– ¡Que no, señora Cortès!
– Me da igual, iré sola y haré que se lo dejen delante de la puerta. Usted no me conoce, soy bastante testaruda.
Las dos mujeres se enfrentaron en silencio.
– Lo único bueno, si viene conmigo, es que será usted quien podrá elegir, no tenemos necesariamente los mismos gustos.
Iphigénie había cruzado los brazos y fruncía el ceño. Ese día, su cabello tenía un color mandarina que viraba al amarillo en algunos sitios. Bajo la luz de la lámpara de pie, se dirían llamas surgiendo de su cabeza.
– Realmente estaría bien que pusiese usted los colores en las paredes, y no en la cabeza -dijo Joséphine haciendo una mueca.
Iphigénie se pasó la mano por el pelo.
– Lo sé, esta vez no he acertado con el color… pero no es muy práctico, la ducha está en el patio, no hay luz y no puedo respetar siempre el tiempo de aplicación recomendado. Además, en invierno, lo hago deprisa porque, si no, ¡me resfrío!
– ¡La ducha está en el patio! -exclamó Joséphine.
– Pues sí… Al lado del cuarto de la basura…
– ¡No es posible!
– Pues sí, señora Cortès, pues sí…
– Bueno-decidió Joséphine-. ¡Iremos mañana!
– ¡No insista, señora Cortès!
Joséphine vio a la pequeña Clara apoyada en el marco de la habitación. Era una chiquilla extrañamente seria, de ojos caídos, tristes y resignados. Su hermano Léo se había unido a ella; cada vez que Joséphine sonreía, se escondía detrás de su hermana.
– La encuentro a usted un poco egoísta, Iphigénie. Me parece que a sus hijos les gustaría vivir en un arco iris…
Iphigénie posó su mirada en sus hijos y se encogió de hombros.
– Están acostumbrados a esto.
– A mí me gustaría que pintáramos la habitación de rosa… y tener un edredón verde manzana -dijo Clara, mordisqueándose un mechón del pelo.
– ¡Oh, no! El rosa es para chicas -exclamó Léo-. ¡Yo quiero amarillo chillón y un edredón rojo con vampiros!
– ¿No están en el colegio? -preguntó Joséphine, que quería cantar victoria y prefería dejar tiempo a Iphigénie para rendirse sin perder la cara.
– Es miércoles. Los miércoles ¡no hay colegio! -respondió Léo.
– Tienes razón, ¡lo había olvidado!
– Parece que has perdido la cabeza…
– La había perdido, pero desde que estoy con vosotros estoy mucho mejor -dijo Joséphine sentándoselos en las rodillas.
– Y además, mamá, ¿podríamos tener las camas una encima de otra?-continuó Clara-. Así yo podría dormir en el primer piso y pensaría que estoy en el cielo… ¿Y una mesa también?
– ¡Y yo un caballo de madera! ¿Eres Papá Noel? -preguntó Léo a Joséphine.
– ¡Qué tonto eres! ¡No tengo barba!
Soltó una risita que le aclaró la garganta.
– Me parece que ha perdido usted, Iphigénie. Quedamos mañana a mediodía. Le interesa ser puntual porque si no sólo tendremos tiempo de ir y venir…
Los dos niños rodearon a su madre y gritaron de alegría.
– Di que sí, mamá, di que sí…
Iphigénie dio un manotazo sobre la mesa y pidió silencio.
– Entonces, a cambio, le limpio la casa. Dos horas al día. Lo toma o lo deja.
– Una hora será suficiente. Sólo somos dos. No tendrá mucho trabajo y le pagaré.
– ¡Lo haré gratis o no voy a Ikea!
* * *
Al día siguiente, Joséphine esperó en el portal a las doce. Subieron a su coche. Iphigénie tenía un capazo sobre las rodillas y se había anudado un fular al pelo.
– ¿Es usted musulmana, Iphigénie?
– No, pero cojo frío en los oídos. Después tengo otitis y me queman las orejas por dentro y por fuera…
– Como a mí. A la menor emoción, se inflaman.
Atravesaron el Bois de Boulogne y se dirigieron a La Défense. Aparcaron frente a Ikea. Cogieron un metro de papel, un cuadernito y un lápiz y accedieron al interior de la tienda. Joséphine apuntaba, Iphigénie protestaba. Joséphine llenaba el cuaderno de pedidos, Iphigénie se escandalizaba:
– ¡Pero esto es demasiado, señora Cortès! ¡Demasiado!
– ¿No sería mejor que me llamase Joséphine? ¡Yo la llamo Iphigénie!
– No, para mí, usted es la señora Cortès. No hay que mezclar los trapos con las servilletas.
En Bricorama, eligieron una pintura amarillo canario para la habitación de los niños, rosa frambuesa para la habitación principal, y azul chillón para el lado de la cocina. Joséphine vio cómo Iphigénie contemplaba las lamas de parqué con la boca abierta de placer. Encargó parqué. Y una ducha. Y alicatado.
– ¿Y quién va a instalar todo eso?
– Ya encontraremos un albañil y un fontanero.
Joséphine dio la dirección de la portería para que lo enviasen todo allí. Volvieron al coche y se sentaron aliviadas.
– ¡Está usted como un cencerro, señora Cortès! Ya le digo desde ahora que le voy a dejar el piso como una patena, ¡va a poder comer usted en el suelo!
Joséphine le sonrió y salió del aparcamiento girando el volante con un dedo.
– ¡Y además conduce usted divinamente!
– Gracias, Iphigénie. Me siento valorada a su lado. ¡Debería verla más a menudo!
– ¡Oh, no, señora Cortès! Tiene usted otras cosas que hacer.
Apoyó la cabeza en el reposacabezas y murmuró, feliz:
– Es la primera vez que alguien es bueno conmigo. Quiero decir bueno sin otras intenciones. Porque los hay pretendidamente buenos, pero todos buscan quitarme algo… En cambio usted…
Hizo un ruido de petardo mojado con la boca para expresar su sorpresa. El fular enmarcaba un rostro de madonna juvenil, que se maquilla deprisa y corriendo en una esquina de la pila. Olía a jabón de Marsella que se frota bajo la ducha fría, y que no se tiene tiempo de enjuagar. Larga y fina nariz, ojos negros, tez bronceada, dientes brillantes, una profunda arruga entre las cejas que probaba, por si Joséphine todavía lo dudaba, que tenía carácter. Un cuerpo algo pesado, un pecho de vampiresa italiana y en conjunto, como telón de fondo, la seriedad infantil de quien lucha por llegar a fin de mes y se maravilla de conseguirlo.
– Lo peor fue mi marido… En fin, le llamo mi marido, pero nunca firmamos nada. Pegaba a cualquier cosa que se le resistiera. A mí la primera. Perdí dos dientes con él. Me dejé la piel trabajando para reemplazarlos. Estaba todo el tiempo en erupción. Un día pegó a un policía que le había pedido la documentación. Seis años de cárcel. Yo estaba embarazada de Léo. Me alegré mucho de que le enviaran a prisión. Va a salir pronto, nunca se le ocurrirá venir a buscarme aquí. Le intimidan los buenos barrios. Dice que rebosan de pasma…
– ¿Los niños no preguntan por él?
Repitió su pequeño petardeo de trompeta que, esta vez, indicaba su desprecio.
– No le han conocido y mejor para ellos. Cuando me preguntan dónde está, lo que hace, yo les digo explorador, les digo el polo Sur, el polo Norte, la cordillera de los Andes, me invento viajes con águilas, osos y pingüinos. El día que se lo encuentren, si llega ese día maldito, ¡tendrá que llevar un salacot y una barba por la cuenta que le trae!
Había empezado a llover y Joséphine accionó los limpiaparabrisas y limpió el vaho con el dorso de la mano.
– Oiga, señora Cortès, me gustaría darle las gracias. Gracias de verdad. Me llega muy dentro lo que está haciendo usted por mí. Me llega muy hondo.
Se colocó un mechón de pelo que se había escapado del fular.
– No le dirá a la gente del edificio que ha sido usted la que ha pagado todo eso, ¿eh?
– No, pero de todas formas ¡no tiene usted que justificarse!
– En la próxima reunión de vecinos, no tiene más que soltar que me ha tocado la lotería. No les extrañará. A la lotería sólo ganan los pobres, los ricos ¡no tienen derecho!
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