Esta vez se lo pediría, me prometí a mí misma. Le pediría que me llevara con él esta vez, donde quiera que fuese, de regreso a Alemania o a los bosques o huyendo permanentemente, fuese lo que fuese lo que él quisiera mientras él y yo… él y yo… Recé a la Gran Madre mientras corría, las zarzas arañándome las piernas desnudas sin que lo notase. «Por favor. Tomas. Sólo tú. Para siempre.» No me crucé con nadie en mi loca carrera por los campos. Todos los demás debían de estar en el festival. Cuando llegué a las piedras alzadas estaba gritando su nombre a todo pulmón, con mi voz estridente como la de un avefría en el silencio sedoso del río.
¿Era posible que se hubiese marchado ya?
– ¡Tomas, Tomas! -Estaba ronca por la risa, ronca por el miedo-. ¡Tomas, Tomas!
Casi ni lo vi, fue así de rápido. Deslizándose desde unos arbustos, agarrándome la muñeca con una mano, con la otra tapándome la boca. Por un segundo ni siquiera llegué a reconocerlo -tenía el rostro ensombrecido- y luché ferozmente, intentando morderle la mano, haciendo ruiditos de pájaro contra su palma.
– ¡Shhh, Backfisch ! ¿Qué diablos intentas hacer? -reconocí su voz y dejé de forcejear.
– Tomas. Tomas. -No podía parar de decir su nombre; mi olfato se vio inundado por el aroma familiar a tabaco y sudor de su ropa. Estreché su abrigo contra mi cara de un modo que jamás me habría atrevido a hacer dos meses atrás. En la secreta oscuridad, le besé el forro con pasión desesperada-. Sabía que volverías, lo sabía.
Él me miró sin decir nada.
– ¿Estás sola? -la mirada parecía más aguzada de lo habitual, cauta.
Asentí.
– Bien. Quiero que me escuches. -Hablaba muy lentamente, enfatizando, enunciando cada palabra. No llevaba ningún cigarrillo en la comisura, no había brillo en sus ojos. Parecía haber adelgazado en las últimas semanas, su rostro era más afilado, la boca menos generosa-. Quiero que me escuches atentamente.
Asentí obediente. Lo que tú quieras, Tomas. Sentía el brillo y el calor en mis ojos. «Sólo tú Tomas. Sólo tú.» Quería contarle lo de mi madre, Reine y la naranja pero percibí que aquel no era el momento adecuado. Escuché.
– Es posible que vengan algunos hombres al pueblo -anunció-. Uniformes negros, sabes lo que eso significa ¿no?
Asentí.
– Policía alemana. Las SS.
– Exacto. -Hablaba con un tono cortante y preciso muy distinto de su habitual y desenfadada forma de hablar-. Es muy probable que hagan preguntas.
Lo miré sin comprender.
– Preguntas sobre mí -aclaró Tomas.
– ¿Por qué?
– Eso no importa. -Seguía agarrándome dolorosamente la muñeca con la mano crispada-. Podrían preguntarte algunas cosas. Cosas sobre lo que hemos estado haciendo.
– ¿Te refieres a las revistas y a todo eso?
– Exacto. Y sobre el viejo del café. Gustave. El que se ahogó. -Tenía una expresión ceñuda y cansada en el rostro. Me cogió la cara para que lo mirase, acercándose mucho. Pude oler el humo de cigarrillo en el cuello del abrigo y en su aliento-. Escúchame, Backfisch . Esto es importante. No les cuentes nada. Nunca me has visto. No estabas en La Rép la noche del baile. Ni siquiera sabes mi nombre. ¿De acuerdo?
Asentí.
– No lo olvides -insistió Tomas-. No sabes nada. Nunca has hablado conmigo. Díselo a los demás.
Volví a asentir y pareció relajarse un poco.
– Hay algo más. -Su voz había perdido la dureza, sonando ahora casi acariciadora. Hizo que me deshiciera por dentro, como caramelo caliente. Lo miré llena de expectación-. No podré volver aquí de nuevo -dijo amablemente-. Al menos, durante algún tiempo. Se ha vuelto muy peligroso. A duras penas he conseguido salirme con la mía la última vez.
Guardé silencio durante un momento.
– ¿Podríamos vernos en el cine? -sugerí tímidamente-. Como solíamos hacer. O en los bosques…
Tomas meneó la cabeza con gesto impaciente.
– ¿Es que no me has oído? -replicó-. No podemos vernos más. En ningún sitio.
El frío me hacía cosquillas en la piel como si fuesen copos de nieve. Mi mente era una nube negra agitándose.
– ¿Durante cuánto tiempo? -conseguí susurrar.
– Mucho, mucho tiempo. -Notaba su impaciencia-. Quizá para siempre.
Me arredré y empecé a temblar. El cosquilleo se convirtió en una sensación de terrible escozor como si me estuviera revolcando entre las ortigas. Me cogió la cara entre sus manos.
– Mira Framboise -dijo despacio-. Lo siento. Ya sé que tú… -se interrumpió bruscamente-. Sé que es duro. -Sonrió, una sonrisa fiera pero arrepentida, como un animal salvaje intentando esbozar un gesto amistoso-. Os he traído algunas cosas -dijo al fin-. Revistas, café. -De nuevo la misma sonrisa rígida y animada-. Goma de mascar. Chocolate. Libros.
Lo miré en silencio. Sentía el corazón como un trozo de barro húmedo.
– Escóndelos ¿quieres? -Le brillaban los ojos, los ojos de un muchacho compartiendo un delicioso secreto-. Y no le hables a nadie de nosotros. A nadie.
Regresó al arbusto desde donde había saltado y sacó un paquete atado con una cuerda.
– Ábrelo -me instó.
Lo miré de forma apagada.
– Vamos. -Su voz sonaba tensa por la forzada alegría-. Es tuyo.
– No lo quiero.
– ¡Oh, vamos Backfisch ! -Hizo ademán de abrazarme pero yo lo empujé.
– ¡Te he dicho que no lo quiero! -Era la voz de mi madre otra vez, chillona y brusca y de pronto lo odié por haberla provocado-. No lo quiero, no lo quiero, no lo quiero.
Me sonrió vacilante.
– Oh, vamos -repitió-. No seas así. Yo sólo…
– Podríamos escaparnos -le dije de pronto-. Conozco muchos lugares en los bosques. Podríamos escaparnos y nadie sabría nunca dónde encontrarnos. Podríamos comer conejos y otras cosas: setas, bayas… -Me hervía el rostro. Tenía la garganta seca e irritada-. Estaríamos a salvo. Nadie lo sabría… -insistí pero en su expresión vi que era inútil.
– No puedo -dijo tajante.
Sentía las lágrimas agolpándose en mis ojos.
– ¿No podrías quedarte un ra-rato más? -Ahora hablaba como Paul, de forma humilde y estúpida, pero no podía evitarlo.
Una parte de mí habría deseado dejarlo marchar con un silencio frío y orgulloso, sin decir ni una palabra, pero las palabras se precipitaban a mi boca espontáneamente.
– ¿Por favor? Podrías fumarte un cigarrillo, o nadar un rato, o podríamos pe-pescar.
Tomas movió negativamente la cabeza.
Sentí que algo se desmoronaba dentro de mí con lenta inevitabilidad. En la distancia oí un repentino choque de metal contra metal.
– Sólo unos minutos. Por favor. -Cómo odié el sonido de mi voz en aquel momento, aquel ruego estúpido y herido-. Te enseñaré mis nuevas trampas. Te enseñaré mi trampa para lucios.
Su silencio era irrecusable y paciente como una tumba. Sentía que nuestro tiempo se me escapaba inexorablemente. De nuevo volví a oír el choque de metal contra metal, el sonido de un perro con una lata de metal atada a la cola y de pronto reconocí el ruido. Me inundó una oleada de alegría desesperada.
– ¡Por favor! ¡Es importante! -grité en voz alta e infantil, con la esperanza de salvación, más próxima que nunca a las lágrimas, con calor manando de mis párpados y de la garganta-. Lo contaré todo si no te quedas, lo contaré, lo contaré…
Asintió una vez impaciente.
– Cinco minutos. Ni uno más. ¿De acuerdo?
Mis lágrimas cesaron.
– De acuerdo.
Cinco minutos. Sabía lo que tenía que hacer. Era nuestra última oportunidad -mi última oportunidad-, pero mi corazón, latiendo como un martillo, llenaba mi mente desesperada con una música salvaje. Me había concedido cinco minutos. Me invadió la euforia mientras lo arrastraba de la mano hacia el banco de arena grande donde había colocado mi última trampa. La oración que había ocupado mi mente mientras corría desde el pueblo se había convertido ahora en un imperativo quejumbroso y ensordecedor -«sólo tú sólo tú oh Tomas por favor oh por favor por favor»- el corazón me latía con tanta fuerza que amenazaba con reventarme los tímpanos.
Читать дальше