La conversación comenzó siendo distendida, en torno a la Providencia que había permitido al Führer seguir con vida para cumplir con su misión al frente de Alemania. Pero conforme avanzaba la conversación fueron deslizándose veladas acusaciones entre los contertulios, que poco a poco dejaron de ser sutiles para convertirse en explícitas e hirientes.
Doenitz, con el apoyo de Goering, acusó al Ejército de traidor, para criticar después a la Luftwaffe su falta de actividad, lo que enojó al obeso mariscal del Reich. Goering pagó finalmente su enfado con Ribbentrop, al que reprochó su fracasada política exterior, tachándolo de “vendedor de champán” -su actividad anterior a su carrera política- y llegando a amenazarle con su bastón de mariscal.
Mientras se desarrollaba esta lamentable escena, Hitler permanecía hundido en su mullido sillón, manteniendo en la boca una pastilla que le había proporcionado el doctor Morell, mentalmente ausente de esa trifulca entre los jerifaltes del Tercer Reich, y de la que era perplejo testigo el dictador italiano.
Pero cuando uno de los presentes se refirió al asunto de Ernst Röhm y la consiguiente noche de los cuchillos largos, en la que las SS ajustaron cuentas pendientes con las SA, Hitler saltó como un resorte. Se puso de pie con una inesperada agilidad y, recordando aquel episodio, bramó asegurando que el juicio que organizó contra aquellos traidores no sería nada comparado con el que le esperaba a los que habían intentado matarle unas horas antes.
El diálogo que hasta ese momento habían mantenido los presentes se convirtió en un largo monólogo que nadie se atrevía a interrumpir, en el que Hitler, fuera de sí, juraba una y otra vez que exterminaría a los culpables, pero también a sus mujeres y a sus hijos. Palabras como sangre, venganza, horca o muerte salían como un torrente de la boca crispada del Führer, mientras los criados de las SS, silenciosamente, seguían sirviendo tazas de té.
A las 16.10, el mariscal Keitel dio cuenta al Führer de la conversación que acababa de mantener con el general Fromm sobre el atentado, y le comunicó que Stauffenberg aún no había regresado a Berlín. También le explicó que había hablado con Goebbels y que éste le había dicho que todo estaba tranquilo en la capital, pero Keitel añadió que en la Bendlerstrasse había un grupo de oficiales que estaban propagando el rumor de que el Führer había muerto.
Las peticiones de aclaración arreciaron sobre el Cuartel General cada vez en mayor número y más apremiantes. Los comandantes en jefe de los frentes y los jefes de las regiones militares querían oír del propio Keitel o del general Jodl la confirmación del fracaso del atentado. Mientras tanto, llegó desde Berlín la noticia de que se había lanzado el Plan Valkiria, lo que produjo gran inquietud. El mariscal Keitel trató de anular estas medidas de excepción, pero no pudo comunicar con los generales Fromm u Olbricht.
Hitler muestra al Duce el estado en el que había quedado la sala y Mussolini, estupefacto comprueba los efectos de la explosión en el barracón de conferencias. Luego, ambos dictadores permanecieron sentados entre los escombros largo rato, sin pronunciar palabra.
El jefe de las SS, Heinrich Himmler, fue nombrado de inmediato por Hitler jefe del Ejército del Interior en sustitución de Fromm, con plenos poderes para reprimir el golpe que estaba desarrollándose en esos momentos en Berlín.
Con la llegada de este dato, el nerviosismo aumentaría en la Wolfsschanze, donde Himmler decidió incrementar aún más las medidas de vigilancia, ordenando que una compañía de las SS acudiese desde su cuartel en Rastenburg. Sin embargo, al estar compuesta por reclutas, la llegada de esta compañía tan sólo contribuiría a aumentar la confusión en el Cuartel General.
Sobre las cinco y media, Hitler hizo llamar a Goebbels al teléfono y le ordenó que emitiese por la radio una comunicación en la que se precisase que el atentado era obra de una pequeña camarilla de oficiales ambiciosos y criminales, y que el Führer se encontraba sano y salvo y en compañía del Duce. Otra orden de Hitler fue la de nombrar a Heinrich Himmler jefe del Ejército del Interior, en sustitución del general Fromm.
Durante esa tarde, Hitler no dejaría de manifestar su cólera contra el Ejército, que consideraba en su conjunto reacio a seguir sus directrices. Pero afirmaría también que ese estado de cosas cambiaría en breve; la primera medida, tomada en esos mismos momentos, fue decidir la sustitución del jefe del Estado Mayor General, el general Zeitzler, cuya cooperación con Hitler no era demasiado entusiasta, por el general Heinz Guderian, que fue reclamado con urgencia con el propósito de meter en cintura al Estado Mayor.
El mariscal Wilhelm Keitel celebró con entusiasmo el que Hitler hubiera sobrevivido al atentado. Creyó que era una señal de la Providencia, que anunciaba la futura victoria de Alemania. En la imagen, diez meses después, firmando la rendición ante los Aliados.
El séquito del Duce había sido casi ignorado por los alemanes, pero los representantes italianos consiguieron al menos que los 700.000 soldados transalpinos desarmados y detenidos tras la caída del fascismo e internados en campos de concentración alemanes fueran considerados y pagados como trabajadores libres. Esta petición había sido rechazada en varias ocasiones por Hitler pero en esta ocasión, quizás por el efecto de la dramática jornada vivida, la aceptó de buen grado; los prisioneros serían liberados en seis semanas.
Hitler acompañó a Mussolini a la estación. Intercambiaron promesas de volver a verse pronto y reafirmaron su voluntad de luchar hasta el fin. Tras despedirse del Duce, Hitler regresó de inmediato a su búnker; debía poner toda su energía en combatir el golpe de Estado que amenazaba su despótico poder.
Mientras tanto, en Berlín, con arreglo a lo estipulado en el Plan Valkiria, el comandante Otto-Ernst Remer, jefe del Batallón de la Guardia Grossdeutschland, condecorado con la Cruz de Caballero con hojas de roble, se presentó en el despacho del comandante de la ciudad, el general Von Hase, para recibir instrucciones. Allí se le ordenó ocupar la Casa de la Radio, poner guardia de protección en la Bendlerstrasse, aislar la central de la Gestapo y el Departamento Central de Seguridad del Reich, y tomar el Ministerio de Propaganda, reteniendo al ministro, Joseph Goebbels.
Posiblemente, el comandante Remer tuvo que contemplar con extrañeza estas disposiciones, en especial lo que hacía referencia a las medidas contra la Gestapo y el Ministerio de Propaganda, pero no dudó en comenzar a impartir las órdenes pertinentes para cumplir con los objetivos que se le habían encomendado.
Durante la planificación del golpe, los conjurados no habían previsto que Remer pudiera causarles ninguna dificultad. Estaba considerado como un soldado disciplinado, que cumpliría a rajatabla las órdenes de su superior. Remer, a diferencia de los impulsores del complot, era un hombre de acción; no se le conocía un criterio propio, sino únicamente su disposición férrea a cumplir con la misión encomendada. En cierto modo, Remer era un perro de presa preparado para ejecutar sin contemplaciones las órdenes de su amo.
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