Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Y cuando le había dicho, en noviembre, justo antes de su agresión: «Tengo que hablar con usted, Joséphine, es importante», tenía quizás ganas de confesarse, de librarse de esa mentira. Y, en el último minuto, no había tenido el valor. No había venido. ¡No era extraño que no me prestase atención! Estaba ocupado en otra parte. Como un malabarista concentrado en sus pelotas, estaba vigilando cada mentira. Mentir es un trabajo duro, exige una tremenda organización. Una atención constante. Y mucha energía.

Se dirigió hacia el coche en el que esperaba Iphigénie. Se dejó caer pesadamente sobre su asiento. Puso el contacto, los ojos perdidos en el vacío.

– ¿Algo va mal, señora Cortès? Parece usted trastornada.

– Ya se me pasará, Iphigénie.

– ¡Está completamente pálida! ¿Ha tenido usted una revelación?

– Podemos llamarlo así.

– Pero ¿no hay nada roto?

– Algo… sí -suspiró Joséphine, intentando encontrar el camino al Intermarché.

– Así es la vida, señora Cortès, ¡así es la vida!

Se colocó una mecha que había escapado de su fular, como si pusiese orden en su vida, precisamente.

– ¿Sabe, Iphigénie? -explicó Joséphine, un poco molesta por haber sido inmediatamente archivada en la categoría «accidentes de la vida»-, mi vida había sido durante mucho tiempo aburrida y monótona. No estoy acostumbrada.

– Pues va a tener que acostumbrarse, señora Cortès. La vida es a menudo un camino de heridas y chichones. Pocas veces es un camino de rosas. O puede que se quede dormida y, cuando se despierta, ¡empieza a golpearte sin cesar!

– En mi caso, precisamente, me gustaría que se parase un poco.

– No es usted la que decide…

– Lo sé, pero al menos puedo formular un deseo, ¿no?

Iphigénie soltó su ruidito de flauta atascada con los labios cerrados, con aspecto de decir no cuente usted con ello, y Joséphine reconoció al final de la calle la gran avenida que llevaba al Intermarché.

Llenaron dos carritos de comida y bebida. Iphigénie lo cargó hasta los topes. Joséphine la frenó. No estaba segura de que los vecinos acudiesen en procesión. El señor y la señora Merson, el señor y la señora Van den Brock y el señor Lefloc-Pignel habían prometido pasarse; dos parejas del edificio B y una señora que vivía sola con su caniche blanco habían dicho sí también. Iris. Zoé. Pero ¿y los demás? Iphigénie había colocado su invitación en el recibidor y pretendía que los del edificio B acudirían en tropel. Ésos no se andan con exquisiteces, no como los del edificio A, que dicen sí para halagarla a usted, no a mí.

– Diga, Iphigénie, no estará reconstruyendo la lucha de clases…

– Digo lo que pienso. Los ricos sólo se juntan con los ricos. Los pobres se mezclan. O en todo caso, les gustaría mezclarse, ¡pero no siempre les dejan!

Joséphine estuvo a punto de decir que, desde el principio, pensaba que no era muy juicioso reunir a gente que se ignoraba durante el resto del año. Pero después pensó ¿para qué? Seamos positivos y optimistas. Le costaba ser positiva y optimista: la traición de Philippe, la mentira de Luca y, ahora, ¡la lucha de clases!

Iphigénie enumeraba los canapés y los bocadillos, los vasos para refresco y para vino, las servilletas de papel, los vasos de plástico, las aceitunas, los cacahuetes, las lonchas de rosbif y las salchichas cóctel. Consultaba su lista. Añadía una botella de Coca Cola para los niños, una botella de whisky para los hombres. Joséphine cogió croquetas para perros. Un gran saco para perro sénior. ¿Qué edad podría tener Du Guesclin?

En la caja, Iphigénie sacó orgullosa su dinero. Joséphine la dejó hacer. La cajera les preguntó si tenían tarjeta de cliente e Iphigénie se volvió hacia Joséphine.

– ¡Es el momento de sacar su tarjeta y que yo se la llene!

Saltaba de alegría ante la idea de engordar el crédito de Joséphine, se balanceaba abanicando el aire con sus billetes. Joséphine tendió su tarjeta.

– ¿Cuántos puntos hay? -preguntó Iphigénie, impaciente.

La cajera levantó una ceja y dejó caer su mirada sobre la pantalla de la caja.

– Cero.

– ¡Eso no es posible!-exclamó Joséphine-. ¡No la he utilizado nunca!

– Quizás, pero el saldo es cero…

– ¡Pero bueno, señora Cortès!

Iphigénie la contemplaba con la boca abierta.

– No entiendo nada… -murmuró Joséphine, incómoda-. ¡Nunca la he utilizado!

E inmediatamente pensó que nunca había creído en esa tarjeta de cliente. Olía a timo, a descuentos en patés caducados o en queso enmohecido, a stock de medias defectuosas del que librarse, o a dentífrico que producía caries.

– Debe de haber un error. Vaya a buscar a la responsable de la caja central -exigió Iphigénie, haciendo frente a la adversidad.

– Déjelo, Iphigénie, estamos perdiendo el tiempo…

– No, señora Cortès. Usted ha cotizado, tiene usted derecho. A lo mejor es un error de la máquina.

La cajera, cansada de tener veinte años y de estar detrás de una caja registradora, encontró la fuerza para pulsar un timbre. Se presentó una señora entrecana y apuesta: era contable y supervisaba las cajas. Las escuchó desplegando una gran sonrisa comercial. Les pidió que esperaran un poco, que iba a realizar una verificación.

Se echaron a un lado y esperaron. Iphigénie refunfuñaba. Joséphine pensaba que le daba igual que le birlaran sus puntos de cliente Aquél era un día fantasma, un día en el que todo desaparecía: los puntos de la tarjeta y los hombres.

La contable volvió balanceándose. Caminaba como si fuese aplastando colillas de cigarrillos con la punta de los pies. Eso le daba aspecto de jaca torpe.

– Todo es completamente normal, señora Cortès. Hay registrada una serie de compras efectuadas con su tarjeta estos tres últimos meses en diversos Intermarché…

– Pero… ¡eso no es posible!

– ¡Sí, señora Cortès! Lo he verificado y…

– Pero ya le digo que…

– ¿Está usted segura de tener la única tarjeta de la cuenta?

¡Antoine! ¡Antoine tenía una tarjeta!

– Mi marido… -consiguió articular Joséphine-. Él…

– Ha debido de utilizarla y se olvidó de avisarla. Porque lo he verificado, las compras han sido realizadas, podría darle el detalle y las fechas precisas, si lo desea…

– No. No merece la pena -dijo Joséphine-. Muchas gracias.

La contable esbozó una última sonrisa comercial y, satisfecha de haber resuelto un problema, se alejó con su paso de jaca apagando incendios.

– ¡Vaya cara que tiene su marido, señora Cortès! ¡Ya no vive con usted y le manga sus puntos! ¡No me extraña! Son todos iguales, aprovechándose de nosotras. ¡Espero que le haga usted un repaso completo la próxima vez que lo vea!

Iphigénie seguía enfadada y lanzaba chorros de bilis contra el género masculino. Dio un portazo al entrar en el coche, y continuó mascullando mucho tiempo después de que Joséphine pusiera el coche en marcha.

– No sé cómo lo hace para seguir tranquila, señora Cortès.

– ¡Hay días en los que una no debería levantarse, ni poner un pie en el suelo!

– ¿Se ha dado usted cuenta de que las malas noticias llegan siempre a rachas? ¡A lo mejor esto sólo acaba de empezar!

– ¿Dice usted eso para animarme?

– Debería usted consultar el horóscopo de hoy.

– ¡No tengo muchas ganas! Y además creo que ya he tenido suficiente por hoy. ¡No sé qué más podría pasarme!

– ¡El día no ha terminado! -se rio amargamente Iphigénie, haciendo su ruido de trompeta desafinada.

* * *

La fiesta en la portería estaba en su apogeo. Hasta el último minuto Joséphine e Iphigénie habían colocado sillas, untaron paté de anchoas en pan de molde, descorcharon botellas de vino, de Coca Cola, de champán. El champán era una gentileza del edificio B.

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