Besó la portada. Cerró los ojos. Había hecho una promesa a las estrellas… Se haría carmelita y desaparecería tras las rejas en un silencio eterno.
* * *
La camarera llevaba zapatillas blancas de tenis, una minifalda negra, una camiseta blanca y un pequeño delantal anudado a la cintura. Revoloteaba por el café, su pelo rubio atado a la nuca, dibujando círculos en torno a las mesas, se deslizaba contorneando las caderas entre dos clientes y parecía tener dos pares de orejas para escuchar los pedidos que le llegaban desde las mesas, y cuatro brazos para llevar las bandejas sin volcarlas. Era la hora de la comida y todo el mundo tenía prisa. En el bolsillo trasero de su minifalda reposaba un cuaderno del que colgaba un boli Bic. Una larga sonrisa erraba en sus labios, como si sirviese a los clientes pensando en otra cosa. ¿En qué podría estar pensando que la hacía tan feliz?, se preguntó el señor Sandoz consultando el menú. Pediría el plato del día, salchichas con puré. No son muy frecuentes las personas que sonríen en silencio. Como si guardasen un secreto. ¿Acaso todos los individuos tienen un secreto que les hace felices o infelices? ¿Acaso me gustaría conocer el secreto de esa chica? Seguramente sí…
– ¿Y usted, qué va a ser? -preguntó la chica bajando su mirada gris pálido hacia él.
– Un plato del día. Y agua del grifo.
– ¿Sin vino?
Negó con la cabeza. Nada de vino. El alcohol le había enviado al fondo de la charca. Le había hecho perder su trabajo de ingeniero, a su mujer y a su hijo. Acababa de recuperar a su hijo. No volvería a beber una gota más de alcohol. Cada mañana se levantaba diciéndose aguantaré hasta la noche, y cada noche se acostaba repitiéndose un día más ganado. Hacía diez años que había dejado de beber, pero sabía que las ganas de alargar el brazo hacia un vaso estaban siempre presentes. Podía casi sentirlas como una mano mecánica.
– ¡Valérie!-gritó una voz detrás de la barra-. ¡Dos cafés y la cuenta para la seis!
La chica rubia se había ido gritando ¡una salchicha, una!
Así que se llamaba Valérie. Valérie que sonríe, Valérie que tiene una palabra amable para todos, Valérie que no parece tener más de veinte años. Valérie que se inclina sobre dos hombres que terminan de comer. Si el uno tenía buen aspecto y parecía salido de una página del Fígaro Économie, el otro parecía una libélula enloquecida. Se movía, se sobresaltaba, parpadeaba como un ciego. Sostenía los cubiertos entre sus dedos largos y afilados como hojas de cuchillo y doblaba un torso rígido y flaco sobre su plato. La piel parecía haberse posado sobre su cara como una película transparente, dejando ver las venas y las arterias y, cuando doblaba el codo, uno tenía miedo de que se rompiera.
Qué extraño personaje, pensó el señor Sandoz. Un auténtico coleóptero. Tiene aspecto sombrío, casi siniestro. Hablaba en voz baja al hombre elegante y guapo y parecía descontento. ¿Acaso tienen esos hombres, ellos también, un secreto? ¿Acaso comparten el mismo? Tenían un aspecto de connivencia y parecían comprenderse sin necesidad de hablarse.
– ¡Ha olvidado usted mi café! -exclamó el hombre elegante a Valérie, que volvía con la salchicha con puré y un café colocado en el mismo brazo.
– ¡Un minuto! ¡Ya voy! -respondió ella, dejando el plato delante del señor Sandoz y atrapando en el último segundo el café, que amenazaba con caerse.
El señor Sandoz sonrió, deslumbrado por su habilidad.
– ¡Se le da a usted bien! -dijo.
– A eso se le llama tener experiencia -replicó la chica, volviendo la cabeza hacia el hombre que se impacientaba y reclamaba su café.
– En todo caso, yo, ¡estoy con la boca abierta!
– ¡Ay! ¡Si pudiesen ser todos como usted! ¡Los hay que son auténticos tocapelotas! ¡Ya lo verá! -respondió descubriendo una fila de dientes blancos que reían.
– ¿Está usted siempre tan alegre? -siguió el señor Sandoz sin dejar de mirarla.
Ella sonrió con una amabilidad casi maternal. Un mechón de pelo cayó sobre sus ojos claros y sacudió la cabeza para devolverlo a su lugar.
– Voy a contarle un secreto: ¡estoy enamorada!
– ¡Pero bueno! ¡Señorita! ¡Esto es inadmisible! -gritó el hombre elegante agitando el brazo.
– ¡Vale, vale! ¡Ya voy!-dijo la camarera incorporándose, el café en equilibrio sobre su mano-. Y cuando se está enamorada, se ve la vida de color de rosa, ¿verdad?
– Eso seguro -respondió el señor Sandoz-. Pero para eso hay que ser dos…
Iphigénie no parecía sensible a las miradas ardientes que le lanzaba. Cuando tenía ganas de hablarle de él, de ella, le respondía clavos y tornillos, cola para madera y pincel. Si sentía la tentación de poner un índice sobre la arruga de la frente de Iphigénie para alisarla, ella giraba sobre sí misma y se iba a guardar los cubos de basura o a limpiar los cristales. Hacía tímidos acercamientos que ella no notaba. Extendió la servilleta de papel sobre su camisa blanca, cortó un trozo de salchicha, se llevó el tenedor a la boca y siguió con la mirada a Valérie, que se acercaba a la mesa del hombre elegante y de la libélula, café en mano.
En ese mismo instante, una mujer empujó su silla y golpeó a la camarera que, desequilibrada, tropezó. El café se volcó, salpicando el impermeable blanco del hombre elegante que dio un salto en su silla.
– Lo siento -dijo Valérie, cogiendo el trapo que llevaba sobre su hombro-, no he visto levantarse a la señora y…
Intentaba borrar los restos de café sobre la manga del impermeable. Frotaba y frotaba con la cabeza agachada.
– ¡Pero si me ha escaldado! -gritó el hombre incorporándose, furioso.
– ¡Bueno, no exagere! Ya le he dicho que lo siento…
– ¡Y encima me insulta!
– ¡No le estoy insultando! Le he dicho que lo siento…
– ¡Vaya forma de sentirlo!
– ¡No va usted a montar un drama! ¡Ya le he dicho que no he visto a la señora!
– ¡Y yo le digo que me ha insultado usted!
– ¡Pero bueno! ¡Qué tío! ¡No merece la pena ponerse en ese estado! ¿Tiene usted otros problemas en la vida? Lleve al tinte el impermeable que no le costará un céntimo, ¡para eso están los seguros!
El hombre elegante balbuceaba de indignación. Intentaba que la libélula tomase partido por él, y la libélula miraba a Valérie, con lo que parecía un brillo de apetito en su rostro de pergamino. Debe de encontrarla guapa como mujer indignada. Ella se había enfurecido y sus mejillas pálidas habían enrojecido. Es cierto que está aún más guapa cuando se anima. Con veinte años ¿qué podía saber de la vida? Sabía defenderse, estaba claro, pero con la impetuosidad de la juventud. Y el hombre elegante parecía ofuscado.
Se había levantado, había cogido su impermeable bajo el brazo y se disponía a abandonar la cafetería, dejando a la libélula para que se ocupase de la cuenta.
– Pero… ¡es usted un cretino! ¡Ya le he dicho que estamos asegurados! -repitió Valérie al verle marchar-. ¡Ese tío es un idiota!
El señor Sandoz creyó entonces que el hombre elegante iba a pegarle. Esbozó el gesto pero se contuvo y salió escupiendo su cólera.
La libélula se había quedado en la mesa y esperaba a que la camarera le trajera la cuenta. Tendió la mano hacia ella cuando la posó sobre el mantel, y la acarició con sus largos dedos esqueléticos.
– ¡Pero bueno, viejo Drácula perverso! ¡No vas a empezar tú también ahora! -exclamó ella fulminándolo con la mirada.
Él bajó la nariz, falsamente arrepentido, y se retiró como una corriente de aire.
– ¡Vaya! ¡Todos iguales! ¡Siempre intentando propasarse! Ni siquiera te piden opinión…
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