Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Ella levantó hacia él un rostro adorable y crispado donde se leía la incredulidad.

– ¡Pero eso no es posible! -gritó ella de nuevo leyendo la determinación en su mirada.

– Se ha hecho posible, Iris, lo sabes muy bien, no sentimos nada el uno por el otro. ¿Para qué seguir disimulando?

– ¡Pero yo te amo!

– ¡Por favor! ¡No te vuelvas indecente!

Él esbozó una sonrisa indulgente. Le acarició el pelo como quien acaricia la cabeza de un niño para calmarle.

– Déjame aquí contigo. Estaré en mi lugar.

– No, Iris, no… He esperado mucho tiempo, pero se acabó. Te quiero mucho, pero ya no te amo. Y ante eso, querida, no puedo hacer nada.

Ella se estremeció como picada por una serpiente.

– ¿Hay otra mujer en tu vida?

– Eso no te interesa.

– ¡Hay otra mujer en tu vida! ¿Quién es? ¿Vive en Londres? ¡Por eso has venido a vivir aquí! ¿Me engañas desde hace mucho?

– Esto es ridículo. Vamos a ahorrárnoslo.

– Quieres a otra. Lo he sentido desde que llegué. Una mujer sabe cuando ya no la desean porque se ha vuelto transparente. Me he vuelto transparente. ¡Es insoportable!

– Me parece que estás en mala posición para montarme una escena, ¿verdad?

Él dirigió hacia ella una expresión de burla y ella estalló en gritos de cólera.

– ¡Nunca te he engañado con él! ¡No pasó nada entre nosotros! ¡Nada de nada!

– Es posible, pero eso no cambia nada. Se acabó y no merece la pena preguntarse cómo ni por qué. O más bien eres tú la que deberías preguntarte cómo y por qué… ¡Para no cometer los mismos errores con otro!

– ¿Y qué dices del amor que siento por ti?

– Eso no es amor, es amor propio; te curarás pronto. Encontrarás otro hombre, ¡confío en ti!

– Entonces ¡no hacía falta hacerme venir!

– ¡Como si me hubieses pedido mi opinión! Te has impuesto, yo no he dicho nada para no herir a Alexandre, pero no te he invitado.

– ¡Hablemos de Alexandre! Me lo llevo conmigo porque sí. No lo dejaré aquí con tu… ¡amante!

Ella había escupido esa palabra como si le ensuciase la boca.

El la agarró del pelo, tiró de él hasta hacerle daño, pegó su boca a su oído y murmuró:

– ¡Alexandre se quedará aquí conmigo y eso ni siquiera se discute!

– ¡Suéltame!

– ¿Me oyes? Lucharemos si hace falta, pero no le tocarás ni un pelo. Tú me dirás cuánto te debo para saldar cuentas, yo te daré dinero, pero no tendrás la custodia de Alexandre.

– ¡Eso ya lo veremos! ¡Es mi hijo!

– Tú nunca te has ocupado de él, nunca te has preocupado y me niego a que te sirvas de él como un instrumento para hacerme bailar a tu son. ¿Lo has entendido?

Ella bajó la cabeza y no respondió.

– En cuanto a esta noche, irás a dormir al hotel. Hay un hotel muy bueno, justo al lado. Pasarás allí la noche y mañana volverás sin montar el número. Yo explicaré a Alexandre que te has puesto enferma, que has vuelto a París y que, a partir de ahora, vendrás a verle aquí. Decidiremos juntos las fechas, la planificación y, mientras te comportes convenientemente, podrás verlo siempre que quieras. Con una condición, que quede bien claro entre nosotros, que le dejes fuera de todo esto.

Ella se soltó y se levantó. Se arregló. Y, sin mirarle, añadió:

– Entendido. Voy a pensarlo y volveremos a hablar. O mejor contrataré a un abogado para que hable contigo. Quieres la guerra, pues bien, ¡tendrás guerra!

Él soltó una carcajada.

– ¿Y cómo vas a hacer la guerra, Iris?

– ¡Como todas las madres que luchan para conservar a su hijo! ¡Nunca se retira la custodia de un hijo a su madre! ¡A menos que sea una perdida, una alcohólica o una drogada!

– Quienes, te recuerdo, pueden ser muy buenas madres. En todo caso ¡mejores madres que tú! No midas tus fuerzas contra mí, Iris, podrías perderlo todo…

– ¡Eso ya lo veremos!

– Tengo fotos de ti en un periódico besando a un adolescente, tengo testigos de tu reprochable conducta en Nueva York, incluso había contratado a un detective privado para saber los detalles de tu historia con Gabor Minar, he pagado tu larga estancia en una clínica, pago las facturas de tu peluquero, de tu masajista, de tu sastre, de los restaurantes, pago los miles de euros que gastas sin contar, ¡sin ser capaz siquiera de sumarlos! Tu papel de madre afligida no sería muy creíble. El juez se reirá de ti. ¡Sobre todo si es una mujer y se gana la vida! Tú no sabes lo que es la vida, Iris. No tienes ni la menor idea. Serías el hazmerreír de un tribunal.

Ella estaba pálida, deshecha, el azul de sus ojos había perdido todo su brillo, tenía las comisuras de los labios caídas, dibujando la mueca de una vieja jugadora de casino arruinada, sus largas mechas de pelo colgaban como cortinas negras, había dejado de ser la espléndida, la magnífica Iris Dupin; ahora era una mujer derrotada, que veía cómo se escapaba su poder, su belleza, su cuenta corriente.

– ¿He sido lo bastante claro? -preguntó Philippe.

Ella no respondió. Pareció buscar una réplica hiriente, pero no la encontró. Cogió su chal, su bolso Birkin y su bolsa de viaje. Y huyó dando un portazo.

No tenía ganas de llorar. Por el momento, se sentía estupefacta. Avanzaba por un largo corredor blanco y, al fondo del pasillo, lo sabía, el cielo caería sobre su cabeza. Entonces, sufriría, y su vida no sería más que un montón de escombros. Ignoraba cuándo llegaría ese momento, sólo quería retrasar el mayor tiempo posible el llegar al final del pasillo. Le detestaba. No soportaba que se le escapase. ¡Es mío! Nadie tiene derecho a quitármelo. Me pertenece.

Había visto el hotel cuando volvieron a pie del restaurante.

Iría sola. No necesitaba que reservasen una habitación. Sólo necesitaba su tarjeta de crédito. Y, hasta nueva orden, todavía la tenía. Y no pensaba dejar que se la quitaran.

Eso no impide, se dijo, caminando con paso furioso, que él nunca haya estado tan seductor como esta noche y que yo nunca haya estado tan cerca de echarme a sus brazos. ¿Por qué se quiere siempre a los hombres que te rechazan, que te tratan mal? ¿Por qué no nos conmueven los hombres que se echan a nuestros pies?

Pensaré en ello mañana.

Abrió la puerta del hotel, tendió su tarjeta de crédito y pidió la suite más cara.

* * *

Al día siguiente de la reunión de copropietarios, Joséphine decidió ponerse las zapatillas y salir a correr. Y daré dos vueltas al lago para librarme de las miasmas de esa reunión fétida.

Sobre la mesa de la cocina, dejó una nota para Zoé, que todavía dormía. Era sábado, no tenía clase. Pronto volverían a hablarse, las estrellas se lo habían prometido.

En el ascensor se cruzó con el señor Merson que iba a dar un paseo en bicicleta. Llevaba un calzón corto ajustado, un bolso de cintura y un casco.

– ¿Un poco de footing, señora Cortès?

– ¿Un poco de pedaling, señor Merson?

– ¡Es usted muy espiritual, señora Cortès!

– ¡Muchas gracias, señor Merson!

– Ayer noche hubo otra fiestecita en el trastero, me parece…

– No sé lo que hacen ¡pero parece que lo pasan bien!

– Los jóvenes deben divertirse… Todos hemos pasado por el trastero, ¿no es cierto, señora Cortès?

– ¡Hable por usted, señor Merson!

– ¡Ya está usted otra vez jugando a las vírgenes asustadas, señora Cortès!

– ¿Vendrá usted a la fiesta de Iphigénie, esta noche, señor Merson?

– ¿Es esta noche? ¡Va a correr la sangre! Me temo lo peor.

– No. Los que vengan sabrán comportarse.

– ¡Si usted lo dice! Entonces me pasaré, señora Cortès. ¡Sólo para contemplar sus hermosos ojos!

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