Joanne Harris - Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre.
Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años.
Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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Desde la ventana, madre arrojó un jarro de agua al primero que pilló.

– ¡Refrescaos! -gritó furiosa-. ¿Os pensáis que la gente sólo piensa en eso? ¿Os pensáis que todos estamos a vuestro nivel?

Pero Guilherm ya había franqueado la entrada y estaba aporreando la puerta sin inmutarse.

– ¡Sal de ahí, zorra! ¡Sabemos lo que has estado haciendo!

Veía la puerta temblar con el pestillo bajo la presión de sus golpes. Madre se volvió hacia nosotros encendida de rabia.

– ¡Coged vuestras cosas! ¡Coged la caja del dinero de debajo del fregadero! ¡Coged nuestros papeles!

– ¿Por qué…? Pero…

– ¡Cogedlo, os digo!

Salimos volando.

Al principio pensé que el «crac» -un ruido terrible que hizo temblar las tablas del suelo podridas- era el sonido de la puerta viniéndose abajo. Pero cuando volvimos a la cocina vimos que madre había arrastrado la vitrina hasta la puerta, rompiendo muchos de sus valiosos platos en el proceso y la estaba utilizando para hacer una barricada en la entrada. También había arrastrado la mesa hacia la puerta, de manera que aunque la vitrina cediera nadie pudiera entrar. En una mano sujetaba la escopeta de mi padre.

– Cassis comprueba la puerta de atrás. No creo que hayan pensado en eso aún, pero nunca se sabe. Reine, quédate conmigo. Boise… -me miró de forma extraña por un instante, con los ojos negros, brillantes e indescifrables, pero fue incapaz de terminar la frase pues en aquel momento un peso terrible chocó contra la puerta abriendo una brecha en la parte derecha del marco, dejando al descubierto un pedazo del cielo nocturno. Los rostros encendidos por el fuego y la furia se asomaron, subidos a espaldas de sus compañeros. Una de las caras era la de Guilherm Ramondin. Su sonrisa era feroz.

– ¡No puedes esconderte en tu pequeña casa! -jadeó-. Vamos a sacarte… zorra. Vas a pagar por lo que… hiciste… a…

Incluso entonces, con la casa desmoronándose encima suyo, mi madre logró proferir una amarga risa.

– ¿A tu padre? -dijo en voz alta y desdeñosa-. ¿Tu padre, el mártir? ¿François? ¿El héroe? ¡No me hagas reír! -alzó la escopeta para que él pudiese verla-. Tu padre era un patético viejo borracho que se meaba en los pantalones día sí y día también cuando no estaba sobrio. Tu padre…

– ¡Mi padre era de la Resistencia! -La voz de Guilherm era aguda por la rabia-. ¿Por qué si no hubiese ido a casa de Raphaël? ¿Por qué si no lo cogieron los alemanes?

Madre volvió a reírse.

– ¡Oh!, conque de la Resistencia, ¿eh? Y el viejo Lecoz también supongo que era de la Resistencia ¿no? ¿Y la pobre Agnès? ¿Y Colette? -Por primera vez aquella noche, Guilherm no supo reaccionar. Madre dio un paso hacia la puerta rota con la escopeta levantada.

»No te digo todo esto porque sí, Ramondin -dijo-. Tu padre no era más de la Resistencia que yo soy Juana de Arco. Era un pobre y triste diablo, eso es todo, a quien le gustaba hablar demasiado y que no conseguía que se le empinase ni clavándole un alambre primero. Lo que sucedió fue que estaba en el lugar incorrecto a la hora incorrecta, como el resto de vosotros, idiotas de ahí fuera. ¡Ahora idos a casa! ¡Todos vosotros! -Disparó un tiro al aire-. ¡Todos! -rugió.

Pero Guilherm era tozudo. Se encogió cuando los trozos de madera pulverizada le rozaron la mejilla pero no se agachó.

– Alguien mató a ese boche -dijo en una voz más sobria-. Alguien lo ejecutó. ¿Quién si no la Resistencia? Y luego alguien los delató a las SS. Alguien del pueblo. ¿Quién si no tú, Mirabelle? ¿Quién?

Mi madre empezó a reír. En la luz de las llamas podía ver su rostro, alborotado y casi hermoso por la rabia. A su alrededor las ruinas de su cocina en pedazos y fragmentos. Su risa era terrible.

– ¿Quieres saberlo, Guilherm? -Había una nota nueva en su voz, una nota casi de alegría-. No te irás a casa hasta que no lo sepas, ¿verdad? -volvió a disparar la escopeta al techo, haciendo que la argamasa cayera como plumas ensangrentadas a la luz del fuego-. ¿De verdad quieres enterarte de una jodida vez?

Lo vi estremecerse con las palabras más que con el disparo de la escopeta. En aquellos días era normal que los hombres dijeran palabrotas pero que las mujeres lo hiciesen… una mujer decente, al menos… era impensable. Comprendí que con sus propias palabras acababa de condenarse ella misma. Pero madre no parecía haber terminado.

– Voy a contarte la verdad, ¿eh, Ramondin? -dijo. Su voz estaba entrecortada por la risa (histeria, supongo), pero en aquel momento estaba convencida de que se lo estaba pasando bien-. Te diré cómo sucedió en realidad, ¿eh? -asintió alegremente-. Yo no tuve que acusar a nadie ante los alemanes, Ramondin. ¿Y sabes por qué? ¡Porque yo maté a Tomas Leibniz! ¡Lo maté! ¿No me crees? ¡Lo maté! -Oí cómo apretaba secamente el gatillo aunque los dos cañones estaban vacíos. Su sombra fluctuante en el suelo de la cocina era roja y blanca y gigantesca. Su voz se elevó hasta convertirse en un alarido-. ¿Te hace sentir eso mejor, Ramondin? ¡Yo lo maté! Sí que fui su puta, y no me arrepiento. ¡Yo lo maté y lo volvería a matar otra vez si tuviera que hacerlo! ¡Mil veces lo mataría! ¿Qué te parece eso? ¿Qué coño te parece eso?

Aún estaba gritando cuando la primera antorcha cayó en el suelo de la cocina. Aquella se apagó, aunque Reinette se echó a llorar tan pronto como vio las llamas, pero la segunda prendió en las cortinas y la tercera aterrizó en lo que quedaba de la vitrina. El rostro de Guilherm había desaparecido de la parte superior de la puerta, pero lo oía gritando órdenes afuera. Otra antorcha, un manojo de paja muy parecido al empleado para hacer el trono de la Reina de la Cosecha, fue a parar volando a lo alto de la vitrina y aterrizó ardiendo lentamente en el centro de la cocina. Madre seguía gritando fuera de sí:

– ¡Lo maté, cobardes! ¡Lo maté y me alegro de haberlo hecho y os mataré a vosotros, a todos los que se metan conmigo y con mis hijos!

Cassis intentó cogerla del brazo y ella lo tiró contra la pared.

– ¡La puerta de atrás! -le grité a Cassis-. ¡Tenemos que salir por la puerta de atrás!

– ¿Y qué hacemos si están esperando? -lloriqueó Reine.

– ¿Y qué? -le grité impaciente.

De pronto, los rumores y los silbidos se volvieron salvajes afuera. Cogí a mi madre por un brazo. Cassis la cogió por el otro. Juntos la arrastramos, todavía desvariando y riendo, hacia la parte de atrás de la casa. Naturalmente que estaban esperando, con sus rostros encendidos a la luz del fuego. Guilherm nos cerró el paso, flanqueado por Lecoz el carnicero y Jean-Marie Hourias, con una expresión un tanto avergonzada pero con una sonrisa de hoz. Demasiado borracho quizá, o tal vez cauto, animándose para el acto de matar, como los niños cuando juegan a desafiarse mutuamente. Ya le habían prendido fuego al corral y al establo. El hedor a plumas quemadas casaba con el frío húmedo de la niebla.

– No vais a ningún sitio -dijo Guilherm agriamente. Detrás de nosotros la casa susurraba y parecía emitir una risa sofocada mientras era pasto de las llamas.

Madre le dio la vuelta a la vieja escopeta y con un gesto casi demasiado rápido para verla le propinó un golpe en el pecho con la culata. Guilherm se cayó. Por un instante quedó un hueco en el lugar donde él había estado y me escurrí por allí, por debajo de los codos, serpenteando entre una maleza de piernas, palos y horcas. Alguien me cogió de los pelos pero yo era escurridiza como una anguila en aceite y me escabullí entre la exaltada multitud. Me vi a mí misma empujada, sofocada entre la repentina oleada de cuerpos. Me abrí paso a empellones al aire y al espacio, apenas sintiendo los golpes que me caían encima. Eché a correr campo a través hacia la oscuridad, refugiándome en una hilera de frambuesos. En algún lugar detrás de mí me pareció oír la voz de mi madre, más allá del miedo ahora, furiosa y gritando. Parecía un animal defendiendo a sus crías.

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