Luego vino lo del agua. El agua del pozo siempre era dulce y clara salvo cuando el tiempo había sido excepcionalmente seco. Aquella semana había empezado a tornarse marronácea como la turba y tenía un sabor extraño, algo amargo y chamuscado, como si las hojas muertas se hubiesen colado por el cilindro. No hicimos caso durante un día o dos pero iba empeorando. Incluso madre, cuya alucinación había concluido por fin, se dio cuenta.
– Tal vez haya entrado algo en el agua -sugirió.
La miramos con nuestra inexpresividad habitual.
– Iré a echar un vistazo -decidió.
Esperábamos que nos descubrieran con una expresión externa de estoicismo.
– No puede probar nada -dijo Cassis desesperado-. No puede saberlo.
Reine gimió.
– Lo sabrá, lo sabrá. Lo encontrará todo y lo sabrá…
Cassis se mordió los puños con ferocidad para evitar echarse a gritar.
– ¿Por qué no nos dijiste que había café en el paquete? -se lamentó-. ¿Es que no piensas?
Encogí los hombros. Sólo yo, de los tres, permanecía serena.
El descubrimiento no llegó a producirse. Madre regresó del pozo con un cubo lleno de hojas muertas y proclamó que el agua estaba limpia.
– Probablemente sea el sedimento a causa de la crecida del río -anunció, casi jovial-. Cuando baje el nivel, el agua volverá a ser clara. Ya lo veréis.
Luego volvió a poner la tapa del pozo y se puso la llave en el cinturón. No tuvimos oportunidad de volverlo a mirar.
– El paquete debe de haberse hundido hasta el fondo -resolvió Cassis al fin-. Era pesado, ¿no? No podría verlo a menos que el pozo se secase. -Todos sabíamos que había pocas probabilidades de que eso sucediese. Y para el próximo verano, el contenido del paquete habría quedado reducido a una masa blanda y espesa en el fondo del pozo-. Estamos a salvo -dijo Cassis.
Receta para crema de licor de frambuesa.
Lo reconocí al instante. Por un momento pensé que sólo se trataba de un montón de hojas. Lo saqué con un palo para limpiar el agua. Se limpian las frambuesas y se les quitan las púas. Se dejan en remojo con agua caliente durante una media hora. Luego vi que era un hato de ropas liadas con un cinturón. No tuve necesidad de registrarle los bolsillos para saberlo inmediatamente. Se cuela el agua de la fruta y se pone en un tarro grande hasta cubrir el fondo. Poner una gruesa capa de azúcar y se van alternando capas de fruta y de azúcar hasta llenar el tarro por la mitad. Al principio no podía pensar. Dije a los niños que había limpiado el pozo y me fui a mi habitación para estirarme. Eché el candado al pozo. No podía pensar con claridad. Se cubre la fruta y el azúcar con coñac, asegurándose de no alterar las capas y luego llenar de coñac el resto del tarro. Dejar reposar al menos unos dieciocho meses.
La letra es pulida y apretujada en los extraños jeroglíficos que madre suele emplear cuando quiere que sus palabras sean secretas. Casi puedo oír su voz mientras habla, la entonación ligeramente nasal, la frialdad de su terrible conclusión.
Debo de haberlo hecho yo. He tenido sueños violentos con mucha frecuencia y esta vez debo de haberlo hecho de verdad. Sus ropas en el pozo. Su identificación en el bolsillo. Debió de presentarse otra vez por aquí y yo le disparé, lo desnudé y lo maniaté y luego lo tiré al río. Casi puedo recordarlo pero no del todo, como si fuese un sueño. Hay muchas cosas que ahora me parecen sueños. No puedo decir que lo sienta. Después de lo que me hizo, de lo que hizo, de lo que dejó que le hicieran a Reine a mí a los niños a mí…
Llegados a este punto, las palabras son ilegibles, como si la estilográfica hubiese sido presa del terror y se hubiese lanzado a hacer garabatos desesperados por la página, pero vuelve a recobrar el control casi de inmediato.
… tengo que pensar en los niños. No creo que estén a salvo. Los estaba utilizando todo el tiempo, pensé que era a mí a quien quería pero estaba utilizando a los niños. Contentándome a mí para poderlos utilizar más. Esas cartas. Esas palabras malévolas… pero me hicieron abrir los ojos. ¿Qué hacían ellos en La Rép? ¿Qué más les tenía reservado? Quizá fuera bueno lo que le sucedió a Reine. Al fin le estropeó los planes. Las cosas acabaron por írsele de las manos. Alguien murió. Eso no entraba en sus planes. Esos otros alemanes nunca formaron parte del asunto. También los utilizaba a ellos. Para que cargaran con las culpas si era preciso. Y ahora mis hijos…
Más garabatos frenéticos
… ojalá pudiese acordarme. ¿Qué me ofreció esta vez por mi silencio? ¿Más pastillas? ¿Creería realmente que yo podría dormir sabiendo lo que había pagado por ellas? ¿O sonreiría y me acariciaría la cara de aquella forma especial como si nada hubiese cambiado entre nosotros? ¿Fue eso lo que desencadenó que lo hiciera?…
Las palabras son legibles pero trémulas, reprimidas por un enorme esfuerzo de voluntad
… siempre hay un precio. Aunque mis hijos no. Coged a cualquier otro. A cualquiera. Coged a todo el pueblo si queréis. Eso es lo que pienso para mis adentros cuando veo sus rostros en sueños. Que lo hice por mis hijos. Los mandaré con Juliette durante un tiempo. Acabaré aquí y los recogeré cuando la guerra haya terminado. Allí estarán a salvo. A salvo de mí. Los enviaré lejos a mis dulces Reine Cassis Boise sobre todo a mi pequeña Boise. ¿Qué otra cosa puedo hacer y cuándo acabará todo?…
Se interrumpe aquí; una receta escrita en tinta de color rojo para conejo guisado separa lo anterior del párrafo final que está escrito en un color y estilo diferentes, como si se hubiese tomado mucho tiempo para meditarlo.
… todo está arreglado. Los mandaré con Juliette. Estarán a salvo allí. Inventaré alguna historia para contentar a los chismosos. No puedo dejar la granja así como así, los árboles necesitan cuidados para el invierno. Belle Yolande da señales de hongos, tengo que decidir muchas cosas. Además estarán más seguros sin mí. Eso lo sé ahora.
No puedo ni siquiera empezar a imaginar cómo debía de sentirse. Miedo, remordimiento, desespero… y luego el terror de que al final se estuviera volviendo loca, que los delirios hubieran abierto la puerta de sus pesadillas al mundo real, amenazando todo lo que ella amaba… pero su tenacidad lo cortó de raíz. La terquedad que yo heredé de ella, el instinto por aferrarse a lo que era suyo aunque acabara matándola.
No, nunca me di cuenta de lo que tuvo que pasar. Yo tenía mis propias pesadillas. Pero, aun así, había empezado a oír rumores en el pueblo, rumores que eran cada vez más altos y amenazadores y que madre, como siempre, no negaba, ni siquiera parecía darse por enterada. Las pintadas en el gallinero habían desencadenado un goteo de rencor y sospecha que ahora, después de las ejecuciones en la iglesia, empezó a correr con mayor libertad. La gente tiene formas diferentes de expresar su pena, algunos lo hacen en silencio, otros con furia, otros aun con rencor. Raramente la pena hace salir lo mejor de las personas, a pesar de lo que los historiadores locales digan, y Les Laveuses no fue ninguna excepción. Chrétien y Murielle Dupré, después del breve silencio tras la conmoción causada por la muerte de sus dos hijos, se tiraron los trastos a la cabeza, ella hecha una arpía cruel y él un palurdo, mirándose furtivamente en los bancos de la iglesia, ella con un nuevo morado en un ojo, con algo cercano al odio. El viejo Gaudin se encerró en sí mismo como una tortuga que se prepara para hibernar. Isabelle Ramondin, siempre una lengua maliciosa aun en los mejores tiempos, se hizo más artera y falsa, mirando a la gente desde sus ojos negro azulados, con la blanda barbilla temblándole llorosa. Sospecho que tal vez fuese ella quien empezó. O quizá fuese Claude Petit, que nunca habla dicho nada bueno de su hermana mientras estaba en vida pero que ahora parecía el vivo retrato del dolor fraternal. O Martin Truriand, quien pasaba a heredar el negocio de su padre ahora que su hermano estaba muerto… Parece que la muerte siempre hace salir a las ratas de los agujeros, y en Les Laveuses las ratas eran la envidia, la hipocresía, la falsa piedad y la codicia. Al cabo de tres días parecía que todo el mundo miraba con recelo a los demás; la gente se congregaba en grupos de dos en dos y de tres en tres para hablar en susurros y callarse en cuanto alguien se acercaba; algunos rompían a llorar con lágrimas inexplicables y al minuto siguiente le sacaban los ojos al vecino, y poco a poco, incluso yo me apercibí de que las conversaciones acalladas, las miradas de reojo, las imprecaciones susurradas se producían casi siempre cuando nosotros pasábamos por allí, cuando íbamos a correos para recoger las cartas, a la granja de Hourias a buscar leche o a la ferretería para comprar una caja de clavos de mampostería. Siempre las mismas miradas. Los mismos murmullos. En una ocasión fue una piedra lanzada contra mi madre por detrás del establo. Otra, puñados de tierra arrojados contra nuestra puerta después del toque de queda. Las mujeres nos giraban la cara sin saludarnos.
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