– Bien -prosiguió Fromm-, lo mejor que puede hacer es pegarse un tiro, coronel.
– De ningún modo lo haré -replicó desafiante Stauffenberg.
Olbricht aún confiaba en hacer entrar en razón a Fromm para que se sumase al golpe. Con grandes dosis de ingenuidad, le habló de que era necesario actuar con energía, había que actuar para evitar que el país continuara caminando hacia el desastre. En términos patéticos, casi imploró a Fromm que se uniese al levantamiento.
Por toda respuesta, Fromm exclamó:
– ¿Así que usted también está involucrado en esta conspiración? ¡Está usted arrestado!
– Mi general -respondió Olbricht-, usted no se hace cargo de la situación. No puede arrestarnos porque somos nosotros los que podemos arrestarlo a usted, y eso es lo que hacemos en este momento. ¡Considérese arrestado!
Fromm dio un salto y sacó su pistola, apuntando a Olbricht. Pero en ese instante entraron en el despacho el teniente Von Haeften y otro oficial. Entre todos lograron reducir, no sin dificultades, al corpulento Fromm, que fue conducido a un despacho vecino, en el que quedaría custodiado por el mayor Von Leonrod. Luego se le permitiría trasladarse a sus dependencias, en el mismo edificio, tras dar su palabra de que no intentaría huir.
Algo similar ocurriría con los oficiales que se mostraron reticentes a tomar parte en el golpe. Entre los que quedaron detenidos por los sublevados estaba también el coronel Glaesemer, comandante de la escuela de carros con sede en Krampnitz. Según el plan, sus blindados debían ser la fuerza de choque del golpe de Estado. Pero Glaesemer, al ver que existían serias dudas sobre la muerte del Führer, se resistió a colaborar, por lo que corrió la misma suerte que Fromm.
El general Olbricht dijo entonces al general Hoepner que a él le correspondía sustituir a Fromm en sus funciones. Hoepner había sido destituido por Hitler al caer en desgracia a principios de 1942, prohibiéndole volver a vestir el uniforme. Sin demostrar excesivo entusiasmo, Hoepner aceptó el nuevo cargo ofrecido por Olbricht, aunque demandó una orden escrita, denotando un absurdo puntillismo legalista. Después de ponerse el uniforme que había traído en una maleta -había llegado vestido de civil- se instaló en el despacho de Fromm, desde donde emitiría órdenes en nombre del general depuesto.
Aunque Hoepner ostentaba el poder nominal, éste pasó a ser ejercido de facto por Stauffenberg. El coronel estableció inmediatamente unas estrictas medidas de seguridad en el edificio del Bendlerblock. Colocó en todas las salidas hombres de guardia que sólo permitían el paso a los que poseían una autorización firmada por el propio Stauffenberg.
Pero estas medidas no debían ser demasiado efectivas porque Stauffenberg recibió en el despacho que ocupaba en ese momento una inesperada visita. Se trataba de un jefe de las SS muy fuerte, de anchas espaldas, acompañado de dos individuos vestidos de paisano, funcionarios de la policía criminal, como luego se comprobaría.
– ¡Heil Hitler! -saludó el hombre-. Busco al coronel conde von Stauffenberg.
El coronel, tranquilo y despreocupado, respondió:
El general Erich Hoepner, sustituto de Fromm.
Su falta de resolución fue muy perjudicial para el desarrollo del golpe.
– Sí, soy yo. Diga, por favor.
– Soy el oberführer Humbert Pifrader -se presentó el visitante-. Vengo de parte del Departamento Central de Seguridad del Reich y tengo que formularle algunas preguntas.
Stauffenberg, solícito, se mostró dispuesto a atenderle amablemente, por lo que le rogó que le acompañasen a una sala contigua para poderles atender más cómodamente. El jefe de las SS y sus ayudantes entraron con él en la sala, en donde, para sorpresa de Pifrader, se encontraban a punto dos jóvenes oficiales, el coronel Jager y el teniente Von Kleist, armados con pistolas ametralladoras.
Pifrader y sus acompañantes fueron rápidamente desarmados y puestos bajo vigilancia en una habitación próxima. Entre tanto, los dos guardias de las SS que esperaban en el patio a Pifrader fueron también detenidos.
Poco después hubo otra visita, en este caso del general Von Kortzfleisch, que estaba al mando de la región de Berlín-Brandeburgo. Bernardis le había llamado por teléfono para decirle que debía tomar las medidas previstas en el Plan Valkiria con el fin de evitar que se produjesen desórdenes, pero Kortzfleisch intuyó que algo extraño estaba sucediendo y exigió que fuera Fromm el que le diese la orden en persona.
Cuando Kortzfleisch acudió al Bendlerblock, fue conducido no ante Fromm, que estaba detenido, sino ante su sustituto, el general Hoepner. Kortzfleisch no reconoció su autoridad y se negó a decretar el estado de excepción en la región que tenía a su cargo. Para él, no había ninguna prueba de que Hitler estuviera muerto, tal como aseguraban los conjurados, y por lo tanto seguía vigente el juramento de fidelidad hecho a su persona. Olbricht y Beck intentaron hacerle entrar en razón; replicaron que, en todo caso, Hitler había traicionado cien veces el juramento hecho al pueblo alemán, y que por lo tanto no podía invocar un juramento de fidelidad hecho a un hombre semejante. Pero esta argumentación no minó lo más mínimo la inconmovible resolución de Kortzfleisch de negarse a obedecer a los conjurados, lo que no dejó otro remedio que proceder a su detención.
De todos modos, la obstinada resistencia de Kortzfleisch, pese a ser un importante contratiempo, no había supuesto una sorpresa para los conspiradores, por lo que ya tenían en la recámara un sustituto, el general Von Thüngen, que enseguida tomó el mando de la región militar.
A las cuatro y media ya se había transmitido la primera orden fundamental [19], que llevaba la firma del nuevo comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, el mariscal de campo Erwin von Witzleben -pese a que aún no se había presentado en la Bendlerstrasse-. Esta orden se envió a una veintena de destinatarios, incluyendo los jefes superiores de las tropas combatientes de las regiones militares de Alemania y los territorios ocupados.
Una hora más tarde, el coronel Mertz von Quirnheim envió la segunda orden básica [20], destinada a los jefes de las regiones militares, en este caso con la firma del general Fromm.
En el Cuartel General de Hitler no se disponía aún de noticias concretas sobre lo que estaba ocurriendo en Berlín, pero en la capital del Reich el golpe iba tomando cuerpo. Al fin las cosas se ponían en marcha y un aire de optimismo comenzaba a respirarse entre los conjurados, cuando no una cierta euforia.
Stauffenberg había logrado transmitir su ánimo y su autoconfianza a sus compañeros. Con las decisiones que habían tomado, ya no había vuelta atrás posible, y tenían la sensación de que ya nada podría pararles. Sin embargo, estaban muy equivocados.
Capítulo 9 Hitler reacciona
El golpe de Estado no había comenzado con la fluidez que habían previsto los conjurados. El retraso había sido importante y se había perdido la oportunidad de actuar con el factor sorpresa a favor pero, gracias sobre todo a la fuerza de voluntad de Stauffenberg, se estaba recuperando el tiempo perdido a marchas forzadas y los implicados vislumbraban ya la posibilidad cierta de que su acción pudiera verse culminada con el éxito.
Pero, mientras tanto, ¿qué sucedía en la Guarida del Lobo?
Tras el atentado, Hitler había expresado a todos los que le rodeaban que él ya sabía, desde hacía mucho tiempo, que se estaba preparando un atentado contra él. Rabiosamente, aseguraba una y otra vez que ahora podría descubrir a los traidores y hablaba de los terribles castigos que les esperaban. También agradecía, en cierto modo, el intento de asesinato porque había reforzado su convencimiento de que la Providencia estaba de su parte. Mostraba a todos sus pantalones desgarrados, así como su guerrera con un gran agujero en la espalda, como si se tratasen de la prueba palpable de que se había “salvado milagrosamente” y que, por lo tanto, era un elegido.
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