Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Iphigénie había acertado: el edificio B se había presentado casi al completo, y del edificio A sólo estaban, por el momento, el señor y la señora Merson y su hijo, Paul, Joséphine, Iris y Zoé.

– ¡Está zampándose todos los canapés, mamá! -remarcó la pequeña Clara señalando a Paul Merson, que se atiborraba sin vergüenza.

– Oiga, señora Merson, ¿da usted de comer a su hijo? -exclamó Iphigénie golpeando los dedos de Paul Merson.

– ¡Paul! ¡Compórtate! -canturreó la señora Merson con voz cansina.

– ¡Tienen hijos y después ni se molestan en educarles! -protestó Iphigénie, fulminando a Paul Merson con la mirada.

Éste hizo una mueca, se limpió las manos en los vaqueros y se lanzó sobre un bol de pollo en gelatina.

La dama del caniche blanco parecía muy interesada por la conversación de Zoé, que contaba el baño de Du Guesclin y su primera escudilla de croquetas.

– Se lanzó sobre ella como si hiciese años que no comiera y después vino a tumbarse a mis pies en señal de reconocimiento.

La dama felicitó a Zoé por su vocabulario y le aconsejó el nombre de su veterinario.

– Pero ¿por qué? No está enfermo. Sólo tenía hambre.

– Pero habrá que vacunarle… Todos los años.

– Ah… -respondió Zoé, que miraba hacia la puerta-. ¿Todos los años?

– De la rabia, es obligatorio -afirmó la señora estrechando al caniche en sus brazos-. ¡Arthur está al día! Y tendrás que limpiarlo regularmente, porque si no tendrá pulgas y se rascará…

– ¡Buff!-dijo Zoé-. Du Guesclin viene de la calle, ¡no de un salón de belleza!

Una pareja, él con los dientes podridos, ella embutida en un traje barato, hablaba del increíble aumento de los precios inmobiliarios en el barrio a una anciana empolvada de blanco, mientras que otra felicitaba a Iphigénie, y daba gracias al cielo por haberla recompensado haciéndole ganar la lotería.

– No siempre son justos, esos juegos de azar, pero en su caso puede decirse que se lo merece. ¡Con todo lo que trabaja para limpiar este edificio!

– ¡Dígaselo a la señorita de Bassonnière!-respondió Iphigénie-. ¡No para de criticarme y hace lo que puede para que me despidan! ¡Pero no dejaré mi portería ahora que es un palacio!

El señor Sandoz sacó pecho. La palabra «palacio» se le había clavado directamente en el corazón. Sintió una atracción irresistible hacia Iphigénie. Ella se había lavado el pelo con un champú colorante rosa chicle con puntas azul marino, y llevaba un vestido rojo de cuadros. ¡Qué pedazo de mujer! El día antes, en el momento de colocar el último mueble, él había murmurado: «Iphigénie, es usted hermosa como una valkiria», ella había entendido «vaca que ríe» y había hecho su ruido de trompeta. La acarició con la mirada, suspiró y decidió eclipsarse. Nadie se daría cuenta de su ausencia. Nadie se daba nunca cuenta de su presencia o de su ausencia.

– ¡Vamos! ¡No es tan terrible, la señorita de Bassonnière! Defiende como puede nuestros intereses -dijo un señor que llevaba una boina y el lazo de la Legión de Honor.

– ¡Es una vieja bruja!-exclamó el señor Merson-. Usted no estaba allí, anoche, en la reunión. Noté mucho su ausencia, de hecho…

– Había cedido mis poderes -dijo el hombre dándole la espalda.

– ¡ Peor para mí!-concluyó el señor Merson-. En todo caso, lo que es seguro es que no la veremos esta noche.

– ¿Y el señor Pinarelli, ha venido? -preguntó la dama del caniche.

– ¡Su madre no le ha dado permiso para salir! Le ata en corto. Se cree que todavía tiene doce años. Él intenta hacer trastadas a sus espaldas ¡pero ella le castiga! Me lo ha dicho él. ¿Sabía que tiene prohibido salir por la noche? ¡Estoy seguro de que es virgen!

En una esquina, sentada en una silla Ikea, Iris contemplaba la escena y se lamentaba de lo bajo que había caído. A estas horas tendría que estar en Londres, en el hermoso piso de Philippe, cambiando de sitio un jarrón para marcar su presencia o guardando sus cachemires, y en cambio se encontraba en la vivienda de una portera, escuchando charlas sin interés o rechazando canapés insípidos y champán barato. Ni un solo hombre interesante, aparte de ese señor Merson que se la comía con la mirada. Era muy del estilo de Joséphine tratarse con gente tan ordinaria. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mi vida? Todavía tenía la sensación de caminar por el largo pasillo blanco. Buscaba una salida.

– Su hermana es deslumbrante -suspiró el señor Merson al oído de Joséphine-. Un poco fría, quizás, ¡pero yo la descongelaría con gusto!

– Señor Merson, ¡refrene sus ardores!

– Me gustan los casos difíciles, las circunstancias imposibles que dan un giro y se funden en la voluptuosidad… ¿Qué le parecería un ménage á trois, señora Cortès?

Joséphine perdió su templanza y enrojeció completamente.

– ¡Ah! Se diría que he tocado un punto sensible. ¿Ya lo ha probado usted?

– ¡Señor Merson!

– Debería. El amor sin sentimientos, sin posesión, es delicioso… Uno se entrega sin encadenarse. El alma y el corazón descansan mientras el cuerpo se agita… ¡Es usted demasiado seria!

– ¡Y usted, no lo suficiente! -replicó Joséphine, precipitándose hacia Zoé, que miraba hacia la puerta de la portería con desespero.

– ¿Te estás aburriendo, cariño? ¿Quieres subir? ¿Quieres ver a Du Guesclin?

– No, no…

Zoé le sonrió con tierna indulgencia.

– ¿Estás esperando a alguien?

– No. ¿Por qué?

Espera a alguien, pensó Joséphine, leyendo una madurez nueva en el rostro de su hija. Esta mañana, en el desayuno, era mi bebé, esta tarde, es casi una mujer. ¿Será que está enamorada? Su primer amor. Creía que se sentía atraída por Paul Merson, pero ni siquiera lo mira. ¡Mi hija pequeña, enamorada! Se le encogió el corazón. Se preguntó si sería como Hortense o como ella. ¿Corazón de caramelo blando o de turrón duro? No sabía qué desearle.

Iphigénie abría sus armarios, enseñaba las diferentes disposiciones, señalaba los colores, los carteles enmarcados y puntuaba cada frase arqueando las cejas, atenta a la menor crítica, al menor comentario. Léo y Clara circulaban, llevando las bandejas, distribuyendo las servilletas de papel. Se oyó una música. Era Paul Merson, que buscaba una emisora de radio.

– ¿Bailamos?-preguntó la señora Merson desperezándose, los senos apuntando hacia delante-. ¡Un guateque sin música es como un champán sin burbujas!

Fue el momento que eligieron Hervé Lefloc-Pignel, Gaétan y Domitille para hacer su entrada. Seguidos de los Van den Brock y de sus dos hijos. Hervé Lefloc-Pignel, alto, sonriente. Los Van den Brock tan disparejos como siempre, el uno pálido, agitando sus largas pinzas de coleóptero, la otra sonriente y valerosa, haciendo girar sus ojos como canicas enloquecidas. La atmósfera cambió sutilmente. Todos parecieron ponerse firmes, salvo la señora Merson, que continuaba contoneándose.

Joséphine sorprendió la mirada ansiosa de Zoé sobre Gaétan. Así que era él. El se acercó a ella, le murmuró algo al oído que la hizo enrojecer y bajar la mirada. Corazón de melón, concluyó Joséphine, emocionada.

La llegada de refuerzos del edificio A fue como un jarro de agua fría. Iphigénie lo notó y se apresuró a ofrecer champán a los recién llegados. Era toda sonrisas y Joséphine comprendió que también ella se sentía incómoda. Ya podía levantar el puño y entonar La Internacional en los pasillos del Intermarché, ahora estaba intimidada.

La señora Lefloc-Pignel no había bajado. Hervé Lefloc-Pignel felicitó a Iphigénie, los Van den Brock también. Inmediatamente, la gente se arremolinó a su alrededor como si fuesen altezas reales. Joséphine observó extrañada. El poder del dinero, el prestigio de la hermosa casa, la ropa de buena calidad imponían respeto, a pesar de todas las burlas. Ironizaban de lejos, se inclinaban de cerca.

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