Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses

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Cuando reanudamos nuestro viaje, divisamos frecuentemente a lo lejos unos jinetes solitarios, que en el horizonte parecían atisbar atentamente nuestros movimientos. Todas nuestras tentativas para acercarnos y entrar en conversación con ellos resultaron inútiles. Sobre sus veloces caballejos desaparecían como sombras. Mientras nos instalábamos en el pasaje escarpado y difícil de los Ham Chan, y nos preparábamos para pasar allí la noche, de repente, en la lejanía, sobre una cresta, encima de nosotros, surgieron unos cuarenta jinetes montados en caballos blancos, y sin previo aviso hicieron caer sobre nuestro grupo una granizada de balas. Dos de los oficiales cayeron lanzando un grito. Uno de ellos murió en el acto y el otro sobrevivió algunos minutos. No les permití a mis hombres que respondiesen; en vez de eso agité una bandera blanca y me dirigí a los agresores como parlamentario, acompañado del calmuco. Primero nos hicieron dos disparos, pero dejaron de tirar y desde las rocas se adelantó a nosotros un pelotón de jinetes. Iniciamos las negociaciones. Los tibetanos explicaron que Ham Chan es una montaña santa que no se debe pasar de noche, y nos aconsejaron proseguir nuestro viaje hasta un punto en que podríamos considerarnos en seguridad. Nos preguntaron de donde veníamos y adónde íbamos y respondiendo a lo que les indicamos acerca del objeto de nuestro viaje nos dijeron que conocían a los bolcheviques y los respetaban como a libertadores de los pueblos de Asia sujetos al yugo de la raza blanca. No fue mi intención entablar con ellos una discusión política, y volví al lado de mis compañeros. Al bajar la cuesta hasta nuestro campamento temí un momento recibir un balazo en la espalda, pero los hunghutzes tibetanos no dispararon. Avanzamos, dejando entre las piedras los cuerpos de los dos oficiales como triste prueba de las dificultades y peligros de nuestra expedición. Caminamos toda la noche; nuestros caballos, extenuados, se detenían constantemente, y algunos se tiraban al suelo, pero les obligábamos a andar. En fin, cuando el sol se hallaba en el cenit hicimos alto. Sin desensillar los caballos, los dejamos acostarse un poco para descansar. Frente a nosotros se dilataba una ancha planicie pantanosa donde evidentemente debían de hallarse las fuentes del río Ma-Chu. No lejos de allí, al otro lado, se extiende el lago Arugn Nor. Encendimos fuego con boñigas de vaca y empezamos a calentar agua para hacer té. De nuevo, y sin avisarnos, llovieron las balas en torno nuestro. En seguida nos escondimos detrás de unos peñascos y esperamos. El fuego del enemigo se intensificó, acercándose, y los asaltantes formaron un círculo alrededor nuestro, sin economizar las municiones. Habíamos caído en una emboscada, y nuestra salvación era muy problemática. Claramente comprendimos que nos esperaba la muerte. Intenté parlamentar de nuevo, pero cuando me incorporé con la bandera blanca no recibí otra respuesta que una lluvia de balas, y, desgraciadamente, una de ellas, rebotando en una piedra, me dio en la pierna izquierda, alojándose en ella. En aquel momento uno de los nuestros cayó muerto. No pudiendo hacer otra cosa, repelimos la agresión. La lucha duró unas dos horas. Tres de los nuestros sufrieron heridas leves. Resistíamos cuanto podíamos; pero los hunghutzes no cejaban y la situación empeoraba por minutos.

– No hay más remedio – dijo un veterano coronel – que montar a caballo y huir a donde y como se pueda.

¿Adónde? ¡Terrible problema! Celebramos una breve consulta. Era indudable que con aquella banda de forajidos a nuestros alcances, cuanto más nos internásemos en el corazón del Tíbet, menos esperanzas tendríamos de escapar vivos.

Decidimos volver a Mongolia. ¿Pero cómo? Eso no lo sabíamos. Así empezó nuestra retirada. Sin interrumpir el fuego partimos hacia el Norte. Uno tras otro mordieron el polvo tres de los nuestros. Mi amigo el tártaro agonizaba con un balazo en el cuello. Junto a él cayeron de las sillas mortalmente heridos dos jóvenes y vigorosos oficiales, mientras que sus caballos, aterrorizados, huían a campo traviesa enloquecidos por el espanto, símbolos vivientes de nuestro estado de alma. Aquello enardeció a los tibetanos, quienes aumentaron su osadía. Una bala chocó en la hebilla de la correa de una polaina y me la metió en el tobillo con un trozo de cuero y tela. Mi antiguo amigo, el agrónomo, profirió un ¡ay!, palpándose un hombro, y le vi secarse y vendarse como pudo su frente ensangrentada. Un segundo después nuestro calmuco recibió seguidos dos balazos en la palma de la mano, de modo que se la mutilaron lastimosamente. En aquel instante quince hunghutzes cargaron contra nosotros.

Seis bandidos rodaron por tierra, mientras que dos de ellos, habiendo sido desmontados, corrieron velozmente para reunirse a sus camaradas puestos en fuga. Pocos momentos después cesó el fuego del enemigo y agitaron un lienzo blanco. Dos jinetes se adelantaron hacia nosotros. Durante las negociaciones supimos que su jefe había sido herido en el pecho y venían a pedirnos que le proporcionásemos los primeros auxilios. Súbitamente entreví un rayo de esperanza. Cogí mi botiquín y llevé conmigo al calmuco como interprete. Su mano herida le hacia sufrir enormemente, y prorrumpió gimiendo en feroces maldiciones:

– Dad a ese bribón cianuro de potasio – dijeron mis compañeros.

No era ese mi plan.

Nos condujeron junto al jefe herido. Estaba echado en un montón de mantas de monturas, entre las breñas. Nos dijo que era tibetano; pero conocí enseguida, por su fisonomía, que era turcomano, oriundo, probablemente, de la parte meridional del Turquestán. Me miró con aire asustado y suplicante. Examinándole vi que la bala le había atravesado el pecho de izquierda a derecha, que había perdido mucha sangre y que estaba muy débil. Primero probé con mi propia lengua todas las medicinas que iba a aplicarle, incluso el yodoformo, para convencerle de que no era veneno. Cautericé la herida con yodo, la rocié con yodoformo e hice la cura. Di orden de que no tocasen al herido y le dejasen quieto en el mismo sitio donde estaba acostado. Luego enseñé al tibetano cómo había de cambiar la cura y le entregué gasa, vendas y un poco de yodoformo. Administré al enfermo, a quien la fiebre ya devoraba, una fuerte dosis de aspirina y le facilité algunos comprimidos de quinina. Inmediatamente, dirigiéndome a los asistentes por mediación de mi calmuco, les dije con tono solemne:

– La herida es muy peligros; pero he dado a vuestro jefe un remedio muy eficaz, y espero que escapará de esta. Sin embargo, es necesaria una condición: los malos espíritus que vinieron a su lado para aconsejarle que nos atacase sin razón, a nosotros, unos viajeros inofensivos, le matarán irremisiblemente si somos victimas de la menor agresión. No debéis conservar ni un solo cartucho en vuestras armas.

– Diciendo esto, ordené al calmuco que descargase su fusil y yo también saqué todos los cartuchos de mi pistola. Los tibetanos, sin dilación, imitaron mi ejemplo, obedientemente.

– Acordaos de lo que os he dicho: durante once días y once noches no debéis moveros de aquí, ni cargar vuestros fusiles. De otro modo, el demonio de la muerte se apoderará de vuestro jefe y os perseguirá.

Y para reforzar mi declaración saqué majestuosamente y pasé sobre sus cabezas el anillo del Hutuktu de Narabanchi.

Volví con los míos y los tranquilicé. Les aseguré que estábamos libres de nuevos ataques por parte de los bandidos y que solo nos era preciso procurar encontrar el camino de Mongolia. Nuestros caballos se habían quedado tan flacos, que hubiéramos podido colgar nuestros capotes en sus huesos descarnados. Pasamos allí dos días, durante los cuales visité varias veces al enfermo. Esto nos permitió también curarnos las heridas, por fortuna leves, y dar descanso a nuestros cuerpos. Desgraciadamente solo tenia una navaja para extraer la bala de mi pantorrilla izquierda y sacar del tobillo derecho los accesorios de guarnicionero guardados en él. Interrogando a los bandidos respecto del camino de las caravanas, no tardamos en lograr ponernos en una de las rutas principales, y tuvimos la buena suerte de tropezar con la caravana del joven príncipe mongol Punzing, que iba en misión sagrada, portador de un mensaje del Buda vivo de Urga al Dalai Lama de Lhassa. Nos ayudó a comprar caballos, camellos y provisiones de boca.

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