Cerró los ojos y pronunció las palabras: «Dottie Doolittle». Es joven, es bonita, lleva pendientes pequeños, tiene los dientes separados, le hace reír a carcajadas, no es la hermana de nadie, baila rock y canta La Traviata, conoce los Sonnets de Shakespeare y el Kamasutra. Me ha apartado como quien barre una hoja seca. Me voy a acurrucar en el suelo como una hoja muerta. Voy a retomar mi vida de mujer sola. Voy a vivir sola. O más bien, sé sobrevivir. La almohada de al lado que permanece fría y lisa, la cama en la que una se acuesta abriéndola por un solo lado, dejando el sitio para el otro que no llega, al que a veces se espera con la frente gacha y terca, y los brazos familiares y fríos de la tristeza, que se cierran sobre esa espera que se adivina infinita. Sola, sola, sola. Ni siquiera un trozo de sueño que acariciar, un trozo de película que ver. Y sin embargo ¡con qué impulso me lancé contra él en Nochebuena! Mi inocencia de niña pequeña cuando me besó, y mis sueños de primer amor que le ofrecía. Por él volvía a mi infancia. Estaba dispuesta a todo. A esperarle, a respirarle de lejos, a no beber de su amor más que las palabras garabateadas sobre una guarda. Eso hubiera bastado para hacerme esperar meses y años.
Sintió un aliento sobre su brazo y abrió los ojos, asustada.
Un perro negro la estaba mirando, con la cabeza inclinada a un lado.
– ¡Du Guesclin!-articuló reconociendo al perro negro vagabundo de la víspera-. ¿Qué haces aquí?
Un hilillo de saliva colgaba de su morro. Tenía aspecto desolado por verla tan apenada.
– Estoy triste, Du Guesclin. Estoy muy triste…
Él inclinó la cabeza como para señalar que la escuchaba.
– Estoy enamorada de un hombre, creía que él me amaba y me he equivocado. Ése es mi problema, ¿sabes?, siempre confío en la gente…
Parecía comprender y esperar el final de la historia.
– Nos besamos una noche, un auténtico beso de amor, y vivimos… Una semana de amor loco. No nos decíamos nada, apenas nos rozábamos, pero nos comíamos con los ojos. Qué hermoso, Du Guesclin, qué fuerte, qué violento, qué dulce… Y después, no sé qué me ocurrió, le pedí que se marchara, y se fue.
Ella sonrió, le acarició el hocico.
– Y ahora estoy llorando en un banco porque acabo de enterarme de que se ve con otra chica y eso duele, Du Guesclin, eso duele mucho.
Él sacudió la cabeza y el hilillo de saliva fue a pegarse en el pelo del morro. Era un filamento pegajoso que brillaba a la luz del sol.
– Eres un perro muy extraño, tú… ¿Sigues sin tener amo?
Él inclinó la cabeza como para decir «eso es, no tengo amo». Y permaneció así, la cabeza colocada en una posición extraña con su hilillo de baba pegajoso a modo de collar.
– ¿Qué esperas de mí? No puedo llevarte conmigo.
Le acarició con la mano la larga y abultada cicatriz en el flanco derecho. Su áspero pelo presentaba costras en algunos lugares.
– Es verdad que eres feo. Tiene razón Lefloc-Pignel. Tienes eczemas… No tienes cola. Te la han cortado de cuajo. Tienes una oreja colgando, la otra no es más que un muñón. No eres un premio de belleza, ¿sabes?
Elevó hacia ella una mirada amarilla y vidriosa y se dio cuenta de que tenía el ojo derecho prominente y lechoso.
– ¡Te han dejado tuerto! ¡Mi pobre viejo!
Ella le hablaba mientras le acariciaba, él se dejaba hacer. Ni gruñía ni se echaba hacia atrás. Doblaba el cuello bajo la caricia y entrecerraba los ojos.
– ¿Te gusta que te acaricien? ¡Apuesto a que estás más acostumbrado a las patadas!
Gimió suavemente como para asentir, y ella sonrió de nuevo.
Buscó los restos de un tatuaje en la oreja, inspeccionó el interior de sus muslos. No encontró ninguno. Él se acostó a sus pies y esperó jadeando. Ella comprendió que tenía sed. Le mostró con el dedo el agua del lago, después sintió vergüenza. Lo que él quería era una buena escudilla de agua clara. Miró la hora. Iba a llegar tarde. Se levantó bruscamente y él la siguió. Trotaba a su lado. Alto y negro. A su memoria vinieron los versos de Cuvelier:
Creo que no hubo nadie tan feo desde Rennes hasta Dinan
Era negro y achatado, macizo y contrahecho
El padre y la madre le detestaban tanto
Que a menudo en su corazón deseaban
Que fuese muerto o ahogado en el agua corriente.
La gente se apartaba para dejarles pasar. Joséphine sintió ganas de reír.
– ¿Has visto, Du Guesclin? ¡Das miedo a la gente!
Se detuvo, le miró y gimió:
– ¿Qué voy a hacer contigo?
Él se balanceaba sobre sus ancas como para decirle venga, deja de pensártelo, llévame. Le suplicaba con su ojo bueno del color del ron viejo, y parecía esperar su asentimiento. Ojo con ojo, se analizaban. El esperaba, confiado, ella calculaba, dubitativa.
– ¿Quién te cuidará cuando yo vaya a trabajar a la biblioteca? ¿Y si ladras o empiezas a aullar? ¿Qué dirá la señorita de Bassonnière?
Su hábil morro vino a hundirse en su mano.
– ¡Du Guesclin!-gimió Joséphine-. No es razonable.
Se había puesto a correr de nuevo, él la seguía, el hocico pegado a sus suelas. Se detenía cuando ella se detenía. Trotaba cuando volvía a empezar. Se quedó quieto en el primer semáforo, reanudó su marcha junto a ella, respetando su velocidad, sin echarse a sus pies. La siguió hasta el portal. Se deslizó tras ella cuando abrió la puerta. Esperó a que llegase el ascensor. Se metió en él con la agilidad de un contrabandista orgulloso de engañar al enemigo.
– ¿Acaso crees que no te veo? -dijo Joséphine pulsando el botón de su piso.
Y siempre esa misma mirada que ponía su suerte en sus manos.
– Escucha, vamos a hacer un trato. Te cuido una semana y si te portas bien, lo prolongo otra semana, y así… Si no, te llevo a la Sociedad Protectora.
Emitió un largo bostezo, que seguramente significaba que estaba de acuerdo.
Entraron en la cocina. Zoé estaba desayunando. Levantó la cabeza y exclamó:
– ¡Guau, mamá! ¡Eso sí que es un perro, y no un ratón!
– Me lo encontré en el lago y no me ha dejado.
– Seguramente lo han abandonado. ¿Has visto cómo nos mira? ¿Podemos quedárnoslo, mamá? ¡Di que sí! ¡Di que sí!
Había recuperado el habla y sus gruesas mejillas de niña coloreadas por la excitación. Joséphine puso cara de duda. Zoé suplicó:
– Siempre he soñado con tener un perro grande. Ya lo sabes.
La mirada de Du Guesclin iba de la una a la otra. De la ansiedad suplicante de Zoé a la calma aparente de Joséphine, que se reencontraba con la complicidad de su hija y la saboreaba en silencio.
– Me recuerda a Perro Azul, ya sabes, el cuento que nos leías por la noche para dormirnos y nos daba tanto miedo que teníamos pesadillas…
Joséphine adoptaba una voz ronca y amenazante, cuando Perro Azul era atacado por el Espíritu del Bosque, y Zoé desaparecía bajo las sábanas.
Ella abrió los brazos. Zoé se abrazó a ella.
– ¿De verdad quieres que nos lo quedemos?
– ¡Oh, sí! Si no nos lo quedamos, nadie le querrá. Se quedará solo.
– ¿Te ocuparás de él? ¿Lo sacarás a pasear?
– ¡Te lo prometo! ¡Te lo prometo! ¡Vamos, di que sí!
Joséphine recibió la mirada suplicante de su hija. Una pregunta le quemaba en los labios, pero se la calló. Esperaría a que Zoé quisiese hablar de ello. Estrechó a su hija contra su pecho y suspiró, sí.
– ¡Oh, mamá! ¡Estoy tan contenta! ¿Cómo lo vamos a llamar?
– Du Guesclin. El dogo negro de Brocéliande.
– Du Guesclin -repitió Zoé, acariciando al perro-. Creo que necesita un buen baño. Y una buena comida…
Du Guesclin movió su grupa sin cola y siguió a Zoé hasta el cuarto de baño.
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