Joanne Harris - Cinco cuartos de naranja

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Cuando tras décadas de ausencia Framboise Simon regresa a su pequeño pueblo en la campiña francesa, los habitantes no la reconocen como la hija de la mal afamada Mirabelle Dartigan,la mujer que aún consideran responsable de la tragedia sucedida en los años de la ocupación nazi. A la búsqueda de un nuevo comienzo en su vida, Framboise descubre rápidamente que el presente y el pasado se encuentran inextricablemente unidos, mientras recorre las páginas del cuaderno de recetas de cocina heredado de su madre.
Con la ayuda de esas recetas, Framboise recrea los platos de su madre, que sirve en un coqueto restaurante. Y a medida que analiza el cuaderno -a la búsqueda de pistas que le permitan comprender la contradicción entre el amor de su madre por la cocina y su conducta opresiva-, descubre poco a poco un significado oculto detrás de las crípticas anotaciones de Mirabelle. Entre las páginas del cuaderno, Framboise encontrará la clave para comprender lo que realmente sucedió aquel fatídico verano en el que tenía tan solo nueve años.
Exquisito y lleno de matices, Cinco cuartos de naranja es un libro sobre madres e hijas del pasado y del presente, sobre la resistencia y la derrota y, sin lugar a dudas, una extraordinaria muestra del talento de la autora de Chocolat.

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Mostraron un interés superficial por nuestra casa. Después de todo, no había ningún hombre, sino un puñado de mocosos con su madre enferma. Fui yo quien les abrió la puerta cuando vinieron y los conduje por la casa, pero sobre todo parecían más interesados en lo que sabíamos de Raphaël Crespin. Paul nos dijo que Raphaël había desaparecido aquel mismo día, temprano por la mañana o quizá durante la noche; había desaparecido sin dejar ni rastro, llevándose su documentación y el dinero, mientras que en el sótano de La Mauvaise Réputation los alemanes habían encontrado un alijo de armas y explosivos lo bastante grande como para hacer explotar Les Laveuses un par de veces.

Los alemanes volvieron luego a nuestra casa y la registraron de arriba a abajo y más tarde parecieron perder el interés por completo. Me fijé, con poca sorpresa, que el oficial de las SS que acompañaba a la patrulla era el mismo hombre de rostro encarnado y jovial que hizo un comentario sobre nuestras fresas a principios de aquel verano. Seguía con el mismo rostro encarnado y la misma jovialidad a pesar de la naturaleza de la investigación, sacudiéndome con descuido el pelo al pasar y se aseguró de que los soldados lo dejaban todo en orden a su paso. Colgaron un mensaje en francés y alemán en la puerta de la iglesia invitando a cualquiera que supiese algo del asunto a dar información. Madre permaneció en su habitación con una de sus migrañas, durmiendo durante el día y hablando consigo misma durante las noches.

Nosotros dormíamos mal y teníamos pesadillas.

Cuando finalmente sucedió fue como un sentimiento de anticlímax. Ya estaba hecho antes incluso de que nos hubiésemos enterado, a las seis de la mañana contra la pared oeste de la iglesia de Saint Benedict, cerca de la fuente donde apenas dos días atrás Reinette había estado con su corona de avena tirando flores.

Paul vino a contárnoslo. Su rostro estaba pálido y lleno de manchas, con una vena prominente resaltando en su frente mientras nos hablaba en una voz que era un largo tartamudeo. Lo escuchamos en un silencio horrorizado, paralizados, preguntándonos cómo había podido acabar así, cómo nuestra pequeña semilla había podido crecer hasta convertirse en aquella flor sangrienta. Sus nombres caían en mis oídos como piedras en el agua profunda. Diez nombres que jamás podré olvidar mientras viva. Martin Dupré. Jean-Marie Dupré. Colette Gaudin. Philippe Hourias. Henri Lemaître. Julien Lanicen. Arthur Lecoz. Agnès Petit. François Ramondin. Auguste Truriand. Vuelven a mi memoria como el estribillo de una canción que sabes que jamás te dejará en paz, me rompen el descanso nocturno resonando en mis sueños, sirviendo de contrapunto en los movimientos y ritmos de mi vida con implacable precisión. Diez nombres. Uno por cada una de las diez personas que estuvieron aquella noche en La Mauvaise Réputation.

Más adelante supimos que la desaparición de Raphaël fue el elemento decisivo. El alijo de armas en el sótano hacía pensar que el propietario del café tenía conexión con grupos de la Resistencia. Nadie lo sabía. Quizá todo aquello no era más que una tapadera para las actividades cuidadosamente organizadas de la Resistencia, o quizá la muerte de Tomas había sido un simple caso de venganza por lo que le había pasado al viejo Gustave unas semanas antes, pero fuese lo que fuese, Les Laveuses pagó un precio muy alto por aquella pequeña rebelión. Como las avispas de final del verano, los alemanes sentían que se acercaba su fin y se revolvían con rabia instintiva.

Martin Dupré. Jean-Marie Dupré. Colette Gaudin. Philippe Hourias. Henri Lemaître. Julien Lanicen. Arthur Lecoz. Agnès Petit. François Ramondin. Auguste Truriand. Me pregunto si cayeron en silencio como las figuras de un sueño o si lloraron, suplicaron y se arañaron los unos a los otros en su intento por escapar. Me pregunto si registraron sus cadáveres después, alguno todavía presa de espasmos y mirando, pero silenciado por fin por la culata de un fusil; un soldado levantando la falda ensangrentada para dejar al descubierto parte de un muslo rollizo… Paul dijo que no duró más que un segundo. No se le permitió a nadie mirar y había soldados con armas apostados en las ventanas cerradas. Me los imagino quietos, detrás de las contraventanas, los ojos pegados con avidez en las rendijas y los agujeros, las bocas medio abiertas en un estúpido shock. Luego, el murmullo, sus voces apagándose, sofocándose, borboteando palabras, como si éstas les pudieran ayudar a entender.

«¡Ya vienen! Son los chicos Dupré. Y Colette, Colette Gaudin. Philippe Hourias. Henri Lemaître -pero si no le haría daño ni a una mosca, apenas está sobrio diez minutos al día-, el viejo Julien Lanicen. Arthur Lecoz. Y Agnès. Agnès Petit. Y François Ramondin. Y Auguste Truriand.»

Desde la iglesia donde ya había dado comienzo la primera misa de la mañana se alzó el ruido de las voces. Un himno de la cosecha. Más allá de las puertas cerradas, dos soldados hacían guardia con caras aburridas y agrias. El padre Froment lanza las palabras como un balido mientras la congregación murmura. Sólo unas docenas de personas hoy, los rostros endurecidos y acusadores, pues ha corrido la voz de que el cura ha hecho un trato con los alemanes para asegurar la cooperación. El órgano aporrea una canción a todo volumen, pero aun así se pueden oír los disparos desde fuera hacia el lado oeste, la muda percusión de las balas mientras golpean la vieja piedra, algo que permanecerá incrustado en la carne de cada uno de los miembros de la congregación como un viejo anzuelo, medio curado pero que jamás podrá ser desprendido del todo. En el fondo de la iglesia alguien empieza a cantar La Marsellesa pero las palabras suenan ebrias y demasiado estridentes en el repentino sosiego y el cantante se calla, avergonzado.

Lo veo todo en mis sueños, que son más claros que mis recuerdos. Veo sus rostros. Oigo sus voces. Veo la transición fugaz, como un puñetazo, de la vida a la muerte. Pero mi pena ha echado raíces demasiado profundas para encontrarlas y cuando me despierto con lágrimas en los ojos sólo advierto un extraño sentimiento de sorpresa, casi indiferencia. Tomas se ha ido. Nada más tiene sentido.

Supongo que estábamos bajo los efectos de un shock. No hablábamos entre nosotros de lo ocurrido, sino que cada uno iba a la suya. Reinette a su habitación, donde permanecía tumbada horas y horas en la cama, hojeando sus revistas de cine; Cassis a sus libros, cada vez más parecido a un hombre de mediana edad, creo ahora, como si algo se hubiese derrumbado dentro de él, y yo a los bosques y al río. Le prestábamos poca atención a madre durante aquel tiempo, aunque sus delirios continuaron con tanta frecuencia como antes, superando en tiempo los peores de aquel verano. Pero para entonces nos habíamos olvidado de temerla. Incluso Reinette se olvidó de sobresaltarse ante sus ataques de ira. Después de todo, habíamos matado. Después de eso, ¿qué más había que temer?

Mi odio no se había centrado aún: la Gran Madre estaba clavada a la piedra y, al fin y al cabo, no podía ser culpada por la muerte de Tomas, pero la sentía moverse, observar como el ojo de una cámara de agujero de alfiler, parpadeando en la oscuridad, tomando nota de todo, tomando nota. Al salir de su habitación después de otra noche sin dormir madre parecía pálida, gastada y desesperada. Sentía que mi odio se tensaba al verla, encogiéndose en un punto de entendimiento exquisito como un diamante negro.

Tú fuiste tú fuiste tú.

Ella me miraba como si me oyera.

– ¿Boise? -Su voz era temblorosa, vulnerable.

Me di la vuelta sintiendo el odio en mi corazón corno una pepita de hielo.

Detrás de mí, oí su afligido suspirar.

Capítulo 19

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