– Bueno, ya ve usted, puedo pasar. La seguridad aplastante exhibida por el coronel logró romper la resistencia del jefe del puesto; la artimaña funcionó y pudieron así franquear la penúltima barrera.
Pero las dificultades serían mayores en el último puesto de control, el del área III. Poco antes de llegar a él, se dio la alarma en todo el Cuartel General. La guardia de ese puesto, además de mantener cerrada la barrera, había colocado dos obstáculos contracarros interceptando la carretera, con soldados apostados tras ellos. Stauffenberg fue consciente en ese momento de que debía sacar todo el provecho de su acreditado poder de persuasión para poder superar la única barrera que le separaba del campo de aviación.
Tras hacer detener el auto, el jefe del puesto, el sargento Kolbe, del Batallón de la Guardia del Führer, comunicó a sus ocupantes que tenía órdenes tajantes de no dejar salir a nadie del Cuartel General. Stauffenberg intentó convencerle de que debía dejarle pasar, al tener que tomar un avión dentro de pocos minutos, pero chocó con la intransigencia del sargento, decidido a obedecer a rajatabla las órdenes recibidas.
El conde salió del vehículo y, con paso firme, se dirigió a la caseta del puesto, con la intención de repetir el mismo truco empleado en la barrera anterior. Pero el sargento no se dejó impresionar por el impulsivo coronel y fue él mismo el que tomó el auricular, solicitando a Stauffenberg el nombre del oficial con el que deseaba hablar.
Stauffenberg, muy contrariado, le dio el nombre del capitán de caballería Von Mollendorf -con quien había desayunado esa mañana- y el sargento pidió que le pusieran en comunicación con él. Cuando el capitán se puso al aparato, Kolbe pasó el teléfono a Stauffenberg; éste preguntó al capitán el motivo de que se le retuviese en ese puesto de control, pues no podía hacer esperar a su avión. Afortunadamente, Von Mollendorf desconocía en ese momento que se hubiera atentado contra Hitler, por lo que le concedió el permiso para abandonar la Wolfsschanze en dirección al aeródromo. Stauffenberg ya iba a colgar cuando el desconfiado sargento Kolbe le arrebató el auricular y se hizo repetir por Von Mollendorf el permiso. Tras recibir la confirmación del capitán, Kolbe ordenó apartar los obstáculos contracarro y levantar la barrera. Ya nada se interponía entre los conjurados y el avión que debía trasladarles a Berlín.
Stauffenberg ordenó al conductor que acelerase a fondo. A toda velocidad, el coche se dirigió al campo de aviación. Por el camino, Haeften sacó de su cartera la carga explosiva que no había dado tiempo de activar y se deshizo de ella, arrojándola a un lado del camino. Esta acción no pasó desapercibida para el conductor, pues advirtió la acción de Haeften reflejada en el espejo retrovisor; más tarde la referiría a los investigadores del atentado, lo que les permitiría encontrar esa segunda bomba.
Poco después de la una, el automóvil se detuvo a unos cien metros del Heinkel 111 que les estaba aguardando; los dos conspiradores subieron al aparato y en unos minutos, a las 13.15, éste despegaba sin novedad rumbo a la capital del Reich.
A bordo del avión, Stauffenberg y Haeften debieron derrumbarse sobre sus asientos, agotados por la terrible tensión nerviosa que habían acumulado, pero felices y satisfechos, convencidos de que habían cumplido con su arriesgada misión.
Los conjurados creían que habían logrado su propósito de acabar con la vida de Hitler. La bomba dejada por Stauffenberg en la sala de conferencias hizo explosión cuando las agujas de los relojes marcaban las 12.42 [15].
La potente carga estalló tal como estaba previsto. Se produjo un cegador relámpago amarillo y una detonación ensordecedora. Volaron puertas y ventanas, se proyectaron en todas direcciones astillas y cristales, y se alzó una nube de humo. Parte de los restos del barracón estaba en llamas. La explosión derribó a la mayoría de los presentes, lanzando a algunos al exterior de la sala, y había quien tenía el cabello o la ropa ardiendo. Se oían gritos desesperados demandando socorro.
Aparentemente, Stauffenberg había conseguido su objetivo, pero en realidad el efecto de la explosión había sido muy distinto al buscado por él. Como el general Brandt había movido la cartera de sitio, colocándola tras la gruesa pata de la mesa, ésta había hecho de pantalla, dirigiendo la onda expansiva hacia el lado contrario al que se encontraba el Führer.
Esta mastodóntica construcción es el búnker de Hitler, a donde se retiró el dictador tras sufrir el atentado. Los intentos posteriores de volar los gruesos muros del refugio fracasarían debido a su grosor.
Además, como Hitler se encontraba en ese momento totalmente apoyado en la mesa, sosteniendo su barbilla con el codo, la tabla de la mesa actuó como un improvisado y eficaz escudo protector. A Brandt, próximo al artefacto, la explosión le arrancó de cuajo una pierna y su cuerpo quedó acribillado al instante por una miríada de astillas. Estas graves heridas le producirían la muerte. Ese era el destino reservado para Hitler, si Brandt no hubiera cambiado el rumbo de la historia involuntariamente, al modificar el lugar original de la cartera.
Además de Brandt, morirían en el atentado el general Korten, el general Schmundt y el estenógrafo Berger. Los demás resultarían con heridas más o menos graves [16]. Todos ellos quedaron afectados por conmociones cerebrales y roturas de tímpanos, incluso los heridos leves. Sólo hubo una excepción: el mariscal Keitel, que no sufrió ningún daño.
El propio Hitler resultó levemente herido; sufrió conmoción cerebral con desfallecimiento transitorio, perforación de ambos tímpanos, contusiones en el codo derecho, quemaduras en las piernas, erosiones en la piel y unos cortes en la frente. El dictador explicaría más tarde que sintió la explosión “como una llama repentina de una claridad infernal” y “un estallido que rompía los tímpanos”.
Hitler se levantó de entre aquellas ruinas humeantes con la cara ennegrecida, apagándose las llamas de los pantalones y de la parte posterior de la cabeza, que le quedó chamuscada.
Keitel, que en ese momento no podía ver a Hitler debido al humo y a la confusión, gritaba:
– ¿Dónde está el Führer? ¿Dónde está? Al verlo, Keitel se abalanzó sobre él, ayudándole a incorporarse del todo y gritando mientras le abrazaba efusivamente:
– ¡Mi Führer, está usted vivo! ¡Está usted vivo! El mariscal le tomó por los hombros y salió con él de lo que unos segundos antes era el barracón de conferencias. Los otros supervivientes aparecían dando traspiés entre las ruinas humeantes. Todo aquél que podía moverse por sí mismo buscaba ansiosamente salir de allí. Temían que hiciera explosión una segunda bomba, y esto hizo que todos se apresurasen instintivamente alejarse del lugar todo lo rápido que les permitía su estado físico.
Hitler aparecía totalmente cubierto de polvo y con los pantalones rasgados, doliéndose sobre todo de las numerosas astillas que había penetrado en sus piernas y advirtiendo, bastante sorprendido, que su temblor habitual en la pierna izquierda había desaparecido casi por completo. Desentendiéndose de los heridos y rechazando a quienes se apresuraban a prestarle ayuda, Hitler pidió a Keitel que le condujese de inmediato a su búnker, en donde estaría seguro en caso de que el ataque se reprodujese.
El doctor Morell acudió rápidamente al búnker para examinarle. También entró en el búnker Linge, su sirviente. Hitler, que estaba tranquilo, dijo a Linge con una amarga sonrisa:
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