Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Sintió cómo el agresor la empujaba con el pie, hacía rodar su cuerpo inerte, la arrastraba hasta el gran contenedor, el del fondo, que sólo se sacaba una vez a la semana. La empujaba y la comprimía contra el fondo del cuarto para esconderla, la cubría con un trozo de moqueta sucia para que no la descubriesen enseguida. Ella se preguntó quién habría dejado allí esa moqueta, por qué estaba tirada. ¡Otra negligencia de esa portera! La gente ya no trabaja como debería, quieren primas y vacaciones, pero ya no quieren mancharse las manos. Se preguntó cuánto tardarían en encontrarla. ¿Podrían determinar la hora exacta de su muerte? Su tío le había explicado cómo se hacía. La mancha negra sobre el vientre. Tendría una mancha negra sobre el vientre. Golpeó una lata que rodó hasta su brazo, respiró una bolsa de cacahuetes vacía, se extrañó otra vez de seguir consciente incluso si toda su fuerza se vaciaba junto a su sangre. Ya no tenía el valor de resistir.

Extrañada, extrañada y tan débil.

Oyó cómo se cerraba la puerta del cuarto de la basura. Produjo un chirrido de hierro oxidado en el silencio de la noche. Ella contó aún tres latidos de corazón antes de lanzar un pequeño suspiro y morir.

CUARTA PARTE

Ilis sacó su polvera Shisheido de su bolso Birkin. Se acercaba a Saint Paneras, quería ser la más guapa que bajase al andén.

Se había recogido la melena negra, se había puesto sombra de ojos violeta sobre los párpados, una capa de rímel sobre las pestañas, ¡ay!, ¡sus ojos! Nunca se cansaba de contemplarlos, es increíble cómo pueden cambiar de color, se vuelven de color tinta cuando estoy triste, se iluminan con un brillo dorado cuando estoy contenta, ¿quién sabría describir mis ojos? Se levantó el cuello de su blusa Jean-Paul Gaultier, se felicitó por haber elegido ese pantalón sastre de color violeta claro que realzaba su silueta. La finalidad de su viaje era sencilla: reconquistar a Philippe, volver a ocupar su sitio en la familia.

Sintió un impulso de ternura hacia Alexandre, al que no había visto desde hacía seis semanas. Había estado muy ocupada en París. Bérengère había sido la primera en llamar.

– Estabas resplandeciente antes de ayer en el Costes. No quise molestarte, estabas comiendo con tu hermana…

Habían charlado como si no hubiese pasado nada. El tiempo lo borra todo, pensó Iris retocándose con la polvera. El tiempo y la indiferencia. Bérengère había «olvidado» porque Bérengère nunca había prestado atención. Había recibido la espuma de los cotilleos parisinos, se la había tragado, la espuma se había volatilizado, y ya no se acordaba de nada. Mortal ligereza, ¡qué bien me sirves!, pensó Iris. Percibió una arruga sobre la mejilla izquierda, se acercó al espejo, se exasperó y prometió pedir a Bérengère la dirección de su dermatólogo.

El hombre sentado frente a ella no dejaba de mirarla. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, un rostro resuelto, amplios hombros. Philippe volvería. ¡O seduciría a otro! Había que ser realista, estaba usando sus últimos cartuchos, y un general debe permanecer lúcido ante la batalla final. Utiliza todos sus medios para ganarla, pero también prepara una solución para la retirada.

Guardó su polvera y metió la barriga. Había contratado a un coach, el señor Kowalski, que la manipulaba como si fuera plastilina. La enrollaba, la desenrollaba, la doblaba, la estiraba, la encogía, la hacía saltar, la aplastaba. Desgranaba el número de abdominales sin parpadear, sin ningún tipo de piedad, y cuando ella le suplicaba que moderase sus exigencias, él contaba uno, dos, tres, cuatro, debe usted saber lo que quiere, señora Dupin, a su edad debería usted hacer el doble. Le odiaba, pero era eficaz. Venía a su casa tres veces a la semana. Llegaba silbando, con un bastón del que se servía para los ejercicios de hombros. El pelo cortado a cepillo, ojitos marrones hundidos, una naricita minúscula como un botón y un torso de marinero. Siempre llevaba el mismo chándal azul cielo con rayas naranja y violeta, y una pequeña bolsa de deporte en bandolera. Entrenaba a mujeres de negocios, abogadas, actrices, periodistas, ociosas. Desgranaba sus nombres y sus hazañas mientras sudaba. Le había conocido en casa de Bérengère, quién había renunciado al cabo de seis sesiones.

Se dejó caer contra el asiento. Había hecho bien en anunciar su llegada a Alexandre antes de hablar con Philippe. No había podido negarse a recibirla. Todo iba a decidirse en ese viaje. Un escalofrío recorrió su espinazo.

¿Y si fracasaba?

Su mirada se posó en los barrios tristes de Londres, las casitas encastradas una en la otra, los escasos jardines, la ropa puesta a secar, las sillas de jardín rotas, las paredes llenas de grafitis. Recordó los barrios del extrarradio de París.

¿Y si fracasaba?

Hizo girar sus sortijas entre sus dedos, acarició su bolso Hermés, su larga estola de cachemir.

¿Y si fracasaba?

No quería pensar en ello.

Inclinó la cabeza cuando el hombre frente a ella se ofreció a bajar su bolso de viaje. Se lo agradeció con una sonrisa educada. El olor a agua de colonia barata que liberó cuando alzó los brazos para coger el equipaje lo dijo todo: no valía la pena perder el tiempo.

Philippe y Alexandre la esperaban en el andén. ¡Qué guapos eran! Se sintió orgullosa de ellos, y no se volvió hacia el hombre que le seguía los pasos y que después desaceleró cuando vio que la esperaban.

Cenaron en un pub en la esquina de Holland y Clarendon Street. Alexandre contó cómo había conseguido la mejor nota en historia, Philippe aplaudió, Iris le imitó. Se preguntó si iban a compartir la misma habitación o si había tomado medidas para que durmiese en otro lado. Recordó lo enamorado que había estado de ella y se convenció de que aquello no podía acabar así. Después de todo, un pequeño contratiempo en una larga vida conyugal podía pasarle a todo el mundo, lo principal es lo que hemos construido juntos… Pero ¿qué he construido yo con él?, se preguntó inmediatamente, maldiciendo la lucidez que le impedía mostrarse complaciente. Él intentó construir, pero ¿y yo?

Escuchó a Alexandre detallar todos los proyectos para el fin de semana.

– ¿Vamos a poder hacer todo eso? -preguntó ella, divertida.

– Si te levantas pronto, sí. Pero habrá que darse prisa.

¡Qué serio parecía! Hizo un esfuerzo para recordar su edad. Pronto catorce años. Hablaba un inglés sin acento cuando se dirigía al camarero o citaba el título de una película. Philippe se dirigía a él para evitar hablar con ella. Decía: «¿Crees que mamá estará interesada en ir a ver la retrospectiva de Matisse, o preferiría ir a ver la exposición de Miró?». Y Alexandre respondía que en su opinión mamá querría ver las dos. Soy una pluma de bádminton que se reenvían alegremente, a golpe de preguntas a las cuales no debo responder. Esa ligereza no le inspiró confianza.

El piso de Philippe se parecía al de París. No se sorprendió: él había amueblado los dos. Ella le había visto hacer. La decoración no le interesaba. Apreciaba los buenos decorados, pero no le gustaba recorrer anticuarios, ir a subastas. Todo lo que supone un esfuerzo prolongado me disgusta, me gusta pasear, soñar, leer largas horas tumbada. Soy contemplativa. Como Juliette Récamier. ¡Una perezosa más bien!, murmuró una vocecita a la que hizo callar.

Philippe había dejado su bolsa de viaje en la entrada. Alexandre fue a acostarse tras haber reclamado educadamente un beso y se encontraron solos, en el gran salón. Había hecho instalar una moqueta blanca, no debía de recibir a menudo. Se sentó cuidando de recostarse sobre un gran sofá. Le miró encender una cadena y elegir un CD. Parecía tan hermético que se preguntó si no había cometido un error viniendo. Ya no estaba segura de tener los ojos azules, el talle fino, los hombros redondeados. Se trituró las puntas del pelo, replegó sus largas piernas tras haberse librado de sus zapatos, en una postura de defensa y espera. Se sentía una extraña en ese piso. Ni por un instante había percibido abandono en Philippe. Era afectuoso, educado, pero la mantenía a distancia. ¿Cómo habían llegado a eso? Decidió dejar de pensar. No podía imaginarse la vida sin él. Volvió a su memoria el agua de colonia del hombre del tren e hizo una mueca de disgusto.

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