Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses
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El calmuco lamaísta unió sus ruegos a los del mongol. Prometí ir al monasterio con el calmuco. Los tártaros me entregaron grandes hatyks de seda para ofrendarlos como regalo y nos prestaron cuatro magníficos caballos. Aunque el monasterio estaba a noventa kilómetros, a las nueve de la noche entraba yo en la yurta de San Hutuktu. Era un hombre de mediana edad, pequeño, delgado, de cara afeitada, y se llamaba Jelby Dimarap Hutuktu. Nos acogió benévolamente, se mostró satisfecho de recibir los hatyks que le ofrecí, así como de ver que yo no ignoraba nada de la etiqueta mongola. Mi tártaro, en efecto, había empleado mucho tiempo y paciencia para enseñármela. El Hutuktu me escuchó atentamente, me dio preciosos consejos para el viaje y me regaló un anillo que después me abrió las puertas de todos los monasterios lamaístas. El nombre de ese Hutuktu es sumamente estimado en toda Mongolia, en el Tíbet y en el mundo lamaísta de China. Pasamos la noche en la esplendida yurta , y a la mañana siguiente visitamos los santuarios, en los que se celebraban solemnes ceremonias, acompañadas de músicas, gongs , tamtams y pitos. Los lamas, con voces graves, entonaban las plegarias, mientras que los sacerdotes menores repetían las antífonas. La frase sagrada Om! Mani padme Hung! , aparecía sin cesar en los responsos. El Hutuktu nos deseó buen viaje, nos entregó un gran hatyk amarillo y nos acompañó hasta la verja del monasterio. Cuando estuvimos a caballo nos dijo:
– Acordaos de que aquí seréis siempre bien recibidos. La vida es complicada y todo puede suceder. Quizá os veáis obligados a volver más tarde a este rincón de Mongolia; si así es, no dejéis de pasar por Narabanchi Kure.
Aquella noche nos reunimos a los tártaros, y al día siguiente reanudamos nuestro viaje. Como yo estaba muy cansado, el movimiento lento y suave del camello me meció y me permitió reposar algo. Toda la jornada anduve soñoliento, y a ratos hasta quedé completamente dormido. Esto fue desastroso para mí, porque mi camello, al subir el borde escarpado de un río durante uno de mis sueños, tropezó, me hizo caer y darme de cabeza con una piedra. Perdí el conocimiento, y al recobrar el sentido me vi cubierto de sangre y rodeado de mis amigos, en cuyos rostros se leía la más viva ansiedad. Me vendaron la cabeza y continuamos la marcha. Sólo mucho tiempo después supe, por un medico que me examinó, que me había roto el cráneo a consecuencia de haber echado una siesta.
Transpusimos las cadenas orientales del Altac y del Karlig Tag, centinelas extremos que la cordillera de los Tian-Chan manda por el Este hacia el Gobi; luego atravesamos de Norte a Sur, en toda su anchura, el Juhu Gobi. Reinaba un frío intenso, pero afortunadamente las arenas heladas nos consentían avanzar con extraordinaria rapidez. Antes de salvar los montes Jara, trocamos nuestras cabalgaduras de adormecedor balanceo por caballos, y en aquella transacción los turguts nos robaron miserablemente, como buenos chamarileros del desierto.
Contorneando las montañas llegamos al Kansu. Era una maniobra arriesgada, porque los chinos detenían a todos los emigrados, y yo temía por mis compañeros rusos. Nos escondíamos durante el día en los barrancos, los boques y los matorrales, haciendo marchas forzadas por la noche. Necesitamos cuatro días para cruzar el Kansu. Los escasos campesinos chinos con quienes tropezamos se mostraron con nosotros pacíficos y hospitalarios y demostraron especial interés por el calmuco, que hablaba un poco el chino, y también por mi caja de medicinas. En aquel país abundaban las enfermedades de la piel.
Al aproximarnos al Nau Chau, montañas al nordeste de la cadena de los Altyn Tag (los montes Altyn Tag son a su vez una rama oriental del sistema montañoso del Pamir y del Karakorum), dimos alcance a una importante caravana de mercaderes chinos que se dirigían al Tíbet y nos reunimos a ellos. Durante tres días pisamos las sinuosidades sin fin de los barrancos de aquellos montes y recorrimos sus collados. Observamos que los chinos saben elegir las mejores pistas en los parajes difíciles.
Hice todo el trayecto en un estado semiinconsciente. Nos encaminábamos a un grupo de lagos pantanosos que alimentan al Kuku Nor y a toda una red de grandes ríos. La fatiga, la tensión nerviosa continua y el golpe que había recibido en la cabeza me produjeron escalofríos y accesos de fiebre; tan pronto ardía como me castañeteaban los dientes, hasta el punto de que mi caballo asustado me desazonó varias veces. Deliraba gritando o llorando. Llamaba a los míos y les explicaba lo que debían hacer para venir a buscarme. Recuerdo, como en sueños, que mis compañeros me sacaron de la silla, me echaron en el suelo, me dieron a beber aguardiente chino y me dijeron cuando recobré un poco la lucidez:
– Los comerciantes chinos van hacia el Oeste y nosotros debemos ir al Sur.
– No; al Norte – repliqué con tono seco.
– ¡Qué al Norte! ¡Al Sur! – respondieron mis compañeros.
– ¡Por Dios y el diablo! – grité furioso -. Acabamos de atravesar a nado el pequeño Yenisei, y el Algyak está al Norte.
– Estamos en el Tíbet – protestaron mis compañeros -. Es preciso que lleguemos al Brahmaputra.
– ¡Brahmaputra!… ¡Brahmaputra!
Aquella palabra deba vueltas y vueltas en mi agitado cerebro, confundiéndolo y trastornándolo de manera terrible.
Repentinamente me acordé de todo y abrí los ojos. Moví apenas los labios y no tardé en perder el conocimiento. Mis compañeros me transportaron al monasterio de Charje, donde el doctor lama me reanimó rápidamente con una solución de fatil o ginseng chino. Hablando con nosotros de nuestros proyectos, expuso sus dudas acerca de la posibilidad de cruzar el Tíbet, pero no quiso explicarnos el motivo de su opinión.
CAPITULO XVI
Un camino bastante largo nos condujo de Charje a un Dédalo de montañas, y cinco días después de haber abandonado el monasterio desembocamos en el anfiteatro montañoso, en cuyo centro se extiende el gran lago de Kuku Nor. Si Finlandia merece su nombre de “país de los diez mil lagos”, el dominio del Kuku Nor puede llamarse sin exageración “la región del millón de lagos”. Bordeamos este lago al Oeste, entre el río y Dulan Kitt, siguiendo un camino zigzagueante trazado entre numerosos pantanos, lagunas y arroyos, profundos y limosos. El agua allí no estaba todavía cubierta de hielo, y únicamente en la cima de los montes sentimos la mordedura de los vientos. Muy raras veces nos encontramos con los indígenas del país, y solo con enormes dificultades pudo nuestro calmuco averiguar cuál era el camino, interrogando a los escasos pastores que encontrábamos. Desde la orilla oriental del lago Tasun dimos un rodeo hasta un monasterio situado a alguna distancia, donde nos detuvimos para descansar algo. Con nosotros llegó también al santo lugar un grupo de peregrinos. Eran tibetanos. Se mostraron muy impertinentes y se negaron a hablarnos. Iban todos armados de fusiles rusos, llevando en bandolera las cartucheras y en el cinturón dos o tres pistolas y abundantes cartuchos. Nos miraron atentamente, y desde luego comprendí que procuraban calcular nuestra fuerza militar. Después de su marcha, aquel mismo día, ordené a nuestro calmuco preguntase al gran sacerdote del templo quiénes eran aquellos hombres. Al principio, el monje contestó evasivamente; pero como le enseñé la sortija del Hutuktu de Narabanchi y le ofrecí un hatyk amarillo, se hizo más comunicativo.
– Son mala gente – exclamó -. Desconfiad de ellos.
Sin embargo, no quiso decirnos sus nombres, y justificó su negativa citando la ley de los países búdicos, que prohíbe pronunciar el nombre del padre, del profesor y del jefe. Averigüé más tarde que en el norte del Tíbet existe la misma costumbre que en China septentrional. Las cuadrillas de hunghutzes corretean por el país; se presentan en las oficinas principales de las grandes empresas comerciales y en los conventos, percibiendo un tributo y convirtiéndose a poco en protectores de la comarca. Es probable que aquella banda tuviese al monasterio tibetano bajo su amparo.
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