Al salir del colegio, esta tarde, hemos decidido ir al cine. El ha encontrado una excusa para sus padres. Yo no la necesito. A mi madre ya no le hablo en este momento. Me ha decepcionado demasiado. Cuando estoy frente a ella, veo a la que besa a Philippe en la boca, y no me gusta. No me gusta nada.
Pero, al final, no importa porque… Soy feliz, feliz.
Ya no soy la misma. Y sin embargo, soy la misma. Parece como si tuviese un gran globo en la garganta, como si tragara mucho aire. Parece como si el corazón se echase a volar, latiendo como una cacerola, justo antes de verlo, de tanto miedo que tengo a no ser lo bastante guapa, a que ya no me quiera y tal. Tengo miedo todo el tiempo. Voy a las citas de puntillas, por miedo a que cambie de opinión.
Cuando nos besamos, tengo ganas de reír y siento una sonrisa en sus labios. No cierro los ojos, sólo para ver sus párpados cerrados.
Cuando paseamos por la calle, me coge por los hombros y nos apretamos tan fuerte, que nuestros amigos se quejan porque no vamos lo bastante deprisa.
Sí porque ahora, gracias a él, ¡tengo muchos amigos!
Ayer yo llevaba un jersey sobre los hombros, él me estrechó en sus brazos y me di cuenta de que el jersey se había caído cuando era demasiado tarde… Era un jersey de Hortense, ¡se va a poner furiosa! Me da igual.
Ayer, él dijo: «Zoé Cortès es mi chica», con mirada muy seria, y después me estrechó con fuerza, y creí morir y subir al cielo.
Cuando nos besamos caminando, perdemos el equilibrio continuamente, podríamos componer una canción sobre eso. Él se burla de mí porque me pongo roja. Dice: «Eres la única chica que se sonroja y camina al mismo tiempo».
Ayer sentí ganas de besarle, así, de golpe, en medio de una frase, como si me hubiese picado una abeja. Él se rio cuando le besé, y después, como yo ponía mala cara, me dijo excusándose «es porque estoy contento» y sentí aún más ganas de besarle.
Siempre tengo ganas de que me estreche en sus brazos. No tengo ganas de hacer el amor con él, sólo de estar con él. De hecho, no hemos hecho el amor. No hablamos de eso. Nos abrazamos muy fuerte. Y volamos.
A mí me basta con estar entre sus brazos. Podría quedarme así horas. Cerramos los ojos y despegamos. Nos decimos: «Mañana nos vamos a Roma, el domingo a Nápoles». Tiene debilidad por Italia. Se burla de mí porque le digo que mi último amor era Marius, de Los miserables. Él prefiere a las actrices, a las rubias. Dice que yo soy casi rubia. Tengo reflejos en el pelo y, bajo cierta luz, se diría que soy rubia. Lo mejor, qué tontería, es cuando nos separamos. Tengo la impresión de que hay algo que va a salir de mi pecho y de mi vientre, de lo feliz que me siento. Algo va a explotar y sacar mis entrañas a la vista de todos.
En este momento, tengo una sonrisa que se pega ella sola a mis labios, y escucho una música guay en mi cabeza. Y al mismo tiempo tengo como una impresión de algo irreal, como si todo no fuese verdad. He formulado un deseo, el deseo de que me quiera todavía mañana por la mañana y pasado mañana, porque siempre tengo miedo de que esto se acabe.
No le he dicho nada a mi madre. Y me fastidia cuando lo pienso. Me pregunto si a ella, también, le explotan las entrañas cuando piensa en Philippe. Me pregunto si el amor es igual a todas las edades…
* * *
Joséphine abrió la puerta de la sala donde tenía lugar la reunión de copropietarios, en el mismo momento en el que se votaba para designar quién presidiría la sesión. Llegaba tarde. Shirley había llamado cuando iba a salir. Después, había esperado al autobús maldiciendo, ¡con todo el dinero que he ganado podría coger un taxi! El dinero hay que aprender a gastarlo. Se aprende a ganar y se aprende a gastar. Siempre sentía mala conciencia cuando lo dilapidaba en pequeñas comodidades, dulces y golosinas de la vida. Seguía concibiendo los gastos para cosas «importantes»: el piso, el coche, los estudios de Hortense, las tasas, los impuestos. Para lo fútil, sentía repugnancia en gastar. Miraba tres veces el precio de un abrigo y rechazaba los perfumes a noventa y nueve euros.
Parecía un aula de examen. Unas cuarenta personas estaban sentadas delante de papeles colocados sobre la mesita de sus asientos. Fue a sentarse al fondo de la sala, al lado de un hombre de rostro redondo, pelo mal peinado y echado sobre su silla como si fuera una tumbona. Sólo le faltaba la crema solar y la sombrilla. Tamborileaba al compás con las piernas cruzadas, mirándose la punta de los zapatos. Se había debido de perder un acorde, porque se interrumpió y murmuró: «¡Mierda!, ¡mierda!», antes de proseguir el tamborileo.
– Buenas tardes -dijo Joséphine dejándose caer sobre la silla vecina-. Soy la señora Cortès, del quinto…
– Y yo, el señor Merson, el padre de Paul… y marido de la señora Merson -respondió él, y todas sus arrugas se elevaron en forma de una alegre sonrisa.
– Encantada -dijo Joséphine, ruborizándose.
Tenía una mirada penetrante que intentaba ver a través de la ropa. Como si quisiese leer la marca de su sujetador.
– ¿Hay un señor Cortès? -preguntó haciendo inclinar el peso de su cuerpo hacia ella.
Joséphine, turbada, hizo como si no lo hubiese oído.
Pinarelli hijo levantó la mano a fin de proponerse para presidir la sesión.
– ¡Anda! ¡Ha venido sin su mamá! ¡Qué audacia! -soltó el señor Merson.
Una señora de unos cincuenta años de rostro severo, sentada delante de él, se volvió y le fulminó con la mirada. Delgada, casi esquelética, el pelo como un casco negro, las cejas de carbón unidas en una maleza espesa, se parecía a uno de esos espantapájaros que plantan en el campo para asustar a las aves.
– ¡Un poco de decencia, se lo ruego! -graznó.
– Bromeaba, señora de Bassonnière, bromeaba… -respondió él con una amplia sonrisa.
Ella se encogió de hombros y se giró, haciendo un ruido de hoja de cuchillo rasgando el aire. El señor Merson hizo una mueca infantil.
– Tienen muy poco sentido del humor, ¡se va a dar usted cuenta enseguida!
– ¿Me he perdido algo importante?
– ¡Me temo que no! Las puñaladas empezarán más tarde. Por el momento, estamos en los entremeses. Las lanzas están guardadas todavía… ¿Es su primera vez?
– Sí. Me mudé en septiembre.
– Entonces, bienvenida a La matanza de Texas… No le va a decepcionar. ¡Va a correr la sangre!
La mirada de Joséphine peinó la sala. En primera fila reconoció a Hervé Lefloc-Pignel, sentado al lado del señor Van den Brock.
Los dos hombres intercambiaban impresos. Un poco más lejos, en la misma fila, el señor Pinarelli. Se habían cuidado de dejar tres sillas vacías entre ellos.
El administrador, un hombre con traje gris, mirada perdida y sonrisa suave y conciliadora, decretó que el señor Pinarelli presidiría la sesión. Faltaba elegir un secretario y dos vocales. Se alzaron manos, ávidas de ser elegidas.
– ¡Es su momento de gloria!-susurró el señor Merson-. Va usted a comprender la embriaguez del poder.
El orden del día se componía de veintiséis artículos y Joséphine se preguntó cuánto tiempo duraría la asamblea general. Cada punto tratado estaba sometido a votación. El primer tema de discordia fue el abeto de Navidad que Iphigénie había colocado en el vestíbulo del edificio durante las fiestas.
– Ochenta y cinco euros un abeto -chilló el señor Pinarelli-. Esos gastos deberían ser sufragados por la portera, teniendo en cuenta que ese abeto se instala, evidentemente, para forzar los aguinaldos. Y sin embargo, no me parece que nos corresponda, en calidad de copropietarios, ni un céntimo de ese dinero recolectado. Así pues, propongo que, de ahora en adelante, sea ella la que pague el abeto y las decoraciones de Navidad. Y que reembolse los gastos ocasionados este año.
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