El señor Sandoz la miró, divertido. Debían de ser numerosos los que intentaban «propasarse» con ella.
La observó un momento. Llevaba anillos plateados en todos los dedos y eso los convertía en un puño americano. ¿Para defenderse? ¿Para rechazar clientes atrevidos? Dos hombres acodados a la barra la seguían con los ojos y, cuando se dirigió hacia ellos, la felicitaron. El señor Sandoz probó el puré, estaba casi frío, y se apresuró a terminarlo antes de que lo estuviese del todo. Era puré químico, puré en copos instantáneo y sabía, por experiencia, que ese puré se convertía pronto en escayola.
Cuando levantó la mano a su vez para pedir un café y la cuenta, la sala estaba casi vacía y la camarera volvió procurando no volcar nada.
– ¿Ocurren a menudo este tipo de incidentes? -preguntó buscando en su bolsillo algo de suelto.
– No sé qué le pasa a la gente de París ¡pero tiene los nervios a flor de piel!
– ¿No es usted de aquí?
– ¡No! -exclamó, volviendo a sonreír-. Yo soy de provincias y, en provincias, ¡le puedo decir que no nos indignamos así! Vamos más despacio.
– ¿Y qué ha venido a hacer a la tierra de los indignados?
– Quiero ser actriz, trabajo para pagarme las clases de teatro… A esos dos los tengo ya fichados desde hace mucho tiempo, siempre con prisas, siempre desagradables ¡y ni un céntimo de propina! ¡Como si fuera su chacha!
La recorrió un escalofrío y su sonrisa feliz se desvaneció de nuevo.
– ¡Vamos! No tiene importancia… -dijo el señor Sandoz.
– ¡Tiene usted razón! -dijo ella-. Sigue siendo una hermosa ciudad, París, ¡si nos olvidamos de la gente!
El señor Sandoz se levantó. Había dejado un billete de cinco euros sobre la mesa.
Ella se lo agradeció con una gran sonrisa.
– Pues usted… ¡Me reconcilia con los hombres! Porque si quiere que le diga un secreto, a mí no me gustan los hombres…
* * *
– ¿Y entonces? ¿Te ha respondido? -preguntó Dottie. Esa noche iban a la ópera.
Antes de encontrarse con Dottie, había cenado con Alexandre. «Mamá ha llamado, quiere venir el viernes, me ha dicho que si puedes llamarla», había dicho su hijo con los ojos puestos en su filete bien hecho, separando las patatas fritas, que guardaba para más tarde. Se comía el filete por obligación, y las patatas por glotonería.
– Ah… -había contestado Philippe, pillado por sorpresa-. ¿Teníamos planes para este fin de semana?
– No, que yo sepa… -había respondido Alexandre masticando la carne.
– Porque si tú quieres verla, puede venir. No estamos enfadados, ya lo sabes.
– Simplemente no estáis de acuerdo sobre la forma de ver la vida…
– Eso es. Lo has entendido muy bien.
– ¿Puede traerse a Zoé? Me gustaría ver a Zoé. La echo de menos…
Había pronunciado intensamente el «la» como si no retuviese la proposición de su madre.
– Lo pensaré -había dicho Philippe pensando que la vida se estaba volviendo muy complicada.
– En clase de francés nos han pedido que contemos una historia con un máximo de diez palabras… ¿Quieres saber cómo lo he hecho?
– Por supuesto…
– «Sus padres eran carteros, él acabó matado como un sello…».
– ¡Genial!
– He sacado la mejor nota. ¿Sales esta noche? -Voy a la ópera con una amiga. Dottie Doolittle. -Ah… Cuando sea mayor ¿me llevarás?
– Te lo prometo.
Había besado a su hijo, había caminado hasta el apartamento de Dottie, esperando que durante el paseo se impusiera una solución. No tenía ganas de ver a Iris, pero tampoco quería impedirle que viese a su hijo, ni hablarle demasiado pronto de separación o de divorcio. En cuanto esté mejor, sacaré el tema, se había dicho antes de llamar a la puerta de Dottie Doolittle. Siempre lo dejaba para más tarde.
Estaba sentado en el borde de la bañera, con un vaso de whisky en la mano, y mirando cómo Dottie se maquillaba. Cada vez que levantaba el vaso, el codo golpeaba la cortina de plástico de la ducha, donde una exuberante Marilyn se dislocaba enviando besos. Ante él, vestida con medias y sujetador negros, Dottie se agitaba en un desorden coloreado de polvos, pinceles y coloretes. Cuando fallaba un trazo o una pincelada, juraba como un camionero y repetía:
– ¿Y bien? ¿Te ha contestado o no?
– No.
– ¿Nada de nada? ¿Ni siquiera una pestaña metida en un sobre?
– Nada…
– Pues yo, cuando esté enamorada de un chico, le enviaré una pestaña por correo. Es una prueba de amor, ¿sabes?, porque las pestañas no vuelven a crecer. Nacemos con un capital que no hay que dilapidar…
Se había echado el pelo hacia atrás, lo había aplastado con dos largas pinzas; parecía una adolescente maquillándose a escondidas. Sacó una cajita de barro negro, un pincelito de pelo duro, escupió y frotó el pincel sobre el barro negro. Philippe hizo una mueca. Ella, con los ojos fijos en el espejo, depositaba sobre sus pestañas un espeso escupitajo negro. Escupía, frotaba, apuntaba, colocaba y volvía a empezar. Una cadencia de cuatro tiempos que describían la costumbre, la habilidad, lo que arrastra la feminidad.
– Será por una frase como ésa que un día un chico se enamorará de ti -dijo él, para recordarle que, precisamente, él no era ese chico.
– Los chicos guapos enamorados de las palabras ya no existen. Crecen hablando con su game-boy.
Una gota de agua cayó de la alcachofa de la ducha sobre su cuello y se cambió de sitio.
– Tu ducha tiene goteras…
– No tiene goteras. He debido de cerrar mal el grifo.
La boca completamente abierta, la mirada al cielo, el codo en escuadra, se untaba las cejas cuidando mucho de que la pasta negra no se corriese. Dio un paso atrás, se examinó en el espejo, hizo una mueca y volvió al trabajo.
– No ha sucumbido al espíritu de Sacha Guitry -retomó Philippe, pensativo-. Y sin embargo la frase era bonita…
– Ya encontrarás otra cosa. Te ayudaré. ¡Nada mejor que una mujer para seducir a otra! ¡Vosotros habéis perdido la práctica!
Se mordisqueó los labios, apreció su reflejo en el espejo. Introdujo el índice en un kleenex para borrar la minúscula arruga que se llenaba de negro. Levantó un párpado con un gesto seco de cirujano para introducir en él un bastoncito de rímel gris, cerró el ojo, dejó caer el bastoncito y volvió a abrir un ojo de Nefertiti deslumbrada. Se volvió hacia él con un rápido movimiento de cadera que buscaba el cumplido.
– ¡Muy bonito! -dijo él con una sonrisa rápida.
– Es interesante -respondió ella, repitiendo la operación en el otro ojo-, ¿no crees? ¡Nos vamos a poner los dos manos a la obra para seducir a una mujer!
El la miraba fijamente, fascinado por el ballet de manos, bastoncitos y frascos de rímel, que manejaba como una experta sin derramar el polvo.
– Tú, Christian, y yo, Cyrano. En aquella época, un hombre contrataba a otro para hablar en su lugar.
– Es que los hombres ya no saben hablar a las mujeres… Yo, en todo caso, fracaso. Creo que nunca supe.
Una nueva gota cayó sobre su mano y decidió ir a sentarse sobre la tapa del retrete.
– ¿Has terminado el Cyrano? -preguntó secándose el dorso de la mano con la primera toalla que encontró.
Él le había regalado una edición inglesa de Cyrano de Bergerac.
– Me ha encantado… So french! [12]
Blandió su brocha de rímel, y la agitó recitando los versos en inglés:
Philosopher and scientist,
Poet, musician, duellist
He flew high, and fell back again!
A pretty wit – whose like we lack –
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