– Se equivoca -afirmaba Joséphine-. En el siglo XII, a los viejos se les echaba a la calle.
El dejaba de pintar, esperando una explicación. Joséphine se lanzaba:
– Conozco una fábula en verso que cuenta la historia de un hijo que echa a su padre: acaba de casarse y quiere vivir solo con su joven esposa. Se llama La Housse partie o, para entendernos, «la manta compartida». Es el hijo que habla al viejo padre que le suplica que no le eche a la calle:
Irá usted a la ciudad
Todavía hay diez mil
Que encuentran su sustento
Ya sería mala suerte
Que no encuentre usted alimento
¡Cada cual que se busque su suerte!
»Ya ve, ¡tampoco era el paraíso ser viejo en aquella época! Vivían en bandas, rechazados por todos, obligados a mendigar o a robar.
– Pero ¿cómo sabe usted eso?
– Estudio la Edad Media. Me gusta encontrar similitudes entre el pasado y el presente. ¡Y hay muchas más de las que se piensa! La violencia de los jóvenes, su desesperación ante un futuro incierto, las noches de borrachera, las bandas que violan chicas, el piercing, los tatuajes, las fábulas tratan todos esos temas.
– Entonces, ha existido siempre la misma infelicidad…
– … y el mismo miedo. El miedo ante un mundo que cambia y que no se reconoce. El mundo nunca ha sufrido tantos cambios como durante la Edad Media. Caos y renovación. Siempre hay que pasar por ahí.
Él cogía un cigarrillo, lo encendía y se manchaba la nariz con pintura rosa. Sonreía, con la expresión de alguien al que pillan en falta.
– ¿Y cómo se sabe que tenían miedo?
– Por los textos y la arqueología, los objetos que se encuentran en los yacimientos. Estaban obsesionados con su seguridad. Construían muros para protegerse del vecino, castillos y torres para desanimar a eventuales asaltantes. Se trataba de dar miedo a cualquier precio. Muchas fosas, fortificaciones y aspilleras no eran más que protecciones simbólicas y no se utilizaban nunca. Cerrojos, candados y llaves son objetos que se encuentran muy a menudo en las excavaciones. Todo estaba cerrado con cerrojo: cofres, puertas, ventanas y hasta la puerta del jardín. Era la mujer la que guardaba las llaves. Era la dueña de la casa.
– ¡El poder estaba ya en manos de las mujeres!
– Se aterraban ante los cambios climáticos, las inundaciones, el recalentamiento del planeta. Salvo que no se hablaba del planeta…
– Se hablaba del pueblo en el valle del Ubaye o de la Durance…
– Exacto. En el año mil hubo grandes fluctuaciones de temperatura y un recalentamiento que hizo subir el nivel de los lagos alpinos ¡dos metros! Numerosos pueblos acabaron bajo el agua. Los habitantes huían; el cronista Raoul Glaber, monje de Cluny, escribió que llovió tanto durante tres años, que «no se pudo abrir el surco capaz de recibir la simiente. Siguió una hambruna; un hambre rabiosa que empujó a los hombres a devorar carne humana».
Ella hablaba y hablaba. Qué curioso, hablando con él elaboro mi tesis, expongo mis argumentos, los pongo a prueba, los desarrollo.
Se acostumbró a ir a la portería con un cuadernillo donde garabateaba la concatenación de ideas. Los pensamientos llegaban mientras manejaba el pincel, el rodillo, el rascador, la escofina, el cepillo, dejándose la piel de los dedos mientras pegaba un trozo de parqué. Mucho más que quedándose sentada delante de su ordenador. De tanto pensar sentada, acaba una por reblandecerse. El cerebro reposa sobre el cuerpo y el cuerpo da energía al cerebro al agitarse. Como cuando corría por la mañana. Quizás por esa misma razón da vueltas el desconocido del lago. ¿Busca acaso palabras para una novela, una canción o una tragedia moderna?
El señor Sandoz acababa siempre diciendo:
– Es usted una mujer extraña. Me pregunto lo que piensan de usted los hombres cuando la conocen.
Ella sentía ganas de preguntar: «¿Y usted?, ¿qué piensa de mí?», pero no se atrevía. Él hubiese podido pensar que esperaba un cumplido. O que deseaba que la llevase a comer durante su pausa, que la cogiese de la mano, que le hablase al oído y la besara. Ella sólo quería besar a un hombre. Un hombre al que tenía prohibido besar.
Volvían al trabajo. Lijaban, cardaban, enlucían, retiraban escombros, enyesados, estucos, enlucidos y barnices.
Iphigénie venía a interrumpirles a menudo:
– ¿Sabe qué podríamos hacer, señora Cortès, cuando todo esté acabado? Podríamos invitar a los vecinos del edificio. Sería simpático, [11] ¿no?
– Sí, Iphigénie, muy simpático…
Iphigénie esperaba sus muebles con impaciencia. Dormía entre los vapores de la pintura, las ventanas abiertas al patio. Vigilaba la evolución de la ducha, que el señor Sandoz estaba transformando en cuarto de baño. Había recuperado una vieja bañera y había conseguido encastrarla. Le pasaba catálogos para que eligiese los grifos. Ella dudaba entre un grifo con termostato de rodamiento hueco u otro con monomando.
– Va a sentirse celosa, la gente del edificio, ¡van a echarme un sermón! -se inquietaba.
– ¿Porque ha convertido un cuchitril en un palacete? Al contrario, ¡deberían devolverle los gastos! -rugía el señor Sandoz.
– No soy yo la que lo paga, es ella -susurraba Iphigénie señalando a Joséphine, que arrancaba un zócalo deshecho por el uso.
– ¡Le tocó a usted la lotería el día que se instaló aquí!
– No se puede ser infeliz a todas horas, porque es agotador -decía Iphigénie que volvía a marcharse haciendo su ruido de trompeta.
Una mañana, Iphigénie llamó a la puerta de Joséphine para entregarle el correo. Había cartas, impresos y un pequeño paquete.
– ¿Todavía no han llegado los muebles? -preguntó Joséphine echando un vistazo distraído al correo.
– No. Diga, señora Cortès, la semana próxima es la reunión de copropietarios, no lo habrá olvidado, ¿verdad?
Joséphine negó con la cabeza.
– Me contará lo que dicen, ¿eh? Sobre la fiesta… Sería bueno para todo el edificio. Hay gente que vive aquí desde hace diez años y no se habla. Podría invitar a su familia, si quiere.
– Le diré a mi hermana que venga. Así verá mi piso al mismo tiempo.
– Y para la fiesta ¿iremos a comprar todo al Intermarché?
– De acuerdo.
– Feliz lectura, señora Cortès, ¡creo que es un libro! -añadió Iphigénie señalando el paquete.
Venía de Londres. No reconocía la letra.
¿De Hortense? Se había mudado. Ya no soportaba a su compañera de piso. Llamaba de vez en cuando. Todo va bien. Estoy haciendo las prácticas en Vivienne Westwood, he trabajado tres días en el taller y ha sido de lo más guay. He seguido los inicios de la próxima colección, pero no me dejan hablar de ello. Estoy aprendiendo a curvar armazones, a montar corsés de gasa fina, sombreros gigantescos, fajas de encaje. Me sangran los dedos. Ya estoy pensando en las próximas prácticas. ¿Puedes preguntar a Lefloc-Pignel si tiene alguna idea o prefieres que lo llame yo?
Joséphine abrió el paquete con precaución. ¿El patrón de un vestido diseñado por Hortense? ¿Un librito sobre los estragos del azúcar en los colegios ingleses, prologado por Shirley? ¿Fotos de ardillas saltando tomadas por Gary?
Era un libro. Los nueve solteros de Sacha Guitry. Una edición rara, encuadernada en piel color cereza. Lo abrió por la guarda. Una caligrafía alta, escrita con tinta negra, destacaba en la hoja en blanco: «"Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea". Te quiero y te deseo. Philippe».
Estrechó el libro contra su pecho y recogió un rayo de felicidad. ¡La amaba! ¡La amaba!
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