Joséphine estaba nerviosa. Iris había retrasado varias veces la fecha de su comida. Cada vez que Iris anulaba la cita, pretextando una depilación a la cera, una sesión en la peluquería, una limpieza dental, Joséphine se sentía rebajada. Todo el placer que había experimentado la primera vez que Iris la había llamado había desaparecido. No sentía más que una sorda angustia ante la idea de volver a ver a su hermana.
– Tengo cita con la señora Dupin -balbuceó Joséphine a la chica que distribuía a la gente en la entrada.
– Sígame -dijo la criatura de ensueño estirando sus piernas de ensueño-. Es usted la primera…
Joséphine siguió sus pasos, cuidando de no derribar nada a su paso. Seguía la carrera de la minifalda a través de las mesas y se sentía pesada, torpe. Había pasado dos horas interrogando a su vestidor, perdida en medio de perchas hostiles, y había elegido su ropa más bonita, pero pensó que habría hecho mejor poniéndose unos vaqueros viejos.
– ¿No ha dejado su abrigo en el guardarropa? -preguntó la criatura, extrañada, como si Joséphine acabase de cometer una falta de protocolo.
– Es que…
– Yo les aviso -concluyó la chica volviendo la mirada, con prisas para pasar a una actualidad más brillante.
Un actor de cine acababa de hacer su entrada. No estaba dispuesta a dedicar más tiempo a una asocial.
Joséphine se dejó caer sobre un silloncito tapizado en rojo tan bajo, que estuvo a punto de caerse. Se agarró a la mesa redonda, el mantel se deslizó, amenazando con arrastrar en su caída platos, vasos y cubiertos. Recuperó el equilibrio y entregó su abrigo a la chica del guardarropa, que había seguido la caída, impasible. Suspiró, aterrada. Estaba empapada de sudor. Ya no se movería más, ni siquiera para ir al baño. Era demasiado arriesgado. Esperaría tranquilamente en su sitio a que Iris hiciese su aparición. Sus sentidos estaban tan tensos que la menor mirada sobre ella, la menor entonación burlona, podría herirla.
Permaneció sentada, rogando que la gente la olvidara. Las parejas, a su alrededor, bebían champán y reían. Todo en ellos era gracia y ligereza. ¿Dónde habían aprendido a sentirse tan a gusto? Y sin embargo, se dijo Joséphine, no es tan sencillo, tras esas hermosas fachadas se esconden mentiras, faltas de delicadeza, traiciones, secretos. Algunos, que se sonríen, sostienen la daga preparada y oculta en su manga. Pero poseen esa ciencia que ella ignoraba completamente: la de las apariencias.
Metió los pies bajo la mesa -no debía haberse puesto esos zapatos-, escondió las manos bajo la servilleta blanca -sus uñas pedían a gritos una manicura- y esperó a Iris. No podría dejar de verla. Su mesa estaba en el mismo centro del restaurante.
Así que iba a volver a ver a su hermana…
Vivía, desde hacía algún tiempo, rodeada de pensamientos borrascosos. Iris. Philippe. Iris, Philippe, Philippe… Exhalaba de su nombre una felicidad tranquila, un placer turbio que saboreaba como un caramelo, para escupirlo inmediatamente al borde del empalago. Imposible, silbaba la borrasca en su cabeza, olvídalo, olvídalo. Por supuesto que tengo que olvidarlo. Y lo olvidaré. No debería ser tan difícil. No se forma un vínculo de amor en diez minutos y medio, de pie contra la barra de un horno. Es ridículo. Anticuado. Lastimoso. Era una especie de juego en el que se entrenaba a decir cosas que no pensaba, para convencerse de ellas. Funcionaba un momento, levantaba la cabeza, sonreía, encontraba un bonito par de zapatos en un escaparate, canturreaba la música de una película, y después la tormenta azotaba de nuevo, silbando siempre la misma palabra: Philippe, Philippe. Se agarraba a esa palabra. La recuperaba, testaruda, emocionada, Philippe, Philippe. ¿Qué hace? ¿En qué piensa? ¿Qué siente? Giraba como una cabra atada a una estaca alrededor de esos signos de interrogación. Añadía otras estacas: ¿me detesta?, ¿no quiere volver a verme?, ¿me ha olvidado? ¿Con Iris? Ya no era un simple pensamiento, era una cantinela, una estrofa que la aturdía definitivamente.
Fue entonces cuando Iris hizo su entrada.
Joséphine asistió, maravillada, a la llegada de su hermana. La tempestad amainó, una vocecita se elevó: «¡ Qué guapa es! ¡Pero qué guapa es!».
Entró sin prisas, con paso despreocupado, cortando el aire como si avanzara en territorio conquistado. Un largo abrigo de cachemir beige, botas altas de ante, largo chaleco color berenjena que hacía las veces de vestido, cinturón ancho caído sobre las caderas. Collares, brazaletes, largo y espeso pelo negro, y ojos azules que cortaban el espacio con sus espinas heladas. Tendió su abrigo a la chica del guardarropa que la envolvió con una mirada aduladora, barrió las mesas vecinas con una sonrisa ausente, y después, tras haber recogido todas las miradas en un ramo de ofrendas, se dirigió hasta la mesa donde yacía, derrumbada, Joséphine.
Segura de sí misma y divertida de ver a su hermana en un sillón tan bajo, le lanzó una mirada radiante.
– ¿Te he hecho esperar? -preguntó, haciendo como si se diese cuenta entonces de que llegaba con veinte minutos de retraso.
– ¡Oh, no! ¡Es que yo he llegado antes!
Iris volvió a sonreír, inmensa, misteriosa, magnánimamente. Extendió su sonrisa como quien desenrolla una tela sobre un mostrador chino. Se volvió hacia las mesas vecinas para asegurarse de que la habían visto bien, que habían identificado a la mujer con la que iba a comer, agitó la mano, sonrió a uno, hizo una seña a otra. Joséphine la veía como a un retrato: una mujer seductora, elegante, de facciones regulares, de ojos llenos de belleza, dotada, en la línea del cuello y en los hombros, de algo de orgullo, de obstinación, incluso de crueldad y, en el instante siguiente, cuando esa mujer posaba sus ojos sobre ella, la descubría atenta, emocionada, casi tierna. Con los ojos levantados hacia Iris, veía pasar por el rostro de su hermana todos los matices del afecto.
– Estoy tan contenta de verte… -dijo Iris, sentándose delicadamente sobre el mismo asiento bajo, dejando su bolso sin que se volcara-. Si supieses…
Le había cogido la mano y la estrechaba. Después se acercó y besó la mejilla de Joséphine.
– Yo también -murmuró Joséphine, con la voz ahogada por la emoción.
– No te habrás enfadado por posponer tanto nuestra cita… ¡Tenía tantas cosas que hacer! ¿Has visto? Ahora llevo el pelo largo. Extensiones. Son bonitas, ¿no?
La aprisionaba con su mirada azul profundo.
– Lo siento. Me comporté de forma incalificable en la clínica. Eran las medicinas que me daban las que me volvían miserable…
Suspiró, levantó su masa de pelo negro. La última vez que la vi, hace tres meses, tenía el pelo corto, muy corto. Y el rostro afilado como la hoja de un cuchillo.
– Detestaba a todo el mundo. Estaba odiosa. Ese día te detesté a ti también. Te diría cosas horribles… Pero, ¿sabes?, me comportaba así con todo el mundo. Tengo mucho que hacerme perdonar.
Su boca dibujó una mueca horrorizada, sus cejas se alzaron como dos trazos rectos y paralelos, subrayando el horror que le inspiraba su conducta, y sus ojos, de un azul parpadeante, se fundieron con los de Joséphine para conseguir su perdón.
– Te lo ruego, no hablemos más de eso -murmuró Joséphine, incómoda.
– Insisto absolutamente en excusarme -subrayó Iris echándose hacia atrás en el asiento.
La miró con una ingenuidad grave, como si su suerte dependiese de la mansedumbre de Joséphine, y esperó un gesto de su hermana que significara que la había perdonado.
Joséphine tendió el brazo hacia Iris, se incorporó y la estrechó contra sí. Debía de tener un aspecto grotesco en esa posición, el trasero hacia atrás, en equilibrio sobre las piernas flexionadas, pero se dejó llevar por la emoción y abrazó a Iris, buscando el reposo, la absolución en la fuerza con la que se enlazaban sus brazos.
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