Pasaron delante del Intermarché donde Joséphine hacía la compra cuando vivía en Courbevoie. Iphigénie le preguntó si podían detenerse: necesitaba Pato WC y un cepillo para el suelo. Se presentaron en la caja con dos carritos llenos. La cajera les preguntó si tenían tarjeta de cliente. Joséphine sacó la suya y aprovechó para pagar la compra de Iphigénie. Esta se enfadó.
– ¡Ah, no! ¡Ya basta, señora Cortès! ¡Vamos a perder la amistad!
– ¡Así tendré muchos más puntos!
– ¡Me juego algo a que usted nunca utiliza sus puntos!
– Nunca -confesó Joséphine.
– La próxima vez ¡yo la acompañaré y los usará! Así ahorrará algo.
– ¡Ah!-dijo Joséphine, maliciosa-. Así que habrá una próxima vez. No está enfadada del todo…
– Sí. Estoy enfadada ¡pero soy débil!
Se marcharon corriendo bajo una tromba de agua, cuidando de no tirar nada.
Joséphine dejó a Iphigénie ante el edificio y fue a aparcar el coche al aparcamiento, rogando al cielo no toparse con nadie. Desde que la agredieron, tenía miedo en el aparcamiento.
* * *
Ginette estaba preparando el café de la mañana cuando llamaron a la puerta. Dudó, preguntándose si suspendía la operación, permaneció un momento con el codo en el aire, y decidió que el café pasaría delante del misterioso visitante. René estaría de mal humor todo el día si el café era malo. No hablaba con nadie antes de haberse bebido dos boles y haber engullido tres tostadas de la baguette fresca que el hijo de la panadera depositaba en el portal antes de ir al colegio. A cambio, Ginette le daba una moneda.
– ¿Sabes -gruñó René- cuánto costaba la baguette cuando nos vinimos a vivir aquí en 1970? Un franco. Y ahora ¡un euro diez! Más la comisión del chico, ¡debemos de comer el pan más caro del mundo!
Los días en los que el chico no tenía colegio, ella se ponía un abrigo sobre el camisón y bajaba a hacer cola a la panadería. René era su hombre. Su hombre de carne y de codicia. Lo había conocido con veinte años: ella era corista de Patricia Carli, él montaba y desmontaba el escenario. Esculpido en uve mayúscula, calvo como una pista de patinaje para piojos, hablaba poco, pero sus ojos recitaban la Ilíada y la Odisea. Tan presto para gritar como para sonreír, dotado de la serenidad de esas gentes que saben lo que quieren y quiénes son desde que nacen, la había atrapado una noche por la cintura y no la había vuelto a soltar. Treinta años de comunión y todavía temblaba cuando le ponía las manos encima. ¡Nada más que placer, su René! En horizontal trabajaba la voluptuosidad, en vertical, el respeto. Tierno, previsor, huraño, todo lo que ella amaba. Hacía casi treinta años que vivían en la pequeña vivienda encima del almacén que les había cedido gratuitamente Marcel, el día en el que había contratado a René en calidad de… «ya hablaremos del puesto después». Visto y no visto: no habían vuelto a hablar de ello, pero Marcel aumentaba su sueldo al mismo ritmo que sus responsabilidades y el precio de la baguette. Allí fue donde habían crecido sus hijos: Johnny, Eddy y Sylvie. En cuanto los niños supieron valerse por sí mismos, Marcel contrató a Ginette en el almacén. Responsable de las entradas y salidas de mercancía. Y los años habían ido pasando sin que Ginette tuviese tiempo de contarlos.
Volvieron a llamar a la puerta.
– ¡Un momento! -gritó vigilando el agua hirviendo sobre el polvo negro.
– ¡Tómate el tiempo que necesites! ¡Sólo soy yo! -respondió una voz, que era la de Marcel.
¿Marcel? ¿Qué hacía aquí al alba?
– ¿Tienes algún problema? ¿Has olvidado las llaves del despacho?
– ¡Tengo que hablar contigo!
– Ya voy -repitió Ginette-, sólo un minuto.
Terminó de verter el agua, dejó el hervidor, cogió un trapo y se secó las manos.
– ¡Te lo advierto, todavía estoy en camisón! -anunció antes de abrir.
– ¡Me da igual! ¡No me enteraría de nada aunque estuvieses en tanga!
Ginette abrió y entró Marcel, llevando a Júnior sobre el vientre.
– ¡Pero bueno, menuda visita! ¡Dos Grobz en el umbral! -exclamó Ginette haciendo una seña a Marcel para que entrase.
– ¡Ay, mi pobre Ginette!-murmuró Marcel-. Es terrible lo que nos está pasando… ¡Nos ha caído de golpe! ¡No lo hemos visto venir en absoluto!
– ¿Y si empezases por el principio? ¡Si no, no voy a entender nada!
Marcel se sentó, sacó a Júnior del portabebés, lo sentó sobre las rodillas y cogió un trozo de pan que colocó en la boca del niño.
– Vamos, mi chico, ejercita los dientes mientras charlo con Ginette…
– ¿En qué edad anda este amorcito?
– ¡Ya va por su primer aniversario!
– ¡Pero bueno, si parece mucho más viejo! ¡Qué fuerte está! Pero ¿cómo es que te lo traes al trabajo?
– ¡Ay! ¡No me hables! ¡No me hables!
Balanceaba la cabeza, desesperado. No se había afeitado y tenía una mancha de grasa en el reverso de la chaqueta.
– Sí, precisamente, háblame.
El comenzó, la mirada baja:
– ¿Recuerdas el estado de felicidad en el que estaba la última vez que cenamos aquí con Josiane?
– ¿Justo antes de Navidad? Nos dejaste mareados. ¡Ya no aguantábamos más!
– Exultaba, estaba henchido de alegría, ¡estallaba de júbilo! Cuando llegaba al despacho por la mañana, le pedía a René que me mordiese la oreja, sólo para comprobar que todo eso era verdad.
– ¡Querías instalar una sillita de bebé en tu despacho para iniciar al chico!
– Eran los buenos tiempos, éramos felices. Ahora…
– Ahora ya no se os ve. Os habéis disfrazado de fantasmas.
Él abrió los brazos en señal de impotencia. Cerró los ojos. Suspiró. El bebé basculó, él lo atrapó y, con sus dos manos fuertes de vello rojo, se puso a masajearlo. Hundía sus falanges en la barriguita redonda de Júnior, que se dejaba manosear con un rictus de dolor.
– ¡Basta, Marcel, que el chavalín no es de plastilina!
Marcel relajó la presión. Júnior respiró aliviado y tendió la mano a Ginette para agradecerle su intervención.
– ¿Has visto? -exclamó Ginette, anonadada.
– Lo sé, ¡es un genio! Pero, pronto, no será más que un pobre huérfano.
– ¿Se trata de Josiane? ¿Está enferma?
– La peor de las enfermedades: lo ve todo negro. Y eso, preciosa, ¡no tiene remedio!
– ¡Vamos! ¡Vamos!-le animó Ginette-. Es la depre posparto. ¡Les pasa a todas las mujeres! Eso termina curándose.
– ¡Es peor! ¡Mucho peor!
Él se inclinó y susurró:
– ¿Dónde está René?
– Está vistiéndose. ¿Por qué?
– Porque… lo que te voy a decir es algo totalmente secreto. Ni hablar de contárselo.
– ¿Ocultarle algo a René?-se ofuscó Ginette-. ¡No podría hacerlo en la vida! ¡Quédate con tu secreto, que yo me quedo con mi marido!
La expresión de Marcel volvió a oscurecerse. Volvió a estrechar a Júnior contra sí y a masajearlo. Ginette arrancó al niño de las manos de su padre.
– ¡Dámelo, vas a terminar sacándole las vísceras!
Marcel se hundió, los dos codos sobre la mesa.
– ¡Estoy al límite! ¡No puedo más! ¡Éramos tan felices! ¡Tan felices!
Se meneaba, se pasaba la mano por el cráneo, se mordía el puño. Su peso hacía gemir la silla. Ginette iba de un lado a otro de la habitación, con Júnior apoyado en el hombro. Hacía mucho tiempo que no había sostenido a un bebé en brazos y estaba emocionada. La ternura que sentía por Júnior rebotó sobre Marcel, ese buen Marcel que se comía las uñas y sudaba la gota gorda.
– ¡Pero tú estás enfermo, hombre! -dijo Ginette al verle de color carmesí.
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