Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Ella le había cogido el gusto a los secretos.

Él le había cogido el gusto a las fichas e incluso después de retirarse conservaba todavía sus dossiers. Puestos al día. Porque él hacía favores. Porque era mudo como una tumba, flexible en sus alianzas, tolerante ante los excesos de autoridad de unos o las debilidades de otros.

De esa forma se había enterado del origen de Lefloc-Pignel, de su largo ir y venir durante su infancia de niño adoptado y rechazado por todos, de los hogares de acogida a cual más sórdido, de su matrimonio inesperado con la joven Mangeain-Dupuy y de su ascenso a la alta sociedad. Ella sabía por qué Van den Brock había dejado Amberes y había venido a ejercer a Francia, «¿error médico?, más bien crimen perfecto», se divertía ella murmurándoselo a la salida de sus reuniones anuales en las que se enfrentaba a sus tres víctimas. ¿Y el libidinoso Merson? ¿Acaso no iba a ligar a los clubes de orgías? ¿No abandonaba su cuerpo a uniones infames? Tendría mal efecto que se supiese… Su tío tenía fotos. Merson parecía reírse de ello, pero reiría menos si acabasen sobre la mesa de su jefe, el muy austero señor Lampalle, de Construcciones Lampalle, «las casas para la felicidad y la familia». Adiós suculento salario y expectativas de ascenso. Sólo dependía de ella que ese prometedor futuro se desvaneciera.

Los tenía cogidos. Una vez al año, les lanzaba advertencias. Era su gran momento. Se preparaba con semanas de antelación. Esta vez, Van den Brock había estado a punto de desmayarse. Ella tenía el informe completo de su «error» médico. Se rio para sus adentros y se imaginó la apertura de un nuevo juicio. Con todas sus amantes, presentes y pasadas. ¡Menudo montón de trapos sucios! Todo aquello la hacía muy poderosa. No bastaba para que le devolviesen el edificio y su hermoso piso de la fachada, pero eran deliciosas inyecciones de recuerdos del tiempo en el que ella era alguien, en el que los inquilinos le sonreían, le preguntaban cómo estaba. Hoy le cerraban la puerta en las narices. Era una vieja solterona inútil.

Entró en el ascensor, manteniendo a distancia la bolsa de basura que apestaba a salmón. Pulsó el botón del bajo. La nueva, con su mirada de cervatillo perdido, le había devuelto las fuerzas. Su dossier estaba vacío. ¿El libro escrito para su hermana? Un secreto desvelado. Pero su marido, en cambio… Aquel hombre no era trigo limpio. La santurrona no lo sabía todo. O prefería ignorarlo. No había renunciado a enterarse de algo sobre ella. Era la divisa de su tío: toda persona tiene su secreto, su pequeña maldad que, bien explotada, hará de él un servidor o un aliado.

Atravesó el patio y se dirigió al cuarto de la basura.

Abrió la puerta. Un olor a moho húmedo y a desechos podridos se agarró a su garganta. Se llevó la mano a la boca y se tapó la nariz. ¡Qué pocilga! ¡Y la conserje sin hacer nada! ¡Está demasiado ocupada pintando su portería! Pero aquello iba a cambiar, hablaría con el administrador. Ella sabía cómo hablarle.

Se congratuló de haberse puesto guantes de goma y levantó la pesada tapa del primer contenedor de basura, echándose atrás para no recibir en la nariz los gases nauseabundos. ¡Qué asco! En tiempos de mis padres no se habría soportado tanta mugre. Mañana mando una carta al administrador y reclamo el despido de esa chica. El, ahora, ya conoce el procedimiento de memoria, no necesito insistir, ni siquiera tendré que mencionar el nombre de su amante encarcelado. ¡Cuando pienso que ha contratado a esa chica sin preocuparse por sus relaciones! ¡El padre de sus hijos, un criminal! ¡Qué negligencia! Le pondré el dossier delante de sus narices.

No oyó que la puerta del cuarto se abría tras ella.

Inclinada sobre el gran contenedor gris, echando pestes de Iphigénie, la bata Damart abierta sobre su camisón rosa, sintió cómo la arrastraban violentamente hacia atrás. Recibió un primer golpe, y otro, y otro. No tuvo tiempo de gritar, de pedir ayuda; cayó hacia delante, sobre la basura. Su largo cuerpo de virgen seca se desplomó sobre la tapa, y después se golpeó contra otro contenedor antes de derrumbarse en el suelo. Giró sobre sí misma, se dejó caer como un trapo inerte. Pensó que todavía no había dicho su última palabra, que todavía había mucha gente cuyos vergonzosos secretos conocía, mucha gente que la podría detestar, y que ella adoraba que la detestaran, porque no se detesta a los débiles, verdad, sólo se odia a los poderosos.

Tumbada en el suelo, percibió los zapatos del hombre que se ensañaba con ella, buenos zapatos de hombre rico, zapatos ingleses, de punta redonda, zapatos nuevos, de suelas lisas que lanzaban brillos blancos en la noche. Se había agachado y la apuñalaba rítmicamente, ella podía contar los golpes, era una especie de danza, los contaba mientras se abatían sobre ella, se mezclaban en su mente junto a la sangre de su boca, la sangre en sus dedos, en sus brazos, por todos lados. ¿Una venganza? Podría ser que hubiese acertado: ¿encerrados en secretos demasiado pesados para ellos?

Se derramaba lentamente sobre el suelo, los ojos cerrados, diciéndose, sí, sí, lo sabía, todos tienen algo que esconder, incluso ese hombre tan guapo que posa en slip en los carteles publicitarios. Un hombre guapo y moreno, con un romántico mechón. ¡Cómo le gustaba! Fuerte y frágil, próximo y distante, magnífico y ausente. Con una debilidad que lo ponía a su merced. Su tío le había contado la debilidad. Él conocía todos los medios para dominar a la gente. Todo el mundo tiene un precio, decía, todo el mundo tiene un punto débil. Por supuesto, era más joven que ella, por supuesto que ni siquiera la miraba, pero eso no le impedía dormirse soñando que se convertía en su servidor, que ella se convertía en su confidente, que él la escuchaba y que, poco a poco, se estrechaban los lazos entre ellos, la solterona y el modelo. Su tío poseía fichas sobre él: varios arrestos por embriaguez o consumo de estupefacientes. Insultos a la autoridad, disturbios en la vía pública. Tiene cara de ángel, pero se comporta como un delincuente, tu amigo. ¡Ay, si sólo pudiese ser mi amigo!, se había dicho ella, con la confidencia en la punta de sus labios.

Se había enterado de su nombre, de su dirección, de la agencia, galería Vivienne, para la que trabajaba. Pero sobre todo, se había enterado de su secreto. Del secreto de su vida, de su doble vida. Quizás no debería haberle mandado aquella carta anónima. Había sido imprudente. Había salido de su universo. Su tío le decía siempre que eligiese el blanco con inteligencia, que se cuidase del peligro.

Saber cuidarse. Lo había olvidado.

Se abandonó al dolor, y después a una dulce inconsciencia, un charco de sangre caliente, pegajosa. Le hubiese gustado volverse para verle la cara al agresor, pero no tuvo fuerzas. Movió un dedo de la mano izquierda, sintió la sangre viscosa, espesa, su propia sangre. Se preguntó ¿puede ser que me haya localizado tras haber recibido la carta? ¿Qué error he podido cometer para que me encuentre? Se había preocupado de no dejar rastro, de enviarla desde el otro lado de París, había comprado periódicos que nunca leo para recortar las palabras. Nunca más posaría mis labios sobre sus fotos. Debería haber confesado ese fervor a mi tío. Me hubiese puesto en guardia: «Sibylle, conserva la calma, ése es tu problema, no sabes dominarte. Las amenazas se destilan poco a poco. Cuanto más moderada permanezcas, más fuerte será el impacto. Si te dejas llevar, ya no darás miedo a nadie, revelarás tu debilidad». Era otro de sus lemas. Debería haber escuchado a su tío. Hablaba como la Biblia.

Entonces, se extrañó, ¿se puede continuar pensando después de morir? El cerebro todavía funciona mientras el cuerpo se vacía, el corazón empieza a pararse, el aliento se agota…

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