– Parece que a Alexandre le va bien…
Philippe sonrió y asintió con la cabeza como si hablase consigo mismo.
– Me siento muy feliz con él. No sabía lo feliz que podía hacerme.
– Ha cambiado mucho. Casi no lo reconozco.
El pensó ¡nunca lo has conocido! Pero no dijo nada. No quería iniciar las hostilidades hablando de Alexandre. El problema no era Alexandre, el problema era ese matrimonio que no acababa de morir, que parecía agonizar sin fin. El la miraba, sentada frente a él. La más guapa de todas, sus dedos toqueteaban el collar de perlas finas que le había regalado por sus diez años de matrimonio, la mirada azul malva fija en el vacío, interrogándose sobre el futuro de su relación, sobre el futuro de ella, contando los años que le quedaban para seguir siendo seductora, evaluando los medios que debía utilizar para seguir siendo su mujer o convertirse en la mujer de otro, cansada por anticipado ante la dificultad de tener que volver a empezar con un extraño, estando él ahí, al alcance de la mano, una presa tan fácil y dominada durante tanto tiempo.
Él se fijó en el brazo delicado, el cuello esbelto, los labios carnosos, la cortó en trocitos y cada uno de ellos se llevó el premio a la excelencia del trocito más hermoso. La imaginó con sus amigas, hablando de su fin de semana en Londres, o bien sin hablar, no debe de tener ya muchas amigas. Se la imaginó en el tren, calculando sus posibilidades, escrutando su rostro en el espejo… Había perdido tanto tiempo en el espejismo de su amor… Allí donde yo veía un oasis, palmeras, una fuente de agua viva, no había más que aridez y cálculo. ¿Había sentido placer conmigo? No sé nada de esa mujer que he tenido en mis brazos. Ya no es mi problema. Mi problema, esta noche, es poner fin a sus ilusiones. Ha buscado con la mirada dónde he puesto su bolsa de viaje. Se pregunta dónde va a dormir. No dormiremos juntos, Iris.
Él abrió la boca para enunciar en voz alta sus pensamientos, pero ella se inclinó hacia delante y su mano partió en busca de un pendiente que había caído. Anda, se dijo Philippe, ¡ésos no los conocía! ¿Es posible que haya otro además de mí que le regale joyas? ¿O es un pendiente de pacotilla que ha visto en un escaparate?
Iris había encontrado el pendiente y lo había devuelto a su lugar. Le lanzó una sonrisa radiante. «Su corazón es un cactus erizado de sonrisas». ¿Dónde había leído esa frase? Debió de anotarla pensando en ella. Esbozó una rápida sonrisa. Te conozco, sobrevivirás a nuestra separación. Porque tú no me quieres. Porque tú no quieres a nadie. Porque no tienes emociones. Las nubes sobrevuelan tu corazón, pero no lo impregnan. Como un niño mimado al que se le regala un juguete. Da palmadas, juega un rato y después lo abandona. Para pasar a otro. Aún más grande, aún más bonito, aún más decepcionante. Nada puede colmar el vacío de tu corazón. Ya no sabes qué buscar que te haga estremecer… Necesitas tormentas, huracanes para sentir una ligera, una ligerísima emoción. Estás haciéndote peligrosa, Iris, peligrosa para ti misma. Ten cuidado, te vas a estrellar. Debería protegerte, pero ya no siento deseos, ya no tengo ganas. Te he protegido mucho tiempo, mucho, pero ese tiempo ha terminado.
– Te he traído regalos -acabó diciendo Iris para romper el silencio.
– Qué amable…
– ¿Dónde has puesto mi bolsa? -preguntó ella con tono casual.
Lo sabes muy bien, estuvo a punto de decir.
– En la entrada…
– ¿En la entrada? -repitió ella, extrañada.
– Sí.
– Ah…
Se levantó, fue a buscar su bolsa. Sacó un jersey de cachemir azul y una caja de pastelitos de almendra. Se lo tendió con la sonrisa de un explorador yanqui negociando con un astuto sioux.
– ¿Pastelitos? -se extrañó Philippe, recibiendo la caja blanca en forma de rombo.
– ¿Recuerdas? Nuestro fin de semana en Aix-en-Provence… Habías comprado diez cajas para tenerlos siempre a mano: en el coche, en el despacho, en casa… A mí me parecían demasiado dulces…
Su voz canturreaba, feliz; él escuchó el estribillo que ella no osaba entonar. ¡Éramos tan felices!, entonces ¡tú me amabas tanto!
– Eso fue hace mucho tiempo… -dijo Philippe, haciendo un esfuerzo de memoria.
Dejó la cajita sobre la mesa baja, como si rechazara volver atrás, hacia una felicidad inventada.
– ¡Oh! ¡Philippe! ¡Aquellos tiempos no están tan lejos!
Ella se había sentado a sus pies y le estrechaba las rodillas. Estaba tan guapa que la compadeció. Librada a sí misma, sin la protección de un hombre que la ame, sus debilidades harían de ella una presa tan fácil… ¿Quién la protegerá cuando yo no esté?
– Se diría que has olvidado que nos quisimos…
– ¡Yo te quise! -corrigió él con voz dulce.
– ¿Qué quieres decir?
– Que fue en una sola dirección… y que se acabó.
Ella se había incorporado y le miraba fijamente, incrédula.
– ¿Se acabó? ¡Pero eso es imposible!
– Sí, nos vamos a separar, a divorciar…
– ¡Oh, no! Te quiero, Philippe, te quiero. He pensado en ti, en nosotros, todo este tiempo en el tren, me decía, vamos a empezar de cero, vamos a recomenzar todo. Cariño…
Le había cogido de la mano y la estrechaba con fuerza.
– Te lo ruego, Iris, no hagas las cosas más difíciles, ¡sabes muy bien lo que pasa!
– He cometido errores. Lo sé… Pero también he comprendido que te amaba. Que te amaba de verdad… Me he comportado como una niña mimada, pero ahora lo sé, lo sé…
– ¿Sabes qué? -preguntó él, aburrido por adelantado de sus explicaciones.
– Sé que te quiero, que no te merezco, pero te quiero…
– Como querías a Gabor Minar…
– ¡Nunca lo quise!
– En todo caso, lo disimulabas muy bien.
– ¡Me dejé engañar!
– ¡Tú me engañaste! No es lo mismo. Y además ¿qué más da? Eso es cosa del pasado. He pasado página. He cambiado, ya no soy el mismo hombre, y este hombre nuevo no tiene nada en común contigo…
– ¡No digas eso! También cambiaré. Eso no me da miedo, ¡nada puede darme miedo contigo!
Él la miró, irónico.
– Te crees que porque me digas que vas a cambiar, cambiarás, y porque me digas que lo sientes ¡yo me olvidaré de todo y seguiremos igual! ¡La vida no es tan sencilla, querida!
Ella recobró esperanzas al escuchar esa palabra afectiva. Posó su cabeza sobre sus rodillas y acarició su pierna.
– Te pido perdón por todo.
– ¡Iris! ¡Te lo ruego! Me incomodas…
Sacudió la pierna como si se librara de un perro molesto.
– ¡Pero no podría vivir sin ti! ¿Que voy a hacer?
– Ése no es problema mío, pero que sepas que, en lo material, no te abandonaré…
– ¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?
– Todavía no lo sé. Tengo ganas de paz, de ternura, de compartir… Tengo ganas de cambiar de vida. Durante mucho tiempo tú has sido la razón de mi vida, después me apasionó mi trabajo, mi hijo al que he descubierto no hace tanto tiempo. Me he cansado de mi trabajo, tú has hecho todo lo posible para que me canse de ti, me queda Alexandre y las ganas de vivir de forma distinta. Tengo cincuenta y un años, Iris. Me he divertido mucho, he ganado mucho dinero, pero también he derrochado mucho. Ya no quiero refinamiento, ni frivolidades, ni falsas declaraciones de amor y de amistad, ni concursos de egos viriles. Tu amiga Bérengère se me insinuó la última vez que la vi…
– ¡Bérengère!
Puso cara extrañada y divertida.
– Ahora sé cómo quiero ser feliz y esa nueva felicidad no tiene nada que ver contigo. Incluso tú eres lo opuesto a ella. Así que te miro, te reconozco, pero ya no te quiero. Me ha hecho falta tiempo, el tiempo de un reloj de arena de dieciocho años, el tiempo para que los minúsculos granos de arena caigan de un lado al otro del reloj. Tú has agotado tus reservas de arena y yo he pasado al montón de al lado. Es muy sencillo, en el fondo…
Читать дальше