Poco antes de que llegase Stauffenberg, se presentó en la Bendlerstrasse el general Beck, el hombre que debía convertirse en jefe del Estado en sustitución de Hitler. No llevaba puesto el uniforme, para mostrar el carácter civil que quería dar al golpe de Estado.
A las 16.15, el coche de Stauffenberg, procedente del aeródromo, fue anunciado en el patio del Bendlerblock. El coronel, con semblante serio y preocupado, entró a la carrera en el interior del edificio seguido por Haeften y subió de dos en dos los escalones, hasta llegar al despacho de Olbricht. Sin perder el tiempo en saludos, un sudoroso Stauffenberg acribilló a Olbricht a preguntas, sobre todo para saber por qué no había comenzado la Operación Valkiria en su momento, lamentándose de que se hubieran perdido unas horas preciosas.
Olbricht le expresó brevemente sus dudas de que el dictador hubiera muerto en el atentado, basándose en el mensaje transmitido por Fellgiebel desde el Cuartel General, a lo que el coronel exclamó:
– ¡Hitler ha muerto!, ¡yo he visto con mis propios ojos cómo lo sacaban de entre los escombros!
Con tono seguro y triunfante, Stauffenberg hizo un atropellado relato de la explosión en la sala de conferencias, el barracón destruido, las llamas y la humareda.
– No sólo Hitler está muerto, sino que es probable que no haya habido ningún superviviente. La explosión -añadió el coronel- ha sido comparable a la de una granada de 150 milímetros.
Olbricht insistió en que hacía sólo unos minutos había escuchado al propio Keitel, presente en la sala en el momento del atentado, decir que Hitler seguía vivo, lo que indignó al coronel, tanto por lo que él creía una mentira del mariscal destinada a ganar tiempo, como por la ingenuidad de sus compañeros de complot en creerla.
De todos modos, puesto que la palabra clave “Valkiria” había sido lanzada ya, había que seguir adelante con el golpe, sin perder un minuto más. Acto seguido, Stauffenberg tomó el teléfono y pidió hablar con París. Allí, su primo, el teniente coronel Caesar von Hofacker, también participaba plenamente de la conspiración. Hofacker se había puesto de acuerdo con el coronel Fickh para tomar el control de la capital francesa.
Tanto el comandante de París, como los mandos militares en general, así como el comandante supremo del frente occidental, el mariscal Günther von Kluge, veían con indisimulada simpatía la posibilidad de un golpe de timón. De hecho, los rumores de que Von Kluge estaba decidido, a espaldas de Hitler, a entrar en contacto con las potencias occidentales para acordar un armisticio, corrieron como la pólvora, no sólo en el frente del oeste sino también en el oriental. Sin duda, la proximidad de las tropas aliadas, que seis semanas antes habían desembarcado en Normandía, hacía que la confianza en Hitler para conducir la guerra hubiera disminuido de forma apreciable.
Así pues, en París se esperaba la noticia del golpe de Estado para ponerse mayoritariamente de parte de los conjurados. Stauffenberg comunicó a su primo que Hitler había muerto, añadiendo con un fingido entusiasmo que “aquí, en Berlín, ya está en marcha el golpe de Estado, ha sido ocupado el barrio del Gobierno”.
“PARA MÍ, ESE HOMBRE ESTÁ MUERTO”
En esos momentos llegó al Bendlerblock el conde Helldorf, jefe de la policía de Berlín, que había sido requerido telefónicamente por Olbricht, además de otros conjurados, como el conde Bismarck y el doctor Gisevius.
Olbricht comunicó en persona al jefe de Policía de Berlín que el Führer ya no vivía y que la policía debía ponerse bajo el mando de las Fuerzas Armadas. Helldorf empezó de inmediato a dar las órdenes precisas. Cuando el jefe de la policía se marchó, intervino el general Beck para admitir que existían dudas sobre el resultado del atentado y que, pese a las afirmaciones de Stauffenberg, lo más probable era que Hitler aún estuviera vivo. Pero Beck declaró solemnemente el principio que debía regir a partir de ese momento entre los conjurados:
– Para mí, ese hombre está muerto. No podemos claudicar de este convencimiento si no queremos llevar el desconcierto a nuestras propias filas.
Hay que admitir que el análisis de Beck, que coincidía en el fondo con el de Stauffenberg, era el correcto. Si Hitler no estaba muerto, había que actuar como si lo estuviese. Ya no era posible retroceder, había que ir hacia delante con resolución. Beck confiaba en que aún tuvieran que transcurrir varias horas hasta que el Cuartel General pudiera ofrecer pruebas irrefutables de que el atentado había fracasado. Si, llegado ese momento, los conjurados ya habían tomado el control de Berlín, el golpe tendría muchas posibilidades de triunfar.
Pero para que los conjurados pudieran imponerse en la capital del Reich era poco menos que decisivo contar con el apoyo del general Fromm, que unos minutos antes había rechazado unirse al complot después de la clarificadora conversación telefónica sostenida con Keitel.
Con la Operación Valkiria en marcha, había llegado la hora de la verdad, en la que no valían medias tintas; había que obligar al general Fromm a sumarse a la conjura o, en caso contrario, prescindir de él.
Olbricht, acompañado ahora de Stauffenberg, lo intentaría por segunda vez. Ambos irrumpieron en su despacho. Olbricht se dirigió al gigantesco Fromm, que permanecía sentado:
– Stauffenberg acaba de regresar de la Wolfsschanze y ha visto cómo sacaban a Hitler muerto del barracón -afirmó con rotundidad Olbricht-. No hacen falta más pruebas.
– Pues Keitel en persona me ha dicho lo contrario -replicó Fromm.
– ¡Keitel miente! -intervino Stauffenberg-, el mariscal Keitel siempre miente. ¡Yo mismo he visto a Hitler muerto cuanto lo transportaban en camilla!
– Y como está demostrado que el Führer ha muerto -dijo Olbricht-, se ha lanzado la palabra clave “Valkiria” a los comandantes de las regiones militares.
Fromm se levantó de un salto y bramó:
– ¿Cómo? ¡Esto es un caso de desobediencia! ¿Quién ha dado esa orden?
– El jefe de mi Estado Mayor, el coronel Mertz von Quirnheim respondió Olbricht.
Fromm, enfurecido, golpeó con fuerza la mesa y ordenó que se presentase de inmediato Quirnheim. Este apareció y reconoció que había puesto en marcha los planes previstos para evitar que se produjeran disturbios. Fuera de sí, Fromm le dijo que desde ese mismo momento estaba arrestado, y que cursase las órdenes precisas para cancelar la Operación Valkiria ya iniciada.
Von Quirnheim, con gran sangre fría, tomó una silla y se sentó, ante la perplejidad de Fromm.
– No pienso moverme de aquí -sentenció Ali Quirnheim-. Si estoy arrestado, no tengo libertad de movimientos para cumplir con lo que usted me ha dicho.
Antes de que Fromm estallase de ira ante esa provocación, Stauffenberg tomó la palabra y, con toda calma, declaró:
– Mi general, yo soy el que ha puesto la bomba durante la conferencia del Führer. Y le aseguro que la explosión ha sido tan potente que no ha podido sobrevivir nadie.
En un primer momento, Fromm se quedó de piedra ante la confesión del coronel. ¡El jefe de su propio Estado Mayor había cometido el atentado! Seguramente, enseguida ató cabos; ahora entendía por qué Keitel le había preguntado sobre el paradero de Stauffenberg…
Pero el veterano Fromm no perdió la compostura ante esa sorprendente revelación. Dirigiéndose a Stauffenberg, le dijo en tono despectivo:
– Desengáñese, su atentado ha fracasado. Keitel ha dicho la verdad: el Führer vive. ¿Tiene un arma?
Stauffenberg, desconcertado, hizo un gesto afirmativo.
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