– Ni hablar -había chillado él-. Usted se queda aquí y usted trabaja.
– Pero si es sólo para cambiar de aires…
– No bueno -había respondido él-. Nada bueno. Usted no mover. Usted inestable. Usted peligrosa para usted. Yo vigilar por su bien. Yo tener su pasaporte en mi caja fuerte.
Y había tosido con fuerza para dejar claro que la discusión estaba cerrada. Ésa era su forma de cerrarle la puerta en las narices. Estaba prisionera de ese viejo ávido chino, que contaba su dinero con su ábaco y se rascaba los huevos con las piernas separadas.
– What a pity! -había respondido ella.
«¡ Wapiti! ¡Wapiti!», habían entonado dos chiquillas adorables blandiendo una cacerola de wapiti chamuscado. Hortense y Zoé habían saltado como dos diablillos al abrir una caja sorpresa. ¡Cómo las echaba de menos! A veces, hablaba con ellas al dormirse. Jugaba a las mamás. Cosía un dobladillo, planchaba un pantalón, peinaba un rizo sobre la frente. Han debido de cambiar. Ya no las reconocería. Me mirarían de lejos como quien desdeña a un extraño. Me he convertido en una emigrada, en una desarraigada…
En un periódico francés de varias semanas atrás, había leído un reportaje sobre los levantamientos en la campiña china. El ejército había contenido las protestas, pero éstas volverían a surgir. Los agricultores se negaban a que les confiscaran las tierras para construir fábricas. Arrancarían los hermosos carteles de flores de lys que cubrían los muros de adobe. Aquello sería el principio del fin.
A la mañana siguiente, al levantarse, Mylène Corbier decidió pasar a la fase siguiente de su existencia: el regreso a Francia.
Para ello, iba a necesitar a Marcel Grobz.
* * *
Henriette estaba exultante: acababa de cruzarse en el parque Monceau con la criada y Josiane. ¡Y en qué estado, Josiane! Un espectro. Sólo le faltaban telarañas en los huesos. Avanzaba, encorvada, apoyada sobre gruesas sandalias. Se inclinaba a la derecha, se inclinaba a la izquierda, flotaba en una gabardina azul marino, y su pelo caía en mechones lánguidos y tristes. La criada la vigilaba constantemente y la guiaba. Se paraban a descansar en cada uno de los bancos del parque.
¡Funcionaba! Los sortilegios de Chérubine eran una maravilla. ¡Y pensar que había ignorado tanto tiempo esos poderes mágicos! ¡La cantidad de complots que hubiese podido urdir! ¡De cuántos enemigos hubiese podido desembarazarme! ¡Y qué fortuna hubiese amasado! Sentía vértigo. Si lo hubiese sabido, si lo hubiese sabido…, se dijo quitándose su gran sombrero. Se dio golpecitos con la mano en el pelo para borrar el pliegue que el peso de su horrible tocado había impreso en él y se dedicó, en el espejo, una sonrisa radiante. Acababa de descubrir una nueva dimensión: el poder absoluto. Desde ahora, las leyes que regían al común de los mortales dejarían de aplicarse a ella. Desde ahora, iría derecha al grano, con Chérubine en la manga para el trabajo sucio, y recuperaría el lustre de antaño. Mía la agenda Hermés, las pastillas de jabón Guerlain, los jerséis de cachemir de doce hilos, mi agua de colonia para la ropa a la lavanda, las tarjetas de visita Cassegrain, mis sesiones termales en el hotel Royal y la cuenta en el banco rebosante.
A punto estaba de ponerse a bailar bajo el artesonado del salón. Dudó, se recolocó el bajo de la falda, se lanzó y se puso a girar, y girar, invadida por una alegría frenética. El mundo le pertenecía. Iba a reinar como soberana despiadada. Y cuando tenga muchos millones, me compraré amigos. Estarán siempre de acuerdo conmigo, me llevarán al cine, pagarán mi entrada, pagarán el taxi, pagarán el restaurante. Bastará con que les tiente con algunos favores, una cláusula en un testamento, un plan de ahorro vivienda, y mi recibidor se llenará de amigos. Los valses de Strauss revoloteaban en su cabeza, y se puso a canturrear. Fue el sonido de su voz rota lo que rompió el sueño. Se detuvo en seco y se conjuró: no debo aturdir me con vanas ensoñaciones, debo permanecer tranquila, proseguir mi plan de batalla. Todavía no había activado la fase papá Grobz, pero se acercaba la hora en la que descolgaría el teléfono y susurraría: «Hola, Marcel, soy Henriette, ¿y si hablásemos tú y yo, sin abogados, ni intermediarios?». El ya no estaría en situación de resistírsele, y ella obtendría lo que quisiera. Ya no necesitaría desvalijar al ciego al pie de su edificio.
Aunque…
De eso no estaba tan segura.
Expoliar cada día a ese pobre hombre sin que la pillasen, recolectar algunas monedas calientes con la palma de la mano, daba cierto picante a su vida. Era un placer que nunca habría sospechado. Pues, hay que confesarlo, con el paso de los años los placeres disminuían. ¿Qué pequeños goces quedaban? Los dulces, los cotilleos y la tele. No le gustaban ni el azúcar ni la caja tonta. Los cotilleos le gustaban, pero es una distracción que exige compañía y ella no tenía amigas. En cambio, la avidez es una actividad solitaria. Exige incluso estar solo, concentrado, adusto, intratable. Esa misma mañana, se había despertado murmurando: «¡Menos diez euros!». Había dado un salto en la cama. No sólo tendría que pasar el día sin gastar nada, sino que debería, además, conseguir algunas monedas por aquí y por allá para respetar el compromiso. ¿Cómo iba a hacerlo? No tenía la menor idea. El ingenio aparecería con el hurto. Empezaba a adquirir habilidad. El otro día, por ejemplo, se había dicho, al amanecer -era el momento en el que se lanzaba desafíos-: «¡Hoy, una botella de champán gratis!». Su cuerpo se había tensado inmediatamente, invadido por un placer doloroso. Había estudiado la situación y puso a punto un astuto plan.
Vestida modestamente, sin sombrero ni signo exterior de riqueza, la expresión humilde, y un viejo par de alpargatas planas en los pies, había entrado en una tienda Nicolás Feuillatte, había juntado las manos y preguntado, con ojos lagrimosos: «¿No tendrá usted una botellita de champán, barata, para dos viejecitos que festejan sus cincuenta años de matrimonio? Con nuestra pensión, vamos un poco justos, ¿sabe?…». Se había mantenido digna, con un falso aire de chiquilla pillada cometiendo un acto de mendicidad. El vendedor había sacudido la cabeza, incómodo.
– Es que no tenemos muestras, querida señora… Tenemos botellas de cuarto, a cinco euros, pero las vendemos…
Ella había bajado los ojos hasta la punta de las alpargatas, la cadera encastrada en el mostrador de madera, y había esperado a que cediera. Pero no cedía. Se había vuelto hacia un cliente que pedía una caja de reputadas añadas. Henriette, entonces, había adoptado su «aire», un aspecto sufrido y cansado. Gozaba interpretando ese papel. Lo enriquecía con nuevos suspiros, con nuevas expresiones. Inclinaba la cabeza, bajaba los hombros, gemía débilmente. Ese día, en Nicolás Feuillatte, el vendedor no cedía. Se disponía a marcharse, cuando una dama extremadamente bien vestida se le había acercado.
– Señora, perdóneme, pero no he podido evitar oír su conversación con el vendedor. Sería un honor y un placer para mí ofrecerle una botella de este maravilloso champán… para que lo beba con su marido.
Henriette se había deshecho en agradecimientos, lágrimas de gratitud surgían en el rabillo de sus ojos. Había aprendido a llorar sin arruinarse el maquillaje. Y se había ido, con la botella bien encajada debajo del brazo. No sabían lo que se perdían los que gastan sin contar. La vida se convertía en palpitante. Cada día traía su lote de azares, aventuras, miedos deliciosos. Cada día, triunfaba. Ni siquiera estaba ya segura de querer recuperar a Marcel. Su dinero sí, pero, una vez solo y arruinado, lo metería en un asilo de ancianos. No lo dejaría en casa.
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