Joanne Harris - Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre.
Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años.
Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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– Naranjas -musitó en voz baja-. ¿Por qué habríais de traer naranjas a la casa? ¿Tanto me odiáis? -Pero a quién iba dirigida su charla no estaba claro y ninguno nos atrevimos a contestarle. En cualquier caso, tampoco estoy muy segura de lo que le hubiésemos respondido.

A las diez se fue a su cuarto. Ya era tarde para nosotros, pero madre, que durante sus delirios perdía la noción del tiempo, no dijo nada. Nos quedamos un rato en la cocina, escuchando el trajín mientras ella se preparaba para dormir. Cassis fue a la bodega a buscar algo para comer y regresó con un trozo de rillettes envuelto en papel y media barra de pan. Comimos, aunque ninguno tenía mucha hambre. Creo que quizás intentábamos evitar hablarnos.

El acto -el terrible acto del que éramos cómplices- pesaba sobre nosotros como una fruta espantosa. Su cuerpo, su pálida piel del norte casi amoratada en el colorido fondo de las hojas, su rostro desviado, su vuelco adormecido y lánguido dentro del agua. Echando hojas con los pies sobre el confuso estropicio en la parte posterior de su cabeza -es extraño que el agujero de la bala fuese tan pulcro en su lugar de entrada- luego el chasquido lento y regio en el agua… Una rabia sombría oscurecía mi pena. «Me engañaste», pensé entre mí. «Me engañaste. Me engañaste.»

Cassis fue el primero en romper el silencio.

– Deberías… ya sabes… hacerlo ahora.

Le dirigí una mirada llena de odio.

– Deberías hacerlo -insistió-. Antes de que se haga demasiado tarde.

Reine nos miró con aquellos ojos suplicantes de novilla.

– Está bien -dije lacónica-. Lo haré.

Después volví al río una vez más. No sé lo que esperaba encontrarme allí -el fantasma de Tomas Leibniz, quizás, reclinado sobre el puesto de vigilancia y filmando- pero el lugar estaba extrañamente normal, incluso le faltaba aquella misteriosa quietud que habría esperado después de algo tan terrible. Las ranas croaban. El agua se mecía suavemente contra la cuenca de la orilla. En la luz grisácea y fría de la luna, el lucio muerto me miraba con sus ojos como bolas y la boca de babosa llena de púas. No podía quitarme de la cabeza la idea de que no estaba muerto, de que podía oír cada palabra, de que estaba escuchando…

– Te odio -le dije sigilosa.

La Gran Madre me miraba con desprecio vidrioso. Había anzuelos alrededor de toda su boca llena de dientes, algunos incluso habían llegado casi a cicatrizar con el tiempo y tenían el aspecto de extraños colmillos.

– Te habría dejado marchar -le dije-. Lo sabes. -Me tumbé en la hierba a su lado, nuestras caras casi tocándose. El hedor a pescado podrido se mezclaba con el húmedo olor del suelo-. Me engañaste.

En la pálida luz, los ojos del viejo lucio parecían casi maliciosos. Casi triunfantes.

No sé con certeza cuánto tiempo estuve fuera aquella noche. Creo que me quedé dormida un rato, pues cuando me desperté la luna estaba ya río abajo, reflejando su imagen partida sobre el agua tersa y láctea. Hacía mucho frío. Frotándome agarrotados las manos y pies me levanté, luego cogí con cuidado el lucio muerto. Pesaba mucho y estaba encenagado por el barro del río, había restos dentados de anzuelos incrustados en sus flancos relucientes como trozos de carapacho. En silencio lo llevé hasta las piedras alzadas donde había colgado los cadáveres de las serpientes de agua a lo largo de aquel verano. Lo clavé por el labio inferior a uno de los clavos. La carne era dura y elástica; por un instante dudé si la piel no se desgarraría, pero haciendo un esfuerzo lo conseguí. La Gran Madre estaba colgada con la boca abierta sobre el río con una falda de piel de serpiente que temblaba en la brisa.

– Al menos te he cogido -le dije en voz baja.

Al menos te he cogido.

Capítulo 16

Casi fallé en la primera llamada. La mujer que me respondió se había quedado a trabajar más tiempo -ya eran las cinco y diez- y se le había olvidado conectar el contestador automático. Parecía muy joven y aburrida. Y sentí que mi corazón se encogía al escuchar su voz. Conseguí balbucir mi mensaje moviendo los labios que tenía extrañamente entumecidos. Hubiese preferido una mujer más mayor que pudiese recordar la guerra, una que quizá recordara el nombre de mi madre y por un instante estuve convencida de que me iba a colgar, me diría que ahora toda aquella historia tan antigua era cosa acabada y que nadie quería saber nada más…

En mi mente llegué incluso a oír cómo lo decía. Estiré la mano para cortar la comunicación.

Madame? Madame? -Su voz era apremiante-. ¿Sigue usted ahí?

– Sí -dije haciendo un esfuerzo.

– ¿Dijo usted Mirabelle Dartigen?

– Sí. Soy su hija. Framboise.

– Espere. Por favor, espere. -La voz parecía casi sin aliento detrás de la cordialidad profesional, había desaparecido cualquier amago de aburrimiento-. Por favor. No se vaya.

Capítulo 17

Había esperado un artículo, un reportaje como mucho, quizá con una fotografía o dos. En vez de eso, ellos me hablaron de derechos cinematográficos, de los derechos de mi historia en el extranjero, de un libro… Pero yo no podía escribir un libro, les dije, espantada. Podía leer, pero en cuanto a escribir… ¿A mi edad, además? No importaba, me aseguraron con dulzura. Podían encargar la redacción a un negro.

Un negro. Aquello me producía escalofríos.

Al principio creí que lo hacía para vengarme de Laure y Yannick. Para robarles su miserable momento de gloria. Pero el tiempo de eso ha pasado. Como Tomas dijo una vez, hay más de una forma de contraatacar. Además, ahora me dan lástima. Yannick me ha escrito varias veces con creciente urgencia. Está en París por ahora. Laure ha empezado los trámites del divorcio. Ella no ha intentado ponerse en contacto conmigo y no puedo evitar sentir un poco de pena. Después de todo, no tienen hijos. No tienen ni idea del cambio que eso produce en nosotros.

Mi segunda llamada fue para Pistache. Mi hija respondió casi de inmediato, como si me estuviera esperando. Su voz sonaba tranquila y lejana. De fondo oía a Prune y a Ricot practicando un juego ruidoso y el perro ladrando.

– Por supuesto que iré -dijo con suavidad-. Jean-Marc puede ocuparse de los niños unos días.

Mi dulce Pistache. Tan paciente y poco exigente. ¿Cómo va a saber lo que significa tener ese lugar duro en el interior? Ella jamás lo tuvo. Tal vez me amará… quizás incluso me perdone… pero nunca llegará a entenderme realmente. Quizá sea mejor para ella de ese modo.

La última llamada era de larga distancia. Dejé un mensaje, luchando con el acento extraño, las palabras imposibles. Mi voz sonaba vieja y vacilante, tuve que repetir el mensaje varias veces para hacerme oír por encima de los ruidos de la vajilla, de la gente hablando y del distante tocadiscos. Esperaba que con eso bastase.

Capítulo 18

Lo que sucedió después es bien sabido por todos. Encontraron a Tomas casi de inmediato, no habían pasado ni siquiera veinticuatro horas de lo sucedido en Les Laveuses y no fue en absoluto en los alrededores de Angers. En vez de verse arrastrado por la corriente lejos de allí, se había quedado en un banco de arena a un kilómetro de distancia del pueblo, donde fue encontrado por el mismo grupo de alemanes que habían localizado su moto, escondida detrás de unos arbustos debajo del camino de las piedras alzadas. A través de Paul nos enteramos de los rumores que corrían por el pueblo; que un grupo de la Resistencia había disparado contra un alemán que los había descubierto después del toque de queda; que un francotirador comunista le había disparado cuando le pidió los papeles; que se había tratado de una ejecución hecha por su propia gente tras descubrir que traficaba en el mercado negro con mercancía procedente del ejército alemán. De pronto los alemanes estaban por todo el pueblo: uniformes negros y grises registrando casa por casa.

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