Una vez en el pasillo, Stauffenberg dijo a Freyend que debía devolverle la llamada a Fellgiebel, la llamada sobre la que el sargento mayor Vogel le había informado de forma inoportuna mientras estaba montando las bombas junto a Haeften. Freyend se asomó al pequeño cuarto en el que se encontraba la centralita y pidió al oficial de guardia, el sargento Adam, que llamase a Fellgiebel. Mientras se establecía la comunicación, Freyend dijo a Stauffenberg que debía regresar a la sala y se marchó, es de suponer con gran alivio para el coronel, pues así podría escapar sin tener que ofrecer explicaciones.
El sargento Adam localizó a Fellgiebel e indicó a Stauffenberg que pasase a la cabina contigua para tomar el auricular. Stauffenberg entró, tomó el auricular y lo dejó descolgado, marchándose a toda prisa, pues no había tiempo que perder. La bomba podía estallar en cualquier momento. Avanzó por el pasillo a largas zancadas y, sin tan siquiera detenerse a recoger la gorra y el cinturón, salió en dirección al barracón de los ayudantes de la Wehrmacht, para reunirse de nuevo con Haeften y emprender la huida hacia el aeródromo.
Mientras tanto, la reunión seguía desarrollándose con normalidad. Durante el informe de Heusinger, Hitler había planteado una cuestión que, según el general Buhle, caía perfectamente en el campo que le correspondía a Stauffenberg, en calidad de jefe del Estado Mayor del Ejército territorial, quien podría dar respuesta exacta a la consulta. En ese momento se echó en falta al coronel. El coronel Brandt comunicó entonces que Stauffenberg había tenido que ausentarse para efectuar una llamada telefónica urgente.
Visiblemente molesto, el mariscal Keitel salió al pasillo y se dirigió a la centralita, mientras el general de la Luftwaffe Korten daba a conocer las últimas novedades en lo que se refería a la aviación. En la central de teléfonos, el oficial de guardia informó a Keitel que, efectivamente, “el coronel de un solo brazo y un parche en el ojo” había pedido una conferencia con Berlín, pero que se había marchado enseguida. Keitel, enojado y desconcertado a partes iguales, regresó a la sala de reuniones y envió al general Buhle a localizar por teléfono al coronel.
Cuando Buhle regresó sin haber podido tampoco encontrar a Stauffenberg, el coronel Brandt se acercó a su jefe, Heusinger, con la intención de observar más de cerca un detalle en el mapa que se encontraba en ese momento extendido sobre la mesa. Al intentarlo, dio involuntariamente un golpe con el pie a la cartera dejada por Stauffenberg. Como le estorbaba para moverse, la tomó y la colocó al otro lado de la gruesa pata de la mesa.
Hitler interrumpía con frecuencia a Heusinger durante su intervención:
– ¿Cómo está la situación en el Centro?
– Un ligero alivio en el sector Sur. La llegada de refuerzos se deja sentir. Llegaremos quizás a detener a los rusos en la frontera polaca.
– Se conseguirá -afirmó Hitler, optimista-, y después podremos eliminar la cabeza de puente de Lemberg.
– Los rusos se acercan a Prusia Oriental -sentenció Heusinger.
– No entrarán -le tranquilizó Hitler-, Model y Koch me lo garantizan.
Heusinger prosiguió con su explicación, insistiendo en que el Grupo de Ejércitos del Norte debía retirarse urgentemente del lago Peipus:
– Las fuerzas rusas, en número abrumador, están efectuando un movimiento envolvente hacia el norte, al oeste del Dvina. Las vanguardias están ya al sudoeste de Dvinsk…
Hitler se interesó por el punto concreto del mapa al que hacía referencia el general, en el extremo superior del plano; el Führer se echó sobre la mesa, apoyando todo el tronco sobre ella para estudiarlo con su lupa.
– Si nuestro Grupo de Ejércitos no se retira del lago -explicaba Heusinger-, nos enfrentaremos a una catástrofe…
Justo en ese momento, el alambre del temporizador, corroído por el ácido, dejó de sostener el resorte del percutor. Eran exactamente las 12.42.
Stauffenberg, tras salir a paso rápido del barracón de conferencias, llegó en menos de un minuto al edificio de los ayudantes de la Wehrmacht, distante unos doscientos metros. Allí, además de su ayudante Haeften, le esperaba el jefe de transmisiones de las Fuerzas Armadas, el general Erich Fellgiebel, que también participaba en la conspiración. Como se ha apuntado, la misión de Fellgiebel era trascendental para el desarrollo del golpe; una vez consumado el asesinato de Hitler, debía ponerse en contacto telefónico con los conjurados de la Bendlerstrasse para comunicarles la noticia e inmediatamente cortar todas las comunicaciones de la Guarida del Lobo con el exterior.
Cuando Stauffenberg entró en el barracón, encontró a Fellgiebel departiendo con el teniente Ludolf Gerhard Sander, que no sabía nada del complot. El coronel hizo un gesto a Fellgiebel y éste salió al exterior, a esperar junto a Stauffenberg el momento de la explosión. Por su parte, Haeften se hallaba ultimando una gestión para conseguir un vehículo. Para disimular, Stauffenberg y Fellgieble iniciaron una conversación referida a las fortificaciones en el frente oriental, a la que se sumó Sander, que acababa de salir del edificio.
Posición de los presentes en la sala en el momento del estallido del artefacto dejado por Stauffenberg.
De repente, se escuchó una fuerte explosión. Fellgiebel, pese a saber que la deflagración era inminente, no pudo evitar lanzar una mirada de sorpresa a Stauffenberg y éste se encogió de hombros. Sander no pareció inmutarse, puesto que los animales que habitaban los alrededores solían detonar las minas que rodeaban el recinto y lo achacó a ese motivo. Desde allí era imposible alcanzar a ver el barracón de conferencias, ya que había edificios y árboles que tapaban la vista [13].
Imagen zenital de la placa situada en el punto exacto donde se encontraba el maletín que contenía el artefacto explosivo.
Haeften se presentó casi en ese mismo momento con un vehículo listo para emprender la fuga hacia el aeródromo, en donde debían tomar el avión que les trasladaría a Berlín. Pero Stauffenberg se dio cuenta de que tenían también a su disposición el mismo automóvil que les había llevado hasta allí. Los dos subieron a este último. El chófer dijo a Stauffenberg:
– Coronel, se olvida la gorra y el cinturón.
– Usted limítese a conducir, ¡y arranque el coche de una vez! Al pasar cerca del barracón de conferencias, Stauffenberg pudo comprobar las consecuencias de la reciente explosión. Del edificio, ahora en ruinas, salía una densa humareda y una nube de papeles ardiendo. Los heridos intentaban escapar de los restos de la cabaña; posteriormente aseguraría haber visto a unos enfermeros llevarse a una persona en camilla con la capa de Hitler cubriéndole el rostro, como si estuviera muerta [14].
Así quedó la sala de conferencias después de la explosión.
Aprovechando los primeros momentos de confusión en la Wolfsschanze, pudieron cruzar sin ningún contratiempo el puesto de guardia del área de seguridad I. Los documentos personales del coronel fueron suficientes.
Pero el jefe del puesto del área II, al haber escuchado la explosión, había decidido por iniciativa propia cerrar la barrera y no permitir el paso a nadie hasta recibir órdenes. Stauffenberg no logró convencer al guardián para que le dejase pasar; enojado, salió del vehículo y se dirigió a la caseta del cuerpo de guardia y, ante el jefe del puesto, simuló hablar por teléfono con alguien. Volviéndose a él, le dijo:
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