era costumbre, y con poco apetito, aunque recuerdo que madre había hecho un esfuerzo para preparar lo que más nos gustaba. Pan recién hecho con semillas de amapola esparcidas por encima, mantequilla fresca de Crécy, rillettes , lonchas de andouillette del cerdo del año anterior, trozos de boudin que chisporroteaban con su grasa y crêpes de trigo sarraceno tostadas en la sartén, tan crujientes y fragantes como las hojas otoñales en una bandeja. Madre, intentando por todos sus medios mostrarse animada, nos sirvió un vaso de sidra dulce de los bolées de barro. Pero ella no la probó. Recuerdo que sonrió continua y doloridamente durante toda la comida, lanzando a veces una risa falsa y aguda como un ladrido, aunque ninguno de nosotros hubiese dicho nada gracioso.

– He estado pensando -su voz era brillante y metálica-. Pensando que quizá necesitemos un cambio de aires. -La miramos con indiferencia. El olor a la grasa y la sidra era abrumador-. Estaba pensando en ir a visitar a Tante Juliette en Pierre-Buffière -prosiguió-. Os gustará aquello. Está en las montañas, en el Limousin. Hay cabras y marmotas y…

– También hay cabras aquí -le dije yo con voz lacónica.

Madre volvió a lanzar otra de esas frágiles e infelices carcajadas.

– Debería haberme imaginado que pondrías alguna objeción -dijo.

Nuestras miradas se cruzaron.

– Quieres que huyamos -le dije.

Por un momento simuló no entender.

– Sé que parece muy lejos -dijo con aquella alegría forzada-. Pero no lo está y Tante Juliette estará tan contenta de vernos a todos…

– Quieres que huyamos por lo que dice la gente -afirmé-. Eso de que eres una puta de nazis.

Madre se ruborizó.

– No deberías hacer caso a las habladurías -replicó en voz brusca-. No trae nada bueno.

– Oh, así que no es verdad, ¿no? -le pregunté simplemente para avergonzarla. Sabía que no lo era… no podía imaginarme que fuese cierto. Había visto putas antes. Las putas eran sonrosadas y rellenitas, suaves y hermosas, con ojos grandes e insípidos y las bocas pintadas como las actrices de cine de Reinette. Las putas se reían, daban grititos y llevaban zapatos de tacón alto y bolsos de piel. Madre era vieja, fea y amargada. Incluso cuando reía era fea.

– Pues claro que no. -Sus ojos me esquivaron.

– Entonces, ¿por qué tenemos que huir? -dije insistentemente.

Silencio. Y en el repentino silencio lo oímos, el primer murmullo bronco de voces afuera, el golpeteo de metales y los zapatazos, antes incluso de que la primera piedra golpeara los postigos. El sonido de Les Laveuses con todo su mezquino resentimiento y rabia vengativa, de personas que ya no eran personas -no había Gaudin, Lecoz o Truriand, ni Dupont o Ramondin- sino miembros de un ejército. Atisbando por la ventana vimos cómo se concentraban fuera de la entrada de nuestro jardín veinte, treinta o más, la mayoría hombres pero también algunas mujeres, algunos con lámparas y antorchas como en una procesión de la cosecha tardía, otros con los bolsillos llenos de piedras. Mientras observábamos y la luz de la cocina se desparramaba por el jardín alguien se volvió hacia la ventana y lanzó otra piedra que partió el viejo marco de madera y esparció vidrios por la habitación. Era Guilherm Ramondin, el hombre de la pata de palo. Apenas pude verle la cara en la luz rojiza y vacilante de las antorchas, pero sentí el peso de su odio incluso a través del cristal.

– ¡Zorra! -Su voz era apenas reconocible, espesada con algo más que la bebida-. ¡Sal de ahí, zorra, antes de que decidamos entrar a por ti!

Una especie de rugido coreó sus palabras, acompañado de fuertes pisadas, aclamaciones y una descarga de puñados de arena y terrones que salpicaron nuestras contraventanas entornadas.

Madre abrió un poco la ventana rota y gritó:

– ¡Vete a casa Guilherm, loco, antes de que te caigas en redondo y alguien tenga que llevarte a cuestas! -Risas y mofa de la multitud. Guilherm blandió la muleta con la que se apoyaba.

– ¡Una respuesta valiente de una zorra alemana! -bramó. Su voz era ronca y sonaba a cerveza aunque las palabras apenas se distinguían-. ¿Quién les habló de Raphaël? ¿Quién les dijo lo de La Rép? ¿Fuiste tú, Mirabelle? ¿Les contaste a las SS que ellos habían matado a tu amante?

Madre abrió de un golpe la ventana.

– ¿Valiente? -Su voz era estridente y alta-. ¿Tú eres quien me habla de valentía, Guilherm Ramondin? ¡Lo bastante valiente como para ir a la casa de una mujer honesta y aterrorizar a sus hijos! ¡Lo bastante valiente como para volver a casa la primera semana de batalla mientras que a mi marido lo mataron!

Al oír esto Guilherm emitió un rugido de rabia. Detrás de él la multitud lo coreó en voz ronca. Otra descarga de piedras y tierra golpeó la ventana, haciendo que la tierra se desperdigara por el suelo de la cocina.

– ¡Zorra! -Ahora estaban forzando la entrada del jardín, sacándola de sus podridos goznes con facilidad. Nuestro viejo perro ladró una vez, dos y luego calló con un repentino quejido-. ¡No creas que no lo sabemos! ¡No creas que Raphaël no se lo contó a nadie! -Su voz triunfante y odiosa sobresalía entre el resto. En la encendida oscuridad debajo de la ventana vi sus ojos mientras reflejaban la luz del fuego como un mosaico de cristal roto-. ¡Sabemos que negociabas con ellos, Mirabelle! ¡Sabemos que Leibniz era tu amante!

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