Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– Venga con su mujer. Así la conoceré.

– ¡Tocado, señora Cortès!

– Y además será un placer para Iphigénie, señor Merson.

– Pero si es a usted a quien quiero dar placer, señora Cortès. Tengo unas ganas locas de besarla. Podría bloquear el ascensor, ¿sabe?…, y hacerle sufrir los peores ultrajes. ¡Soy excelente para los peores ultrajes!

– ¡Usted no se rinde nunca, señor Merson!

– ¡Forma parte de mi encanto! Tengo un aspecto liviano, pero soy muy tenaz… ¡Que tenga usted un buen día, señora Cortès!

– ¡Lo mismo digo, señor Merson! Y no lo olvide, esta tarde, a las siete, en la portería. ¡Con su mujer!

Se separaron y Joséphine se alejó trotando, con la sonrisa en los labios. Ese hombre había nacido para bromear. Una burbuja de champán. Parecía más juvenil, más frívolo que su hijo. ¿Qué hacía Zoé en el trastero? Se detuvo en el cruce, esperando a que se abriese el semáforo, y continuó corriendo en el sitio. No desacelerar el ritmo, si no el metabolismo dejaba de quemar grasa.

Estaba saltando cuando vio sobre un gran cartel frente a ella un anuncio en el que reconoció a Vittorio Giambelli, el hermano gemelo de Luca. Posaba en slip, los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño fruncido. Tenía aspecto huraño. Viril, pero huraño. El eslogan se desplegaba sobre su cabeza como un friso de color: Sea masculino, vístase con Excelencia. ¡No me extraña que esté deprimido! Verse en slip ajustado sobre las paredes de París no debe de llevar a sentir gran estima por uno mismo.

El semáforo se puso en verde. Cruzó pensando que debería devolverle la llave a Luca. Pasaría luego por su casa cuando fuese a hacer la compra con Iphigénie. Y si me lo encuentro, le digo que no puedo quedarme, que Iphigénie me espera en el coche. Saltó por encima de un pequeño parapeto. Llegó a la gran avenida que llevaba al lago, reconoció a los jugadores de petanca de los sábados por la mañana. Los sábados jugaban por parejas. Las mujeres llevaban el picnic. La botella de rosado, los huevos duros, el pollo frío y la mayonesa en la nevera.

Empezó a dar su primera vuelta al lago. Iba a su ritmo. Tenía sus puntos de referencia: la cabaña roja y ocre del alquiler de barcas, los bancos públicos que jalonaban el recorrido, el seto de bambú que invadía el camino y obligaba a ceñirse a la izquierda, y el árbol seco y recto al que había bautizado el Indio y que señalaba la mitad del trayecto. Se cruzaba con los habituales del sábado: el viejo señor que corría curvado soplando con fuerza, un gran labrador negro, que hacía pis bajando el trasero y olvidando que era un macho, un boyero berlinés que se lanzaba siempre al agua por el mismo sitio y que salía inmediatamente, como si hubiese cumplido una tarea, hombres que corrían de dos en dos hablando de su trabajo, chicas que se quejaban de que los hombres sólo hablaban de su trabajo. Todavía era un poco pronto para cruzarse con el caminante misterioso. Los sábados aparecía sobre el mediodía. Hacía buen tiempo, se preguntó si no se habría quitado una bufanda o el gorro. Así podría percibir sus rasgos, decidir si era amable o arisco. Quizás sea alguien famoso que no quiere que le importunen. Una mañana se había cruzado con Alberto de Mónaco, otra vez con Amélie Mauresmo. Ella se había apartado para dejarla pasar y la había aplaudido.

A lo lejos, sobre la isla, escuchó el grito estridente de los pavos reales «meu-meu». Vio, divertida, cómo un pato hundía la cabeza en el agua para buscar su pitanza, y ofrecía el espectáculo de su trasero flotando en la superficie, como el flotador de una caña de pescar. A su lado, una pata esperaba con aspecto satisfecho de mujer endomingada. Algunos corredores olían a jabón, otros a sudor. Los unos miraban fijamente a las mujeres, los otros las ignoraban. Era un baile de habituales que giraban, sudaban, sufrían y volvían a girar. A ella le gustaba formar parte de ese mundo de derviches giradores. Su cabeza se vaciaba poco a poco, se sentía flotar. Los problemas se despegaban como trozos de piel muerta.

La música de su móvil la llamó al orden. Leyó el nombre de Iris y descolgó.

– ¿Jo?

– Sí-dijo Joséphine parándose, sin aliento.

– ¿Te molesto?

– Estaba corriendo.

– ¿Podemos vernos esta tarde?

– ¡Pero si vamos a vernos esta tarde! ¿Lo has olvidado? ¿La copa en casa de mi portera? Y después, habíamos dicho que cenábamos juntas… No me digas que lo habías olvidado.

– ¡Ah, sí! Es verdad.

– Lo habías olvidado… -constató Joséphine, herida.

– No, no es eso pero… ¡Tengo que hablar contigo inmediatamente! De hecho, estoy en Londres y es terrible, Jo, es terrible…

Su voz estaba rota y Joséphine se alarmó.

– ¿Ha pasado algo?

– ¡Quiere divorciarse! Me ha dicho que se había acabado, que ya no me quería. Jo, creo que me voy a morir. ¿Me oyes?

– Sí, sí -murmuró Joséphine.

– Hay otra mujer en su vida.

– ¿Estás segura?

– Sí. Primero, lo sospeché por la forma en la que me hablaba. Ya no me ve, Jo, me he vuelto transparente. ¡Es horrible!

– Que no… ¡Son impresiones tuyas!

– Te aseguro que no. Me ha dicho que habíamos terminado, que íbamos a divorciarnos. Me ha enviado a dormir al hotel. ¡Oh, Jo, te das cuenta! Y esta mañana, cuando volví para verle, había salido a tomar un café, ya sabes lo que le gusta leer el periódico, solo, por la mañana, en la terraza de un café, ¡entonces hablé con Alexandre y me lo dijo todo!

– ¿Te dijo qué? -preguntó Joséphine, con el corazón en un puño.

– Me dijo que su padre se veía con una mujer, que iba con ella al teatro y a la ópera, que dormía en su casa a menudo, que se las arreglaba para volver por la mañana temprano para que Alexandre no se diese cuenta de nada, que se ponía el pijama y fingía que se levantaba, bostezaba, se frotaba el pelo…, que él no decía nada para tranquilizar a su padre porque, espera, ahí creí que me moría, me dijo que desde que veía a esa mujer parece menos apesadumbrado, que ha cambiado. ¡Te digo que lo sabe todo! Sabe incluso su nombre… Dottie Doolittle. ¡Ay, Jo! Creo que me voy a morir…

Yo también me voy a morir, se dijo Joséphine, apoyándose en el tronco de un árbol.

– ¡Qué desgraciada soy, Jo! ¿Qué voy a hacer ahora?

– ¿Y no puede ser que Alexandre se lo haya inventado todo? -sugirió Joséphine agarrándose a esa esperanza.

– Parecía muy convencido. Me lo contó todo con tonillo pedagógico, tranquilo, indiferente. Como si quisiera decirme, no importa, mamá, no montes un drama… Incluso empleó una palabra extraña, me dijo que esa chica era sin duda «transitoria». Qué amable es, ¿no? Me dice eso para consolarme… ¡Ay, Jo!

– ¿Dónde estás?

– En la estación de Saint Paneras. Estaré en París dentro de tres horas. Puedo ir a tu casa, ¿verdad?

– Tengo que ir de compras con Iphigénie…

– ¿Y ésa quién es?

– Mi portera. Le prometí llevarla de compras para su fiesta…

– Voy de todas formas. No quiero quedarme sola.

– Quería echarle una mano para preparar la reunión… -dudó Joséphine, que había prometido ayudar a Iphigénie.

– Nunca estás cuando te necesito, ¡te ocupas de todos menos de mí!

Su voz temblaba, estaba a punto de llorar.

– Estoy acabada, nula, ya no valgo para nada. ¡Soy vieja!

– ¡Que no! ¡Para!

– ¿Puedo ir a tu casa directamente? Llevo mi bolsa. No quiero quedarme sola. Me voy a volver loca…

– De acuerdo. Nos vemos en casa.

– De verdad que no me merezco esto, ¿sabes? Ay, si supieses cómo me miraba. Sus ojos no me veían, ¡era horrible!

Joséphine colgó, aturdida. «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea. Te quiero y te deseo». Le había creído. Había cogido esas palabras de amor, había hecho de ellas un estandarte con el que se había envuelto. No sé nada de los meandros del amor. Soy tan ingenua… Tan torpe… Las piernas ya no la sostenían, se dejó caer sobre un banco público.

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