Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– Estoy de acuerdo con el señor Pinarelli. -La señorita de Bassonnière se pavoneó elevando su pecho hueco-. Y expreso reservas respecto a esa portera que se nos ha impuesto una vez más.

– Pero bueno -exclamó Hervé Lefloc-Pignel-, ¡no son más que ochenta y cinco euros a repartir entre cuarenta!

– ¡Resulta fácil mostrarse generoso con el dinero de otros! -silbó la señorita de Bassonnière con voz aguda.

– ¡Ja! ¡Ja!-comentó en un aparte el señor Merson-, ¡la primera estocada! Esta noche están en forma. Normalmente tardan más en calentarse.

– ¿Qué insinúa usted con esa frase? -preguntó Hervé Lefloc-Pignel enfrentándose a su adversaria.

– ¡Digo que se gasta más fácilmente el dinero cuando no hay que ganarlo con el sudor de su frente!

Joséphine pensó que Lefloc-Pignel iba a desmayarse. Tuvo un sobresalto y se puso lívido.

– ¡Señora! ¡La insto a que retire sus insinuaciones! -exclamó, ahogado en el cuello de su camisa.

– ¡Pero bueno, señor Yerno! -rio la señorita de Bassonnière, bajando el rostro para saborear su éxito.

Joséphine se inclinó hacia el señor Merson y preguntó:

– Pero ¿de qué están hablando?

– Ella le reprocha ser el yerno de su suegro, que es el dueño del banco donde ostenta el cargo de director general. Un banco privado de negocios. Pero es la primera vez que es tan explícita. Debe de ser en honor a usted. Es una especie de iniciación… y una advertencia para evitar roces con ella, si no irá a remover en su pasado. Tiene un tío en el Archivo General y posee fichas de todos los habitantes del edificio.

– ¡No continuaré esta reunión si la señorita de Bassonnière no se disculpa públicamente! -rugió Lefloc-Pignel dirigiéndose al administrador, cuya mirada incómoda flotaba sobre la asamblea.

– Ni hablar -gruñó la enemiga, erguida y estremeciéndose.

– Es la rutina. Se pinchan, miden las distancias -comentó el señor Merson-. ¿Sabe que tiene usted unas piernas preciosas?

Joséphine enrojeció y cubrió sus rodillas con el impermeable.

– Señora, caballero, les pido que entren en razón -intervino el administrador, secándose la frente, estremecido por esa primera justa verbal.

– ¡Espero sus disculpas! -insistió Hervé Lefloc-Pignel.

– ¡No se las daré!

– Señorita, no me retiraré porque el decimoctavo punto requiere mi presencia, pero sepa que si no fuese usted una mujer ¡iríamos a discutir a la calle!

– ¡Oh! ¡No me da miedo! ¡Cuando se sabe de dónde viene ese señor! Un paleto… Ay, ¡inconvenientes de la copropiedad!

Hervé Lefloc-Pignel temblaba. Las venas de su frente se hinchaban, a punto de estallar. Se balanceaba sobre sus largas piernas, dispuesto a masacrar a la grosera que, encantada, proseguía, vomitando su bilis:

– Su mujer divaga por los pasillos y su hija se pasea moviendo las caderas. ¡Bravo!

Lefloc-Pignel dio un paso hacia la mujer. Joséphine creyó por un instante que iba a pegarle, pero el señor Van den Brock intervino. Se levantó, le dijo algo al oído y Lefloc-Pignel terminó sentándose, no sin haber lanzado una mirada asesina a la víbora. De esa escena brotaba una violencia extraña. Como si fuera la repetición de una obra en la que todos los actores saben el final, pero en la que cada uno quiere interpretar su papel sin falta.

– Oh, pero… ¡qué violencia! -exclamó Joséphine, horrorizada. Nunca hubiese creído que…

– Siempre es así-suspiró el señor Merson-. Lefloc-Pignel obliga a la copropiedad a gastos que revientan a la tacaña Bassonnière. Espera así mantener su rango y que el edificio brille. Ella suelta la pasta con la artrosis del usurero. Además, sería posible que ella pudiese conocer cosas sobre su origen que a él le gustaría mejor callar. ¡Ja, ja! Ya lo ha notado usted: cuando estoy rodeado de esta clase de personas, ¡hablo en condicional! En otras circunstancias, hablo como un camionero…

La miró apreciativamente con una gran sonrisa dándose golpecitos en el pecho.

– ¡Eso no impide que tenga usted unos tobillos y unas muñecas muy finos! Finísimos, muy bonitos, una invitación a la caricia…

– ¡Señor Merson!

– Me gustan las mujeres bonitas. Creo incluso que me gustan todas las mujeres. Las venero. Particularmente cuando se entregan. Entonces… ¡La belleza femenina consigue una perfección casi mística! Es, a mis ojos, una prueba de que Dios existe. Una mujer gozando siempre es hermosa.

Silbó de excitación, cruzó y volvió a separar las piernas y lanzó una mirada carnívora sobre Joséphine, que no pudo impedirse ahogar una risita.

Él hizo una pausa y prosiguió:

– ¿Cómo cree usted que será, cuando goza, la Bassonnière? ¿Entregada cerrada o entregada abierta y blanda? ¡Apostaría a que entregada cerrada con dos candados! ¡Y seca como una pasa! Ni carnal ni voluptuosa. ¡Lástima!

Y como Joséphine no respondía, se puso a contarle los días de gloria de la familia Bassonnière, susurrando escondido tras la palma de su mano, lo que daba una impresión de intimidad que no pasaba desapercibida.

La señorita de Bassonnière procedía de una familia noble y arruinada que, originalmente, poseía todo el edificio, además de dos o tres más en el barrio. No tenía más que nueve años cuando sorprendió, con la oreja pegada a la puerta del despacho de su padre, los sombríos gemidos de un hombre abocado a la ruina. Anunciaba a su mujer el lamentable estado de sus finanzas y cómo habría que resignarse a vender, uno por uno, sus bienes inmobiliarios. «¡Podremos estar contentos si conseguimos conservar uno, de buena calidad, en la parte noble!», había dicho, hundido ante la idea de verse despojado de ese patrimonio, que le permitía mantener caballos de polo, amantes y apostar al póquer los miércoles por la tarde. La familia vivía entonces en el cuarto piso del inmueble A, en la vivienda ocupada por los Lefloc-Pignel.

Ése fue el primer golpe que recibió Sybille de Bassonnière. Las deudas de su padre fueron creciendo; tenía dieciocho años cuando tuvieron que dejar el edificio A para refugiarse en el sombrío piso de dos dormitorios en el patio del inmueble B, donde antes se alojaba su vieja sirvienta, Mélanie Biffoit, y su esposo, el chofer del señor de Bassonnière. Antaño había escuchado lanzar puyas a la pobre Mélanie, que se contentaba con tan poco. «Así son los pobres», decía su madre, «les das un mendrugo de pan, y te besan la mano. ¡Colmarles no es hacerles ningún bien! Sacia a un pobre, y se convierte en un rabioso».

Sin dinero, la señorita de Bassonnière había elegido convertir su miseria en sacerdocio. Se jactaba de no haber cedido nunca al canto de las sirenas del dinero, de la gloria o del poder, olvidando simplemente que no tenía medios para satisfacer ninguna de esas tres tentaciones. Se había convertido, pues, en una amarga solterona. Como reprochaba a su padre el haberlos arruinado, reprochó a todos los hombres el ser criaturas débiles, cobardes y manirrotas.

Se había jubilado tras una larga carrera de mecanógrafa en el Ministerio de Marina. En cada reunión de copropietarios escupía su veneno. Era su única válvula de escape. El resto del año ahorraba para pagar los alocados gastos impuestos por los A.

Tras haber provocado a Lefloc-Pignel, pasó al señor Merson reprochándole algo sobre una moto mal aparcada, hizo una alusión a su sexualidad desenfrenada, con lo que consiguió que ronroneara de satisfacción, y, viendo que sus propósitos, más que ofenderle, le divertían, se volvió contra el señor Van den Brock y el piano de su mujer.

– ¡Y me gustaría que cesara ese estrépito que sale a todas horas de su casa!

– No es estrépito, señora, ¡es Mozart! -replicó el señor Van den Brock.

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