Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Parecía haber viajado a otro mundo. Incluso sus palabras eran desusadas. Palabras que se escamaban sobre la tabla pintada de blanco. Se frotaba el interior del dedo medio como para borrar unos imaginarios restos de tinta.

– Crecí en medio de las máquinas. En aquella época, la imprenta era artesanal. El componía los textos a mano. Con caracteres de plomo que alineaba en un compositor. Los más frecuentes eran los Didot y los Bodoni. Después, imprimía una prueba y corregía los errores. Ponía los caracteres en un chasis y los imprimía. Tenía una máquina OFMI que tiraba dos mil ejemplares a la hora. Vigilaba la tinta y durante todo ese tiempo, todo el tiempo que trabajaba, me explicaba lo que hacía. Me recitaba los términos técnicos como se recita a un niño la tabla de multiplicar. Yo debía de conocer doscientas clases de tipos de letra, así como todas las medidas tipográficas, el punto y el cícero. Lo recuerdo todo. Todos los términos técnicos, sus gestos, los olores, las resmas de papel que guillotinaba, que mojaba, que dejaba secar… Tenía una enorme máquina al fondo del taller, una Marinoni que hacía un ruido infernal. Se quedaba allí, vigilándola, y me cogía de la mano… Son recuerdos maravillosos. ¡Los recuerdos de un paleto!

Había pronunciado esas últimas palabras con un tono malvado.

– Es una mala mujer -dijo Joséphine-. ¡No hay que tener en cuenta lo que dice!

– Lo sé, pero es mi pasado. No debe tocarse. Está prohibido. También tenía una amiga. Se llamaba Sophie. Bailaba con ella, un dos tres, un dos tres… Ella inclinaba su cabecita hacia mí, un dos tres, un dos tres, y me sentía alto, protector, importante. Fueron momentos de gran felicidad. Yo quería a ese hombre. Con diez años, al pasar a secundaria, me llevó interno a Rouen. Decía que debía estudiar en buenas condiciones. Volvía a verle los fines de semana y durante las vacaciones. Yo crecía. Me aburría en el taller. Era joven. Lo que me enseñaba ya no me interesaba. Me hacía el listo con mis nuevos conocimientos, y él me miraba acariciándose el mentón con aspecto a la vez melancólico y dolorido. Creo que le despreciaba por haber seguido siendo un artesano. ¡Qué idiota era! Creí conseguir el poder afirmándome en mi saber. Quería impresionarle…

– Debería usted escuchar cómo me hablan mis hijas cuando intentan enseñarme a navegar por Internet: ¡como a una estúpida!

– Cuando los hijos saben más que los padres, se plantea un problema de autoridad.

– ¡Oh! A mí, me da igual, me trae sin cuidado que piensen que soy una retrasada mental.

– No debe. Debe ser respetada, como madre y como educadora. ¿Sabe?, en el futuro, los problemas de autoridad serán fundamentales. La carencia del padre en la sociedad actual plantea un enorme problema para la educación de los niños. Yo quiero restaurar la imagen del pater familias.

– De un padre también puede aprenderse la dulzura, la ternura… -sugirió Joséphine, que levantó la mirada al cielo.

– Ése es el papel de la madre -rectificó Hervé Lefloc-Pignel.

– En mi casa ¡sucedía al revés! -dijo Joséphine sonriendo.

Él le lanzó una mirada brusca, que borró inmediatamente. Había en él algo de arisco, de secreto. Tenía la impresión de que dudaba en dejarse llevar, pero que, cuando lo hacía, era capaz de grandes confidencias.

– A Iphigénie, la portera, le gustaría dar una fiestecita en su portería cuando terminen las obras… Con toda la gente del edificio.

Entraron en la plaza ajardinada y Joséphine se estremeció de nuevo. Se acercó a él como si el asesino pudiese surgir a su espalda.

– No es buena idea. Nadie se habla en el edificio.

– Pero vendrá mi hermana Iris…

Había dicho eso para convencerle de que viniese. Iris seguía siendo su alegría, su llave mágica. La que abría todas las puertas. Recordaba, de pequeña, que cuando deseaba invitar a amigos a su casa y se mostraban reticentes, añadía, avergonzada por no suscitar adhesiones: «Estará mi hermana». Y venían. Y ella se sentía aún más desgraciada.

– Me pasaré entonces. Para complacerla a usted.

No pudo evitar pensar que él se sentiría atraído por Iris. Y que Iris se sorprendería de que ella conociese a un hombre tan seductor. ¡Deja de compararte con ella, pobre mujer, déjalo! O serás infeliz toda la eternidad. Siempre se pierde en la comparación.

Se separaron en el ascensor con un pequeño saludo con la cabeza. Él había vuelto a tomar distancias y ella se preguntó si aquél era el hombre que acababa de abrir su corazón.

Zoé no estaba en su habitación: había debido de marcharse al trastero de Paul Merson. Ya no le pedía permiso.

– Ya basta -declaró a las estrellas, los codos apoyados en la barandilla del balcón-. ¡Ayudadme! Haced que vuelva a hablarme. Este silencio es insoportable.

Permaneció largo tiempo mirando a la noche sombría y malva. El cuello empezaba a dolerle a fuerza de estirarlo hacia el cielo.

Esperaba a que las estrellas le respondieran y tuviera que quedarse allí pudriéndose, no importaba, ¡se pudriría!

Esperó, firme, la cabeza recta. Había prometido reparación si había herido a Zoé, había prometido entenderla, prometió cuestionarse, no huir cobardemente, si había un problema que afrontar. Hizo el vacío dentro de sí y permaneció erguida hacia el cielo. Los grandes árboles del parque ondeaban suavemente como si acompañasen su espera. Se deslizó por las ramas para hacer su petición y para que subiese hasta el cielo y fuera atendida.

Pronto percibió el brillo de la estrellita al final de la Osa Mayor. Le envió uno, dos y tres rayos como si le transmitiese un mensaje en Morse. Lanzó un grito.

Volvió a cerrar la ventana y, llena de una felicidad que cantaba a voz en grito, fue a acostarse, impaciente de que llegase el día siguiente. O el siguiente. O el siguiente… Ya no tenía prisa.

* * *

Sibylle de Bassonnière abrió la tapa del cubo de la basura e hizo una mueca. Un olor rancio de pescado graso ascendió de los detritus. Decidió bajarla sin esperar. Había comido salmón esa noche, y la basura apestaba. Se acabó, no lo tomaré nunca más. Primero cuesta caro, después se chamusca y se pega, y al final apesta. Apesta en la sartén, apesta en la basura, apesta hasta en mis dobles cortinas. Durante varios días sigue oliendo a la grasa quemada del salmón. Cada vez me dejo engañar por ese pescadero, por su discursito sobre el omega 3, el colesterol bueno y el malo. Desde ahora compraré fletán. Es más barato y no apesta. Mamá hacía siempre fletán los viernes.

Se puso la bata comprada por correspondencia en Damart, se calzó las zapatillas, se puso un par de guantes de goma y cogió la basura. Sacaba la basura cada noche, a las diez y media, era un rito, pero esa noche se había dicho que esperaría al día siguiente.

No esperaría. Un rito era un rito, y convenía respetarlo para conservar la estima por uno mismo.

Hizo una pequeña mueca de mujer glotona y se dijo que, a fin de cuentas, no se arrepentía del salmón. Era su lujo semanal. ¡Se lo merecía! Les había apretado bien las tuercas esa tarde. Había ensartado la brocheta al completo: Lefloc-Pignel, Van den Brock y Merson. Tres impudentes que vivían en sus propiedades. El primero había conseguido borrar sus orígenes gracias a su matrimonio, el segundo era un peligroso impostor y el tercero un desvergonzado y orgulloso de serlo. Sabía de ellos cosas que nadie más conocía. Gracias a su tío, el hermano de su madre. Había trabajado en la policía. En el Ministerio del Interior. Tenía fichas de todo el mundo. Cuando era pequeña, cogía un periódico, se sentaba sobre sus rodillas, señalaba un suceso con el dedo y decía cuéntame cómo han detenido a éste. Él le susurraba al oído no se lo dirás a nadie, ¿eh?, es un secreto. Ella asentía con la cabeza y él le contaba los seguimientos, las emboscadas, los soplones, las largas horas de espera antes de que el hombre cayera en las redes de la policía. Vivo o muerto. Había traiciones, imprudencias, advertencias, tiroteos y siempre, siempre, drama y sangre. Era mucho más interesante que los libros de la biblioteca verde o rosa que su madre le obligaba a leer.

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