Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Enfilaron el bulevar Émile-Augier, atravesaron la antigua vía férrea y se dirigieron hacia el parque de la Muette. Hacía un tiempo primaveral, fresco, cortante y Joséphine se subió el cuello del impermeable.

– Y bien -preguntó él-, ¿qué le ha parecido su primera reunión?

– ¡Horrible! No pensaba que pudiese ser tan violenta…

– La señorita de Bassonnière se pasa a menudo de la raya -concedió él con tono moderado.

– Es usted demasiado amable, ¡insulta francamente a la gente!

– Debería aprender a controlarme. Cada vez muerdo el anzuelo. Y sin embargo ¡la conozco! Pero caigo en la trampa…

Parecía furioso contra sí mismo y sacudía la cabeza como un caballo estrangulado por su arnés.

– El señor Van den Brock también ha quedado bien servido -dijo Joséphine-. ¡Y el señor Merson! ¡Esas alusiones a su sexualidad!

– Nadie se le escapa. ¡Ha golpeado fuerte esta vez! Seguramente para impresionarla a usted.

– ¡Eso es lo que me ha dicho el señor Merson! Me ha explicado que tiene a todo el mundo fichado…

– He visto que estaba usted sentada a su lado, parecían divertirse mucho.

Había pronunciado esas palabras con un tonillo reprobador.

– Le encuentro divertido y más bien simpático -dijo Joséphine para justificarse.

Empezaba a hacerse tarde y el cielo se cubría de sombras malva y oscuras. Los castaños, ávidos de los primeros calores de primavera, tendían sus ramas de tierno verde como llamadas a la dulzura. Joséphine los imaginaba como gigantes con botas desperezándose tras el invierno. De las ventanas de las casas se escapaban ruidos de conversación y la animación tras los cristales entreabiertos contrastaba con las calles desiertas donde resonaba el eco de sus pasos.

Un gran perro negro atravesó y se detuvo bajo una farola. Les observó un instante, preguntándose si debía acercarse o evitarlos. Joséphine posó una mano sobre el brazo de Hervé Lefloc-Pignel.

– ¿Ha visto usted cómo nos mira?

– ¡Qué feo es! -exclamó Lefloc-Pignel.

Era un gran dogo negro, de pelo corto, alto de cruz, de mirada amarilla, torva. Su oreja izquierda, rota, colgaba, y la otra, mal cortada, estaba reducida a un muñón. Mostraba, sobre su flanco derecho, un largo corte que dejaba ver la piel, rosa y llena de ampollas. Emitió un gruñido sordo como para avisarles de que no se moviesen.

– ¿Cree usted que le han abandonado?-dijo Joséphine-. No lleva collar.

Lo miraba con ternura. Le parecía que se dirigía a ella, que su mirada la aislaba de Hervé Lefloc-Pignel, como si lamentara que fuese acompañada.

– El dogo negro de Brocéliande. Era el sobrenombre de Du Guesclin. Era tan feo que su padre no quería verle. Se vengó convirtiéndose en el más belicoso de su generación. A los quince años ganaba torneos y combatía enmascarado, para esconder su fealdad…

Tendió la mano hacia el perro que reculó sus ancas para después darse la vuelta y huir trotando hacia el parque de la Muette. Su alta silueta negra se fundió con la noche.

– Quizás tenga un dueño que le espere bajo los árboles -dijo Hervé Lefloc-Pignel-. Un vagabundo. A menudo están acompañados por perros grandes, ¿se ha dado usted cuenta?

– Deberían dejarlo sobre el felpudo de la señorita de Bassonnière -sugirió Joséphine-. ¡Le sentaría bastante mal!

– ¡Iría a entregarlo a la policía!

– ¡Eso seguro! No es suficientemente chic para ella.

El esbozó una sonrisa triste, después prosiguió como si no hubiese dejado de pensar en los comentarios de la Bassonnière:

– ¿No le molesta caminar en compañía de un paleto?

Joséphine sonrió.

– ¿Sabe?, yo tampoco procedo de familia noble… ¡Hemos nacido en cunas parecidas!

– Es usted muy amable…

– Y además, ¡no es una tara no haber salido del muslo de Júpiter!

El bajó la voz y adoptó un tono confidencial.

– Ella tiene razón, ¿sabe?: soy un chaval de pueblo. Abandonado por sus padres y recogido por un impresor en una aldea de Normandía. Ella tiene a todo el mundo fichado gracias a su tío. Pronto lo sabrá todo de usted, ¡si no lo sabe ya!

– Me da completamente igual. No tengo nada que esconder.

– Todos tenemos algún pequeño secreto. Piénselo bien…

– ¡Ya lo he pensado!

Después recordó a Philippe y se sonrojó en la oscuridad.

– Si su secreto es haber crecido en un pueblecito perdido en el campo, haber sido abandonado y recogido por un hombre generoso, ¡eso no es ninguna vergüenza! Podría ser incluso el principio de una novela al estilo de Dickens… Me gusta Dickens. Ya no se le lee mucho.

– A usted le gusta contar historias, escribirlas…

– Sí. En este momento, tengo la inspiración seca, ¡pero cualquier insignificancia podría ponerme en marcha! Veo principios de historias por todas partes. Es una manía.

– Me han dicho que ha escrito usted un libro que ha tenido mucho éxito…

– Fue una idea de mi hermana, Iris. Es todo lo contrario que yo: guapa, vivaz, elegante, ¡cómoda en todas partes!

– ¿Se sentía usted celosa cuando eran pequeñas?

– No. La adoraba.

– ¡Ah! ¡Lo ha dicho usted en pasado!

– Todavía la quiero, pero ya no la venero como antes. A veces incluso hasta me rebelo.

Sonrió modestamente y añadió:

– ¡Hago progresos a diario!

– ¿Por qué? ¿Ella la tiranizaba?

– A ella no le gustaría que dijera esto, pero sí… Imponía sus leyes. Ahora estoy mejor, intento liberarme. Aunque no siempre lo consigo… ¡Es muy difícil planchar una vieja arruga!

Soltó una risita para ocultar su incomodidad. Ese hombre la intimidaba. Tenía buena presencia, buen porte, era alto, y tenía una deferencia que la conmovía. Se sentía halagada de caminar a su lado y se reprochaba, al mismo tiempo, su necesidad de destacar. Tenía la molesta costumbre de precipitarse contando confidencias, con el fin de acaparar la atención de los que le impresionaban. Como si ella no se considerase lo suficientemente interesante para permanecer en silencio, como si necesitase «venderse», entregar un kilo de carne fresca para deslumbrar al otro. Empezó a balbucear. Era más fuerte que ella.

– Cuando vamos a casa de mi hermana, tiene una casa en Deauville, cogemos la autopista y observo los pueblos a lo lejos, en el campo. Veo pequeñas granjas rodeadas por bosquecillos, techos de paja, caseríos y escucho historias de Flaubert y de Maupassant…

– Yo vengo de uno de esos pueblecitos… ¡y mi vida podría contarse en una novela!

– ¡Cuéntemela!

– No es muy interesante, ¿sabe usted?…

– ¡Sí! Me encantan las historias.

Caminaban al mismo paso. Ni demasiado lento ni demasiado rápido. Ella sintió ganas de cogerle del brazo, pero se retuvo. No era un hombre que se soltase con facilidad.

– En aquella época, mi pueblo estaba vivo, animado. Tenía una calle mayor con tiendas a los dos lados. Un bazar, una tienda de ultramarinos, una peluquería, una oficina de correos, una panadería, dos carniceros, una floristería, un café. Nunca he vuelto allí, pero no debe de quedar gran cosa del mundo que conocí. Aquello fue hace…

Rebuscó en sus recuerdos.

– Hace más de cuarenta años…, yo era un niño.

– ¿Qué edad tenía usted cuando le…?

Ella dudó en decir «abandonaron» y no terminó su frase.

– Yo debía de tener… No lo recuerdo, ¿sabe?… Recuerdo ciertas cosas, muy precisas, pero no la edad que tenía.

– ¿Permaneció mucho tiempo en su casa?

– Crecí con él. Su pequeña empresa se llamaba Imprenta Moderna. Las letras estaban pintadas de verde sobre una tabla de madera blanca. Se llamaba Graphin. Benoit Graphin… Decía que tenía un apellido predestinado. Graphin, grafía, gráfico. Trabajaba día y noche. No estaba casado, no tenía hijos. Lo aprendí todo de él. El sentido del trabajo bien hecho, la puntualidad, la dedicación a la obra…

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